miércoles, 1 de junio de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 2 - DE JUNIO – JUEVES – 7 – SEMANA DE PASCUA – C – Santos Marcelino y Pedro

 



2 - DE JUNIO – JUEVES –

7 – SEMANA DE PASCUA – C –

Santos Marcelino y Pedro

 

     Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (22,30;23,6-11):

 

En aquellos días, queriendo el tribuno poner en claro de qué acusaban a Pablo los judíos, mandó desatarlo, ordenó que se reunieran los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno, bajó a Pablo y lo presentó ante ellos.

Pablo sabía que una parte del Sanedrín eran fariseos y otra saduceos y gritó: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos.»

Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, y la asamblea quedó dividida. (Los saduceos sostienen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus, mientras que los fariseos admiten todo esto.) Se armó un griterío, y algunos escribas del partido fariseo se pusieron en pie, porfiando: «No encontramos ningún delito en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?»

El altercado arreciaba, y el tribuno, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó bajar a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel.

La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo: «¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma.»

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 15

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;

yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.»

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;

mi suerte está en tu mano. R/.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,

hasta de noche me instruye internamente.

Tengo siempre presente al Señor,

con él a mi derecha no vacilaré. R/.

Por eso se me alegra el corazón,

se gozan mis entrañas,

y mi carne descansa serena.

Porque no me entregarás a la muerte,

ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R/.

 

Me enseñarás el sendero de la vida,

me saciarás de gozo en tu presencia,

de alegría perpetua a tu derecha. R/.

 

     Lectura del santo evangelio según san Juan (17,20-26):

 

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo:

«Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí. Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.

Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos.»

 

Palabra del Señor

 

1.  Si este evangelio se piensa despacio y a fondo, lo que queda patente es algo que nos desconcierta. Jesús expresa aquí, en su oración última con los suyos, su deseo supremo: el deseo por la unidad. Unidad de Dios, unidad de Dios con Jesús, unidad de Dios y de Jesús con toda la humanidad. Y digo que esto nos desconcierta, porque la experiencia nos dice que las religiones no nos unen, sino que nos separan y nos dividen. 

Estamos, pues, ante un tema capital. Porque ya estamos demasiado rotos, agotados, defraudados, por causa de tantas divisiones, separaciones, enfrentamientos. 

Los monoteísmos se han representado a Dios de tal manera, que, al ser Uno, y muchos Unos, han terminado siendo los "dioses excluyentes", que han generado violencia y muerte, relaciones destrozadas y gentes divididas y enfrentadas hasta la muerte.

 

2.  En el mundo antiguo, se impuso la aspiración por la unidad (H. D. Betz). No la unidad de los sofistas, que se reducía a la identidad consigo mismo.  Sino la unidad que, desde Sócrates, implica las exigencias de lo único que permanece y que se traduce en "lo Uno como el Bien" (Platón). Hasta el punto de que es, en la armonía de "lo Uno", donde se manifiesta lo divino (la Stoa) (K. H. Bartels).

No se trata, en todo esto, de mera erudición.  Se trata de la constatación de los enormes problemas y peligros que brotan de los "absolutos", como únicos y además como excluyentes e intolerantes. De ahí al encanallamiento (con buena conciencia), el paso es inevitable.

 

3.  Se comprende la aspiración suprema de Jesús. Dios, Jesús, los humanos, "que todos sean uno... que sean completamente uno... para que el mundo crea". Es la unidad de Jesús con el Padre (Jn 10, 30; 17, 11. 21 ss). Y de ahí, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo rebaño, un solo pastor (Ef 4, 5; Jn 10, 14-16).

Por supuesto, esta unidad se tiene que traducir en hechos palpables. Pero - ¿es eso posible, dada la pluralidad de religiones, culturas, nacionalismos, lenguajes...?

Hasta este momento, por lo menos, esto no se ha conseguido, ni por la fuerza de la política y los ejércitos, ni por la insistencia de las ideas. Entonces - ¿cómo?  

Vamos al fondo del problema. Vamos, pues, al fondo de aquello en lo que todos los seres humanos coincidimos, en lo que todos somos iguales.

Todos coincidimos en lo mínimamente humano: todos somos de carne y hueso (corporalidad) y todos nos necesitamos unos a otros (alteridad). Sea cual sea la religión, la cultura, la nacionalidad que cada cual tenga, todos necesitamos y deseamos que las exigencias de nuestra corporalidad (salud y alimentación) y de nuestra alteridad (amor) estén satisfechas. 

Pues ahí, en eso, está Jesús, está Dios.  Quien traduce eso en Ética, ese es el que encuentra, en lo humano, a Dios.

 

Santos Marcelino y Pedro

 

Mártires - Año 304 

 Nos ha dejado noticias de su muerte el papa san Dámaso, que las oyó de boca del mismo verdugo. El martirio tuvo lugar durante la persecución de Diocleciano (284-305).

Fueron decapitados en un bosque, pero sus cuerpos fueron trasladados y sepultados en el cementerio llamado Ad duas lauros, en la vía Labicana, donde después de la paz de Constantino se erigió una basílica.

 

      El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.

Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.

Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores".

 

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