17 - DE
NOVIEMBRE – JUEVES –
33 – SEMANA DEL T. O. – C
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
Lectura del libro del
Apocalipsis (5,1-10):
Yo, Juan, vi en la mano
derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por
fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un ángel poderoso, que pregonaba en
alta voz:
«¿Quién es digno de
abrir el libro y desatar sus sellos?».
Y nadie, ni en el
cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro ni mirarlo.
Yo lloraba mucho, porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro
y de mirarlo. Pero uno de los ancianos me dijo:
«Deja de llorar; pues
ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir
el libro y sus siete sellos».
Y vi en medio del
trono y de los cuatro vivientes, y en medio de los ancianos, a un Cordero de
pie, como degollado; tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete
espíritus de Dios enviados a toda la tierra. Se acercó para recibir el libro de
la mano derecha del que está sentado en el trono.
Cuando recibió el
libro, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el
Cordero; tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones
de los santos. Y cantan un cántico nuevo:
«Eres digno de recibir
el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has
adquirido para Dios
hombres de toda tribu, lengua, pueblo y
nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de
sacerdotes, y reinarán sobre la tierra».
Palabra de Dios
Salmo: 149,1-2.3-4.5-6a.9b
Has hecho de nosotros para
nuestro Dios un reino de sacerdotes.
Cantad al Señor un
cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de
los fieles;
que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey. R/.
Alabad su nombre con
danzas,
cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo
y adorna con la victoria a los
humildes. R/.
Que los fieles festejen
su gloria
y canten jubilosos en filas:
con vítores a Dios en la boca;
es un honor para todos sus fieles. R/.
Lectura del santo
evangelio según san Lucas (19,41-44):
En aquel tiempo, aquel
tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella,
mientras decía:
«Si reconocieras tú
también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus
ojos.
Pues vendrán días
sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán
el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra
sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita».
Palabra del Señor
1. Los
estudiosos del evangelio de Lucas han discutido ampliamente si este texto
reproduce lo que realmente dijo y vivió Jesús o, más bien, lo que aquí se
cuenta es producto del mismo Lucas, que, cuando escribió este texto sabía
perfectamente todo lo que había sucedido el año 70, cuando los romanos
invadieron Jerusalén y la arrasaron. O sea, aquí no se reproduciría una
profecía de Jesús, sino lo que Lucas había vivido el año 70.
En este
momento, después de muchas discusiones, no se ha llegado a una conclusión
definitiva. En cualquier caso, se suele dar por cierto que el contenido
sustancial de este relato proviene de Jesús, sin que se pueda precisar el
origen de los detalles. Pero llama la atención este dato: si el redactor
conocía la historia de la guerra de los judíos contra Roma, - ¿cómo no alude a
los numerosos detalles que cuenta Flavio Josefo en su Historia de la Guerra de
los judíos, el De Bello ludaico?
2. Lo
central del vaticinio de Jesús es la destrucción de la ciudad santa y la
desaparición del Templo.
Este asunto
es central en el mensaje de Jesús, que anunció proféticamente tal
acontecimiento (Mc 13, 2; Jn 2, 10-20; Mt 24, 21, 6).
Además,
sabemos que Jesús mostró su desacuerdo con el Templo, de que sus dirigentes habían hecho una cueva de bandidos (Mt 22, 13; cf.
Jr1). Además, la Iglesia primitiva tuvo muy clara la convicción de
que Jesús había iniciado un nuevo culto.
La Iglesia no
dudó en aceptar como evangelio autentico el anuncio según el cual la
verdadera adoración a Dios no será el culto ligado a un edificio, a un templo
de piedra, sino el culto en espíritu y verdad (Jn 4, 21-23).
No es ya el
culto que se celebra en un sitio concreto, en este o en aquel (Jn 4, 23).
Los
expertos discuten en qué consiste el culto "en espíritu y
verdad". En cualquier caso, lo que está fuera de duda es que el
culto a Dios, según el texto de hebreos 2- 21-23, no es el culto de los
ceremoniales religiosos y de los rituales que celebran en sitios sagrados. No
es ciertamente el culto ritual, sino el culto vivencial, que presenta y
justifica la Carta a los Hebreos (Hb 8, 7-13; 9, 11-27).
Jesús no
ofreció a Dios un culto ritual, sino que se ofreció a sí mismo en su existencia
toda (A. Van hoye).
La conclusión
es clara: No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales
sacrificios son los que agradan a Dios (Hb 13, 16).
Por otra
parte -y esto es de extrema importancia- queda claro que Jesús amaba a su
pueblo, su capital, su Templo. Cuando un hombre, cabal e íntegro,
llora como un chiquillo por una causa concreta, es que esa causa le llega
al alma y le importa mucho. - ¿Qué nos dice esto? Por lo menos, una cosa
capital:
Jesús no
atacó a la religión de su pueblo, sino a la religión de los ritos, el culto de
los sacrificios sagrados, la religión de los sacerdotes sea de quien sea. Dios
no quiere esa mediación. La mediación para encontrar a Dios es la vida que
cada cual lleva, su honradez y su bondad.
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
santa Isabel de Hungría, que siendo casi
niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al
quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la
meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual
Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la
pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último
suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).
Biografía
A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los
catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de
Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años, el I de
noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los
altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una
fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas
maravillas de la gracia y de las virtudes.
Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la
había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo
tenía 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue
un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética
cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de
santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el
enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con
los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una
corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo,
tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan
bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que
expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza,
Justicia”.
Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la
convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don
sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven
duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal,
dueño de mi alma?”.
A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a
los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo,
muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando
quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no
soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos,
fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir
totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse,
en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a
las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.
Fuente: Arquidiócesis de Madrid
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