21 - DE
JUNIO – MARTES –
12 – SEMANA
DEL T. O. – C –
San Luis
Gonzaga
Lectura del segundo libro de los
Reyes (19,9b-11.14-21.31-35a.36):
En aquellos días,
Senaquerib, rey de Asiria, envió mensajeros a Ezequías, para decirle:
«Decid a Ezequías, rey de Judá: "Que no te engañe tu Dios en quien
confías, pensando que Jerusalén no caerá en manos del rey de Asiria. Tú mismo
has oído hablar cómo han tratado los reyes de Asiria a todos los países,
exterminándolos, ¿y tú te vas a librar?"»
Ezequías tomó la carta de mano de los mensajeros y la leyó; después subió
al templo, la desplegó ante el Señor y oró:
«Señor, Dios de Israel, sentado sobre querubines; tú solo eres el Dios de
todos los reinos del mundo. Tú hiciste el cielo y la tierra. Inclina tu oído,
Señor, y escucha; abre tus ojos, Señor, y mira. Escucha el mensaje que ha
enviado Senaquerib para ultrajar al Dios vivo.
Es verdad, Señor: los reyes de Asiria han asolado todos los países y su
territorio, han quemado todos sus dioses, porque no son dioses, sino hechura de
manos humanas, leño y piedra, y los han destruido. Ahora, Señor, Dios nuestro,
sálvanos de su mano, para que sepan todos los reinos del mundo que tú solo,
Señor, eres Dios.»
Isaías, hijo de Amós, mandó a decir a Ezequías:
«Así dice el Señor, Dios de Israel: "He oído lo que me pides acerca de
Senaquerib, rey de Asiria. Ésta es la palabra que el Señor pronuncia contra él:
Te desprecia y se burla de ti la doncella, la ciudad de Sión; menea la cabeza a
tu espalda la ciudad de Jerusalén. Pues de Jerusalén saldrá un resto, del monte
Sión los supervivientes. ¡El celo del Señor lo cumplirá!
Por eso, así dice el Señor acerca del rey de Asiria: No entrará en esta
ciudad, no disparará contra ella su flecha, no se acercará con escudo ni
levantará contra ella un talud; por el camino por donde vino se volverá, pero
no entrará en esta ciudad –oráculo del Señor–. Yo escucharé a esta ciudad para
salvarla, por mi honor y el de David, mi siervo.»
Aquella misma noche salió el ángel del Señor e hirió en el campamento
asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres. Senaquerib, rey de Asiria, levantó
el campamento, se volvió a Nínive y se quedó allí.
Palabra de Dios
Salmo: 47,2-3a.3b-4.10-11
R/.
Dios ha fundado su ciudad para siempre
Grande es el Señor y
muy digno de alabanza
en la ciudad de
nuestro Dios.
Su monte santo, altura
hermosa,
alegría de toda la
tierra. R/.
El monte Sión, vértice
del cielo,
ciudad del gran rey.
Entre sus palacios,
Dios
descuella como un
alcázar. R/.
Oh Dios, meditamos tu
misericordia
en medio de tu templo:
como tu renombre, oh
Dios,
tu alabanza llega al
confín de la tierra;
tu diestra está llena
de justicia. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (7,6.12-14):
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos:
«No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos;
las pisotearán y luego se volverán para destrozaros. Tratad a los demás como
queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y
qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos.»
Palabra del Señor
1. La exhortación enigmática sobre los perros y los cerdos es
desconocida, tanto en su origen como en su significado. Seguramente el autor
del evangelio de Mateo la puso aquí porque así la encontró en la llamada
"Fuente Q", la fuente de los dichos, que sirvió de base a este
evangelio.
2. El texto central de este evangelio es la llamada "Regla
de Oro", que, como es bien sabido, es muy anterior al cristianismo. Ya se
encuentra en Confucio (551-489), en el judaísmo (Lev 19, 18) y se puede decir que es una norma de
ética universal. Se ha formulado negativamente ("lo que no quieres que te
hagan los demás, no se lo hagas a ellos) o positivamente, como hace aquí
Jesús.
Se puede decir que la forma positiva es más exigente que la negativa.
Porque la positiva sugiere al interpelado una iniciativa propia, mientras que
la versión negativa puede acabar en mera pasividad.
3. En cualquier caso, lo más importante es tener el coraje de
aplicar esta regla a todas las situaciones de la vida, sobre todo, en cuanto se
refiere, no solo al amor a los enemigos, sino a las relaciones con los
creyentes de otras religiones. Y, por supuesto, con los ateos, agnósticos y, en
general, con quienes tienen ideas y conductas distintas a las propias en todo
lo relacionado con la religión. Esto es ahora especialmente urgente, cuando la
sociedad es más plural y la convivencia resulta más complicada.
San Luis
Gonzaga
Memoria de san
Luis Gonzaga, religioso, quien, nacido de nobilísima estirpe y admirable por su
inocencia, renunció a favor de su hermano el principado que le correspondía e
ingresó en la Compañía de Jesús, sucumbiendo, apenas adolescente, por haber
asistido durante una grave epidemia a enfermos contagiados.
Vida de San Luis Gonzaga
San Luis
Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de Castiglione delle
Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante, marqués de Chatillon de
Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y Marta Tana Santena (Doña
Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde
también el marqués ocupaba un alto cargo. La madre, habiendo llegado a las
puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la
Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don
Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como él.
Desde que el
niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en miniatura y, a los
cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos tres mil soldados se ejercitaban
en preparación para la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante
su permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el
pequeño Luis se divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al
frente del pelotón con una pica al hombro.
En cierta
ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para cargar una pieza
de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y dispararla, con la
consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los soldados, aprendió la
importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes ideales, pero también
adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las
repetía cándidamente.
Su tutor lo
reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era grosero y vulgar, sino
blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido de modo que,
comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.
Despierta su vida espiritual
Apenas contaba
siete años cuando experimentó lo que podría describirse mejor como un despertar
espiritual. Siempre había dicho sus oraciones matinales y vespertinas, pero
desde entonces y por iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra
Señora, los siete salmos penitenciales y otras devociones, siempre de rodillas
y sin cojincillo. Su propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa que,
según su director espiritual, San Roberto Belarmino, y tres de sus confesores,
nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.
En 1577 su
padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia, dejándolos al cargo
de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de
la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos en estas ciencias
seculares, no impidieron que Luis avanzara a grandes pasos por el camino de la
santidad y, desde entonces, solía llamar a Florencia, "la escuela de la
piedad".
Un día que la
marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si Dios se dignase
escoger a uno de vosotros para su servicio, "¡qué dichosa sería yo!".
Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios escogerá.». Desde su primera
infancia se había entregado a la Santísima Virgen. A los nueve años, en
Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad. Después resolvió
hacer una confesión general, de la que data lo que él llama «su conversión».
A los
doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A los trece, el
obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con Luis,
maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta
sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la primera comunión.
Fue muy puro y exigente consigo
mismo
Obligado por
su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró
mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador,
"formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la
lujuria en su peor especie". Pero para un alma tan piadosa como la de
Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos fue el de acrecentar su
celo por la virtud y la castidad.
A fin de
librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina rigurosísima. En su
celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a hacerse grandes
exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista siempre que estaba en
presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que cuidarse de no abusar de estos
relatos para crear una falsa imagen de Luis o de lo que es la santidad. No es
extraño que, en los primeros años, después de una seria decisión por Cristo, se
cometan errores al quererse encaminar por la entrega total en una vida
diferente a la que lleva el mundo. El mismo fundador de los Jesuitas explica
que en sus primeros años cometió algunos excesos que después supo equilibrar y
encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su corazón, dispuesto a
todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios. Además, hay que saber
que algunos vicios e impurezas requieren grandes penitencias. San Luis quiso,
al principio, imitar los remedios que leía de los padres del desierto.
Algunos
hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada que no corresponde a la
realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa imagen de ser hombre,
algunos no comprenden como un joven varonil pueda ser santo. La realidad es que
se es verdaderamente hombre a la medida que se es santo. Sin duda a Luis le
atraían las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros
años y la gloria que se le ofrecía en su familia, pero de muy joven comprendió
que había un ideal más grande y que requería más valor y virtud.
Fue en Montserrat donde se
decidió la vocación de Luis.
Hacía poco más
de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia, cuando su padre los
trasladó con su madre a la corte del duque de Mántua, quien acababa de nombrar
a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de
1579, cuando Luis tenía once años y ocho meses. En el viaje Luis estuvo a punto
de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se
hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los
náufragos. Un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les
salvó.
Una dolorosa
enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió de pretexto para
suspender sus apariciones en público y dedicar todo su tiempo a la plegaria y
la lectura de la colección de "Vidas de los Santos" por Surius. Pasó
la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por trastornos digestivos tan
frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo dificultades en asimilar los
diarios alimentos.
Otros libros
que leyó en aquel período de reclusión son, Las cartas de Indias, sobre las
experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de
ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar por la conversión de los
herejes y Compendio de la doctrina espiritual de fray Luis de Granada. Como
primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las vacaciones
veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los
niños pobres del lugar.
En
Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras
en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó a
practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a pan
y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la noche
para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la que no
permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Fue inútil que
su padre le combatiese en estos deseos. En la misma corte, Luis vivía como un
religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A pesar de que ya había recibido
sus investiduras de manos del emperador, mantenía la firme intención de
renunciar a sus derechos de sucesión sobre el marquesado de Castiglione en
favor de su hermano.
Madrid
En 1581, se
dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María de Austria en su
viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante y, al llegar a
España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego,
príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al
joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus
devociones.
Cumplía
estrictamente con la hora diaria de meditación que se había prescrito, no
obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces varias horas de
preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección, extrañas en un
adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos
comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar hecho de carne
y hueso como los demás.
Resuelto a unirse a la Compañía
de Jesús
El día de la
Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la
iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó claramente una voz que le decía:
«Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero,
comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto
ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal extremo, que amenazó
con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la
desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se
agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era
parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego
en el que había perdido grandes cantidades de dinero.
De todas
maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación de algunos
de sus amigos, accedió de mala gana a dar consentimiento provisional. La
temprana muerte del infante Don Diego vino entonces a librar a los hermanos
Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de dos años en
España, regresaron a Italia en julio de 1584.
Al llegar a
Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis y éste
encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de su padre,
sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de
Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes eclesiásticos y laicos que
recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero
no lo consiguieron.
Ferrante hizo
los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia
y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con
la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus
propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego
de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por
fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos
de sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los
jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual
toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»
El Noviciado
Inmediatamente
después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de noviembre de 1585, ingresó al
noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant'Andrea. Acababa, de
cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña celda, exclamó
espontáneamente: "Este es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues
así lo he deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus ayunos, sus
vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que había estado a
punto de perder la vida.
Sus maestros
habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se excediera en las
mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: las
alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas de la religión le
habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron.
Seis semanas
después murió Don Fernante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el
hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había transformado completamente
su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido un rayo de luz para el
anciano
No hay mucho
más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes, fuera de que, en
todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas
de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más y a
distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar
o meditar fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que
librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente
en las cosas celestiales.
Por
consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que completase
en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué artificios se valió para
que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de la escalera y
con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y
un estante para los libros.
Luis suplicaba
que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las
tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus
plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir.
Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón de las cosas de
este mundo.
Durante esa
época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía arrobado en la
contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo caía en
éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos del santo
y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría desbordante que
le embargaba.
Una epidemia
En 1591, atacó
con violencia a la población de Roma una epidemia de fiebre. Los jesuitas, por
su cuenta, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde
el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis iba de
puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos. Muy
pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de los
moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas,
preparando a los enfermos para la confesión.
Luis contrajo
la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y, cargándolo sobre sus
espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó que iba
a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde lamentó por el
escrúpulo de haber confundido la alegría con la impaciencia), recibió el
viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de
aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente que, en
tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.
Luis vio que
su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me llama después de
tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo
Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias.» En sus
últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante
su cama.
En todas las
ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la noche, para adorar
al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en
su habitación y para orar, hincado en el estrecho espacio entre la cama y la
pared. Con mucha humildad pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San
Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la
presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía
afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener
esperanzas de que se le concediera esa gracia.
En una de
aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante
toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la
octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el
"Te Deum" como acción de gracias.
Algunas veces
se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me alegré porque me dijeron:
¡Iremos a la casa del Señor!" (Salmo Cxxi - 1). En una de esas ocasiones,
agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!" Al octavo día
parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati.
Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del
día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a
visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos,
padre; ya nos vamos ...! -¿A dónde, Luis? -¡Al Cielo! -¡Oigan a este joven!
-exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a
Frascati.
Al caer la
tarde, se diagnosticó que el peligro de muerte no era inminente y se mandó a
descansar a todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de
Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse.
El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones murmuraba: "En
Tus manos, Señor. . ."
Entre las diez
y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado y fue evidente
que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de
Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de
junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.
Los restos de
San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la
Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue canonizado en 1726.
El Papa
Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa Pio XI lo
proclamó patrón de la juventud cristiana.
(Fuente: corazones.org)
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