martes, 28 de junio de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 30 - DE JUNIO – JUEVES – 13 – SEMANA DEL T. O. – C – PROTOMARTIRES DE ROMA

 


30 - DE JUNIO – JUEVES –

13 – SEMANA DEL T. O. – C –

PROTOMARTIRES   DE   ROMA

 

     Lectura de la profecía de Amós (7,10-17):

 

     En aquellos días, Amasías, sacerdote de Casa-de-Dios, envió un mensaje a Jeroboam, rey de Israel:

     «Amós conjura contra ti en medio de Israel; la tierra ya no puede soportar sus palabras. Porque así predica Amós:

    "Morirá a espada Jeroboam. Israel saldrá de su país al destierro."»

     Dijo Amasías a Amós:

     «Vidente, vete y refúgiate en tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. No vuelvas a profetizar en Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo del país.»

     Respondió Amós:

     «No soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: "Ve y profetiza a mi pueblo de Israel." Y, ahora, escucha la palabra del Señor: Tú dices: "No profetices contra la casa de Israel, no prediques contra la casa de Isaac." Pues bien, así dice el Señor: "Tu mujer será deshonrada en la ciudad, tus hijos e hijas caerán a espada; tu tierra será repartida a cordel, tú morirás en tierra pagana, Israel saldrá de su país al destierro."»

 

Palabra de Dios

     Salmo: 18

 

     R/. Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos

 

     La ley del Señor es perfecta

y es descanso del alma;

el precepto del Señor es fiel

e instruye al ignorante. R/.

     Los mandatos del Señor son rectos

y alegran el corazón;

la norma del Señor es límpida

y da luz a los ojos. R/.

 

     La voluntad del Señor es pura

y eternamente estable;

los mandamientos del Señor son verdaderos

y enteramente justos. R/.

 

     Más preciosos que el oro,

más que el oro fino;

más dulces que la miel

de un panal que destila. R/.

 

     Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,1-8):

 

      En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico:

     «¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados.»

     Algunos de los escribas se dijeron:

     «Éste blasfema.»

     Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo:

     «¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: "Tus pecados están perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.»

     Dijo, dirigiéndose al paralítico:

     «Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa."»

    Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.

 

Palabra del Señor

 

     1.  Por supuesto, este relato da cuenta de una curación prodigiosa que realizó Jesús con un impedido, que, por su   enfermedad, estaba reducido a la dependencia total de quienes querían llevarlo o traerlo y ayudarle en todo.  Una vez más, la bondad de Jesús libera a aquel hombre de sus penalidades y sufrimientos.  Pero Jesús va indeciblemente más lejos. Porque, no solo le devuelve al hombre la salud perdida, sino que, además de eso, le da una dignidad de la que se veía privado. ¿Por qué?

 

     2.   En la cultura de Israel, tan profundamente marcada por las creencias religiosas, se asociaba la enfermedad con el pecado.  De forma que quien estaba enfermo, por eso mismo, era considerado como un pecador (él o su familia), es decir, como mala persona o mala gente.

La enfermedad era un castigo divino.

Así de cruel suele ser la religión (cf. Jn 9, 2; Mt 4, 23-25; 1 Cor 11, 30). Por eso Jesús, sin esperar a que el enfermo se lo pidiera, ni que expresara arrepentimiento o confesión de sus pecados, lo perdona de todo, con escándalo de los letrados, que hasta llegan a pensar de Jesús que era un blasfemo.

Jesús, por tanto, sana a la persona entera. Le devuelve su salud y su dignidad.

 

     3.  Este hecho nos lleva derechamente    al problema del perdón de los pecados en la Iglesia. Es evidente que, tal como el clero ejerce el poder de perdonar los pecados, ese poder se convierte en una forma de dominio sobre la privacidad y la intimidad del ser humano. Un poder que toca donde nada ni nadie puede tocar. Y bien sabemos el tormento que esto es para muchas personas.

     Lo que se traduce en el abandono    masivo del sacramento de la penitencia.

     Es verdad que, a mucha gente le sirve de alivio el poder desahogarse de problemas íntimos que son preocupantes. 

Como desahogo, eso es bueno.  

Como obligación, que condiciona el perdón, eso es insufrible.

     Por eso es importante saber esto: lo que dice el concilio de Trento (Ses. 14, cap. V) sobre la confesión de los pecados, necesita dos aclaraciones:

     1)  No es verdad que el Señor instituyera la confesión íntegra de los pecados; eso no consta en ninguna parte.

     2) Jesucristo no ordenó sacerdotes   "como presidentes y jueces", ni siquiera "a modo de" (ad instar) presidentes y jueces (DH 1679).

      Por tanto, en la Iglesia debe prevalecer la posibilidad real de que cada cual le pida perdón a Dios y pacifique su conciencia como más le ayude.  Quizá la forma más adecuada es la que ya estableció el papa Pablo VI mediante la penitencia comunitaria.

 

PROTOMARTIRES   DE   ROMA


En la primera persecución contra la Iglesia, desencadenada por el emperador Nerón, después del incendio de la ciudad de Roma en el año 64, muchos cristianos sufrieron la muerte en medio de atroces tormentos.

Este hecho está atestiguado por el escritor pagano Tácito (Annales, 15, 44) y por Clemente, obispo de Roma, en su carta a los Corintios (caps. 5-6).

 

Elogio: Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana, que, acusados de haber incendiado la Urbe, por orden del emperador Nerón unos fueron asesinados después de crueles tormentos, otros, cubiertos con pieles de fieras, entregados a perros rabiosos, y los demás, tras clavarlos en cruces, quemados para que, al caer el día, alumbrasen la oscuridad. Eran todos discípulos de los Apóstoles y fueron las primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor.

Aquellos confesores de los que sólo Dios sabe el número y los nombres se mencionan en el Martirologio Romano como «primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor». Es interesante hacer notar que el primero de los césares que persiguió a los cristianos fue Nerón, el más vil, despiadado y falto de principios entre los emperadores romanos. En el mes de julio del 64, cuando habían transcurrido diez años desde que ascendió al trono, un terrible incendio destruyó a Roma. El fuego nació junto al Gran Circo, en un sector de cobertizos y almacenes atestados de productos inflamables, y de ahí se propagó rápidamente en todas direcciones. Las llamas lo devoraron todo durante seis días y siete noches, cuando pareció que habían sido sofocadas por la demolición de numerosos edificios; pero volvieron a surgir de entre los escombros y continuaron su obra devastadora durante tres días más. Cuando por fin fueron ahogadas definitivamente, las dos terceras partes de Roma eran una masa informe de ruinas humeantes.

En el tercer día del incendio, Nerón llegó a Roma, procedente de Ancio, para contemplar la escena. Se afirma que se recreó en aquella contemplación y que, ataviado con la vestimenta que usaba para aparecer en los teatros, subió a lo más alto de la torre de Mecenas y ahí, con el acompañamiento de la lira que él mismo pulsaba, recitó el lamento de Príamo por el incendio de Troya. El bárbaro deleite del emperador que cantaba al contemplar el fuego destructor, hizo nacer la creencia de que él había sido el autor de la catástrofe y que, no sólo había mandado quemar a Roma, sino que había dado órdenes para que no se combatiese el fuego. El rumor corrió de boca en boca hasta convertirse en una abierta acusación. Las gentes afirmaban haber visto a numerosos individuos misteriosos arrojar antorchas encendidas dentro de las casas, por mandato expreso del emperador. Hasta hoy se ignora si Nerón fue responsable o no de aquel incendio. En vista de los numerosos incendios que se han declarado en Roma desde entonces, puede decirse que también aquél, quizá el más devastador entre todos, se debió a un simple accidente. Sin embargo, quedaba el hecho de la complacencia de Nerón y, tanto se divulgaron las sospechas contra él, que se alarmó y, para desviar las acusaciones que se hacían en su contra, señaló a los cristianos como autores directos del incendio.

«Puesto que circulaban rumores de que el incendio de Roma había sido doloso, Nerón presentó como culpables, castigándolos con penas gravísimas, a aquellos que, odiados por sus abominaciones, el pueblo llamaba 'cristianos'» (Tácito, Anales, XV). No obstante que nadie creyó que fuesen culpables del crimen, los cristianos fueron perseguidos, detenidos, expuestos al escarnio y la cólera del pueblo, encarcelados y entregados a las torturas y a la muerte con increíble crueldad. Algunos fueron envueltos en pieles frescas de animales salvajes y dejados a merced de los perros hambrientos para que los despedazaran; muchos fueron crucificados; otros quedaron cubiertos de cera, aceite y pez, atados a estacas y encendidos para que ardiesen como teas. Muchas de estas atrocidades tuvieron lugar durante una fiesta nocturna que ofreció Nerón en los jardines de su palacio. El martirio de los cristianos fue un espectáculo extra en las carreras de carros, donde el propio Nerón, vestido con las plebeyas ropas de un auriga, divertía a sus invitados al mezclarse con ellos y al manejar a los caballos que tiraban de un carro. Entre muchos de los romanos que presenciaron la salvaje crueldad de aquellas torturas, surgió el sentimiento de horror y el de piedad por las víctimas, no obstante que la población entera tenía encallecidos sus sentimientos, acostumbrada, como estaba, a los sangrientos combates de los gladiadores.

Tácito, Suetonio, Dion Casio, Plinio el Viejo y el satírico Juvenal, hacen mención del incendio; pero solamente Tácito se refiere al intento de Nerón para que la culpa recayera sobre una secta determinada. Tácito específica a los cristianos por su nombre, pero Gibbon y otros investigadores sostienen que el historiador incluye a los judíos en la denominación, puesto que, por aquella época, los que habían abrazado la religión de Cristo no eran tan numerosos como para causar alarma entre las autoridades de Roma. Sin embargo, este punto de vista, que parece destinado a disminuir la influencia del cristianismo, no tiene muchos adeptos. Debe apuntarse que los cristianos, aunque eran una minoría en Roma, no estaban bien distinguidos de los judíos en ese momento -es conocida la frase que trae Suetonio: «en el barrio judío se pelean por un tal Cresto»...-, y se les atribuían monstruosidades, como las de realizar sacrificios humanos, comer carne de niños, etc, los cristianos, como decía Tácito, eran «odiados por sus abominaciones», así que aunque no estuvieran dispuestos a creer que habían provocado el incendio, seguramente era creencia popular que el castigo era igualmente merecido.

Oración:

Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

 

 

 

 

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