19 - DE
NOVIEMBRE – SÁBADO –
33 – SEMANA DEL T. O. – C
Santa Matilde de Hackeborn
Lectura del libro del Apocalipsis (11,4-12):
Me fue dicho a mí, Juan:
«Aquí están dos testigos míos, estos son los dos olivos y los dos
candelabros que están ante el Señor de la tierra. Y si alguien quiere hacerles
daño, sale un fuego de su boca y devora a sus enemigos; y si alguien quisiera
hacerles daño, es necesario que muera de esa manera. Estos tienen el poder de
cerrar el cielo, para que no caiga lluvia durante los días de su profecía, y
tienen poder sobre las aguas para convertirlas en sangre y para herir la tierra
con toda clase de plagas siempre que quieran.
Y cuando hayan terminado su testimonio, la bestia que sube del abismo les
hará la guerra y los vencerá y los matará. Y sus cadáveres yacerán en la plaza
de la gran ciudad, que se llama espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también
su Señor fue crucificado. Y gentes de los pueblos, tribus, lenguas y naciones
contemplan sus cadáveres durante tres días y medio y no permiten que sus
cadáveres sean puestos en un sepulcro. Y los habitantes de la tierra se alegran
por ellos y se regocijan y se enviarán regalos unos a otros, porque los dos
profetas fueron un tormento para los habitantes de la tierra».
Y después de tres días y medio, un espíritu de vida procedente de Dios
entró en ellos, y se pusieron de pie, y un gran temor cayó sobre quienes los
contemplaban.
Y oyeron una gran voz del cielo, que les decía:
«Subid aquí».
Y subieron al cielo en una nube, y sus enemigos se quedaron mirándolos.
Palabra de Dios
Salmo: 143,1.2.9-10
R/. ¡Bendito el Señor, mi alcázar!
Bendito el Señor, mi Roca,
que adiestra
mis manos para el combate,
mis dedos
para la pelea. R/.
Mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte
donde me pongo a salvo,
mi escudo y
refugio,
que me somete
los pueblos. R/.
Dios mío, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para
ti el arpa de diez cuerdas:
para ti que
das la victoria a los reyes,
y salvas a
David, tu siervo, de la espada maligna. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-40):
En aquel tiempo, se acercaron algunos
saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano,
dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia
a su hermano».
Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El
segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin
dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección,
¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los
que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección
de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya
no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos
de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la
zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.
No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Intervinieron unos escribas:
«Bien dicho, Maestro».
Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor.
1.- Una
de las cuestiones teológicas fundamentales, que distinguían a los saduceos de
los fariseos, era que no creían en la resurrección para la vida eterna,
mientras que los fariseos sí creían en eso.
Conviene
recordar que en todo el Antiguo Testamento no se menciona la fe en la vida
eterna. Solo en Dn 12, 2; 2 Mac 7, 9 y Jub 23, 31.
La fe de los
fariseos era, en cierto modo una innovación teológica.
2. Los
saduceos, para defender su postura, echan mano de la ley del levirato, muy
extendida en el Oriente antiguo. Y plantean a Jesús un caso extravagante, pero
no caen en la cuenta de que la vida, posterior a la resurrección de los
muertos, no necesita perpetuarse mediante las leyes biológicas que son fuente de fecundidad y de vida en este
mundo. Aunque, hablando con más precisión, de la vida
después de la muerte solo podemos hablar por negaciones: sabemos lo que no
es. Pero nunca sabremos en este mundo lo que es la vida que, por la fe,
esperamos para después de la muerte.
3. Además,
es importante dejar claro que la "ley del levirato" (de
"levir" = cuñado), según establece Deut 25, 5-10, tenía la finalidad
de asegurar el nombre y la herencia de la familia (J. Dheilly).
Es evidente
que eso no tiene, ni puede tener, sentido cuando hablamos de la "otra
vida".
Santa Matilde de Hackeborn
Santa Matilde de Hackeborn (Helfta, 1241-1299) fue una monja cisterciense, nació en el
castillo de Helfta, Sajonia, en el seno de la noble y poderosa
familia de los Hackeborn, que poseía tierras en Turingia. Nació tan débil
que se la creyó muerta, pero al presentarla al sacerdote para que la bautizara,
este profetizó que llegaría a ser santa y Dios obraría grandes cosas a través
de ella.
Muy generoso debía ser el barón de Hackeborn
para desprenderse de dos de sus hijas autorizándolas a ingresar en un
monasterio cisterciense, que hicieron famoso por su virtud junto a otras
religiosas. Exactamente fueron cuatro excelsas mujeres las que brillaron en la
clausura: Matilde de Magdeburgo, la santa de hoy, su hermana Gertrudis, y otra
Gertrudis, la Grande. Hicieron de Helfta uno de los referentes ineludibles para
conocer y valorar la riqueza de la mística germana; nos alientan con su vida a
seguir el camino de perfección. Precisamente el pasado día 16 se vio la
semblanza de Gertrudis la Grande, que sumó sus grandes virtudes a las de
Matilde, que tanto le edificó, que fue su formadora y a la que tomó como guía
junto a su hermana. Ello pone de manifiesto un hecho que acontece en todo
movimiento eclesial: la existencia de periodos históricos de especial fulgor en
el que despuntan figuras egregias traspasando muros y fronteras.
Tan significativa fue la vida de Matilde de
Hackeborn que el papa Benedicto XVI le dedicó su catequesis el 29 de septiembre
de 2010. Fue una de esas mujeres fuertes de las que habla el evangelio que tuvo
la gracia de alumbrar una época de gran fecundidad en esa comunidad a lo largo
del siglo XIII. Nació en 1241 o en 1242, no hay datos precisos, en la fortaleza
de Helfta, Sajonia. Su hermana Gertrudis se hallaba ya en el convento de
Rodersdorf (después transferido a Helfta) cuando ella acompañó a su madre a visitarla
en 1248.
En siete años de vida la pequeña acumulaba la
experiencia de haber sobrevivido a la muerte poco después de nacer, debido a su
frágil constitución física, y el inspirado vaticinio del virtuoso presbítero
que derramó sobre su cabeza el agua del bautismo, quien entrevió que sería
santa, hecho que confió a sus padres asegurándoles que Dios obraría a través de
ella numerosos prodigios.
Posiblemente a esa edad Matilde ignoraba la
singular elección divina a la que aludió el sacerdote, pero seguro que sus
progenitores no habrían podido olvidarla.
La vida conventual le sedujo desde un primer
instante. Por eso, en 1258 dejó a un lado los beneficios que reportaba haber
nacido en un castillo, y las prebendas anejas al título nobiliario que ostentaban
sus padres ingresando en el monasterio que entonces se había establecido en
Helfta. Su hermana Gertrudis, abadesa, vertió en ella todo su saber espiritual
e intelectual, riqueza que Matilde acogió multiplicando los talentos que Dios
le había otorgado: una suma de excepcional inteligencia y virtud coronada por
una bellísima voz con la que glosaba la grandeza del Creador y por la que ha
sido denominada «ruiseñor de Dios». Era un pozo sin fondo. Y así se ha
reflejado: «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas
y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero
tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos».
Orientada por su hermana, se convirtió en una
gran formadora que tuvo a su cargo jovencísimas vocaciones. De hecho le
confiaron a Gertrudis, la Grande, cuando llegó al convento a la edad de 5 años.
Y es que Matilde era una ejemplar maestra y modelo de novicias y profesas. Fue
agraciada con numerosos favores místicos que se iniciaron siendo niña y que
guardó en su corazón llevada de su natural discreción hasta que cumplió medio
siglo de vida.
Ella, al igual que Gertrudis, la Grande,
vivió en carne propia la experiencia del sufrimiento ocasionado por largas y
dolorosas enfermedades que fueron persistentes en ambos casos. La frágil
condición humana atenazada por el cúmulo de matices que conllevan
circunstancias de esta naturaleza, a veces tiene también expresión palpable en
la vertiente espiritual. Matilde experimentó conjuntamente la postración corporal,
y el sufrimiento y angustia espirituales en los que, no obstante, contó con el
consuelo divino. En uno de estos periodos críticos confidenció privadamente sus
experiencias místicas a dos religiosas. Una de ellas fue su discípula
Gertrudis, la Grande, quien se ocupó de recopilarlas en el Libro de la
gracia especial junto a otra hermana de comunidad.
Matilde fue un puntal indiscutible en el
monasterio, aunque a veces su nombre ha quedado a la sombra de esta santa
amiga. De su hermana había heredado la rica tradición monacal que floreció
altamente en esa época en las líneas genuinas de la regla a la que se había
abrazado: oración, contemplación, estudio científico y teológico, amasado
siempre en la tradición y el magisterio eclesiales. Fue una mujer obediente,
humilde y piadosa, de gran espíritu penitencial, ardiente caridad y devota de
María y del Sagrado Corazón de Jesús con el que mantuvo místicos coloquios. El
contenido de sus revelaciones insertas en el aludido Libro de la gracia
especial permite apreciar también el alcance que tuvo la liturgia en
su itinerario espiritual. Supo llegar al corazón de las personas que pusieron
bajo su responsabilidad, y las condujo sabiamente a los pies de Cristo dando
pruebas fehacientes de su ardor apostólico.
Cuando rogaba a la Virgen que no le faltara
su asistencia en el momento de la muerte, Ella le pidió que rezase diariamente
tres avemarías «conmemorando, en la primera, el poder recibido del Padre
Eterno; en la segunda, la sabiduría con que me adornó el Hijo; y, en la
tercera, el amor de que me colmó el Espíritu Santo». María la invitó a
meditar en los misterios de la vida de Cristo: «Si deseas la verdadera
santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas
las cosas». Durante la última y difícil etapa de su vida, ocho años
cuajados de sufrimientos, mostró la hondura de su unión con Cristo, a cuya
Pasión redentora unía sus padecimientos por la conversión de los pecadores, con
humildad y paciencia. La Eucaristía, el evangelio, la oración…, habían forjado
su espíritu disponiéndola al encuentro con Dios. Éste se produjo el 19 de
noviembre de 1299.
Murió con fama de santidad.
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