6 - DE NOVIEMBRE
– DOMINGO –
32 – SEMANA DEL T. O. – C
San Pedro Poveda Castroverde
Lectura del segundo libro de los
Macabeos (7,1-2.9-14):
En aquellos días,
sucedió que arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar
con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la
ley.
Uno de ellos habló en nombre de los demás:
«Qué pretendes sacar de nosotros?
Estamos dispuestos a morir antes que
quebrantar la ley de nuestros padres».
El segundo, estando a punto de morir, dijo:
«Tú, malvado, nos arrancas la vida presente;
pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para
una vida eterna».
Después se burlaron del tercero.
Cuando le pidieron que sacara la lengua, lo
hizo enseguida y presentó las manos con gran valor. Y habló dignamente:
«Del Cielo las recibí y por sus leyes las
desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios».
El rey y su corte se asombraron del valor
con que el joven despreciaba los tormentos.
Cuando murió este, torturaron de modo
semejante al cuarto. Y, cuando estaba a punto de morir, dijo:
«Vale la pena morir a manos de los hombres,
cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio,
no resucitarás para la vida».
Palabra de
Dios
Salmo: 16,1.5-6.8.15
R/. Al despertar me saciaré de
tu semblante, Señor.
V/. Señor, escucha mi apelación,
atiende a mis clamores,
presta oído a mi súplica,
que en mis labios no hay engaño. R/.
V/. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos.
Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;
inclina el oído y escucha mis palabras. R/.
V/. Guárdame como a las niñas de tus ojos,
a la sombra de tus alas escóndeme.
Yo con mi apelación vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante. R/.
Lectura de la segunda carta del
apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (2,16–3,5):
Hermanos:
Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y
Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y
una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda
clase de palabras y obras buenas.
Por lo demás, hermanos, orad por nosotros,
para que la palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada, como lo fue
entre vosotros, y para que nos veamos libres de la gente perversa y malvada,
porque la fe no es de todos.
El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os
librará del Maligno.
En cuanto a vosotros, estamos seguros en el Señor de que ya cumplís y
seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos mandado.
Que el Señor dirija vuestros corazones hacia
el amor de Dios y la paciencia en Cristo.
Palabra de
Dios
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (20,27-38):
En aquel tiempo,
se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y
preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno
se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como
esposa y de descendencia a su hermano.
Pues bien, había siete hermanos; el primero
se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así
los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la
mujer.
Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de
ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las
mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el
mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas
serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y
son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el
mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de
Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.
No es Dios de muertos, sino de vivos: porque
para él todos están vivos».
Palabra del
Señor
La
resurrección: ¿mito o realidad?
Antonio Ciseri, Martirio de los siete
hermanos Macabeos
El miércoles pasado hemos celebrado la
fiesta de los difuntos. Miles de personas habrán visitado los cementerios o, al
menos, los habrán recordado y asistido a la eucaristía. Pero las actitudes ante
la muerte habrán sido muy distintas: desde una gran fe en la resurrección hasta
la duda o incluso la negación. Las lecturas de este domingo nos ofrecen dos
actitudes muy distintas ante la esperanza de otra vida: la de quienes creen
firmemente en ella (los siete hermanos del libro de los Macabeos) y la de
quienes bromean sobre la cuestión (los saduceos).
Los israelitas y la fe en la
resurrección
En
contra de lo que muchos pueden pensar, el pueblo de Israel no tuvo en todos los
siglos antes de Jesús una idea clara de la resurrección. Más bien se daba por
supuesto que el hombre, cuando moría, descendía al Seol, donde llevaba una
forma de vida en la que no era posible la felicidad ni tenía lugar una visión
de Dios. La oración que pronuncia el piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.)
expresa muy bien la opinión tradicional (Isaías 38,18-19).
«El
Abismo no te da gracias, ni la Muerte te alaba,
ni
esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa.
Los
vivos, los vivos son los que te dan gracias, como yo ahora.»
Los judíos
comienzan a creer en la resurrección en los últimos siglos del Antiguo
Testamento; los testimonios más claros proceden del siglo II a.C., en el libro
de Daniel y en 2 Macabeos. Debió de contribuir mucho a implantar esta fe la
idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus mandamientos debían
recibir una recompensa en la otra vida. La última visión del libro de Daniel
termina con estas palabras:
«Muchos
de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para
ignominia perpetua» (Daniel 12,2).
Y, poco
después, el ángel dice a Daniel:
«Te alzarás a recibir tu destino al final de
los días» (Daniel 12,13).
Los que
se toman la resurrección en serio
El libro
segundo de los Macabeos contiene en el c.7 una leyenda sobre la muerte de siete
hermanos junto con su madre, en la que se afirma claramente la fe en la
resurrección. Un fragmento de ese capítulo constituye la primera lectura de
este domingo (2 Macabeos 7, 1-2. 9-14).
Los que
se toman la resurrección en broma
Esta fe en la
resurrección fue aceptada plenamente por los fariseos. En cambio, los saduceos
la rechazaban como novedad e intentan discutir sobre el tema con Jesús. Es lo
que nos cuenta hoy el evangelio de Lucas.
Los saduceos
Los saduceos
formaban uno de los grandes grupos religioso-políticos de la época de Jesús,
junto con los fariseos, los esenios y los sicarios. Su nombre deriva de Sadoc,
sumo sacerdote en tiempos de Salomón. Aunque el partido estaba compuesto en
gran parte por sacerdotes, también lo integraban seglares. Su rasgo más
destacado es que pertenecían a la aristocracia. Cuentan sobre todo con los
ricos; no tienen al pueblo de su parte. «Esta doctrina es profesada por pocos,
pero éstos son hombres de posición elevada» (Flavio Josefo, Antigüedades
de los Judíos XVIII, 1, 4).
Aparte de su
condición de aristócratas, otro rasgo característico es que únicamente
reconocían como vinculante la Torá escrita y rechazaban el conjunto de la
interpretación tradicional y su desarrollo ulterior a lo largo de los siglos,
«las tradiciones de los antepasados».
Es muy posible
que sólo considerasen el Pentateuco como texto canónico en el sentido
estricto.
Como
consecuencia de lo anterior, su visión religiosa era muy conservadora:
1)
negaban la resurrección de los cuerpos y cualquier tipo de supervivencia
personal;
2)
negaban la existencia de ángeles y espíritus;
3)
afirmaban que «el bien y el mal estaban al alcance de la elección del hombre y
que éste puede hacer lo uno o lo otro a voluntad»; en consecuencia, Dios no
ejerce influjo alguno en las acciones humanas y el hombre es él mismo causa de
su propia fortuna o desgracia.
Cuando
se acercan a Jesús no plantean los tres problemas, sólo el primero, a propósito
de la resurrección.
El argumento de los saduceos: la ley del levirato
El
argumento que aducen es muy simple; más que simple, irónico, basado en una ley
antigua. En Israel, como entre los asirios e hititas, se pretendía garantizar
la descendencia y la estabilidad de los bienes familiares mediante una ley que
se conoce con el nombre latino de «ley del levirato» (de levir,
«cuñado»), y dice así:
«Si
dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de
casa para casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con
ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el
nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel. Pero si
el cuñado se niega a casarse, la cuñada acudirá a las puertas, a los ancianos,
y declarará: 'Mi cuñado se niega a transmitir el nombre de su hermano en
Israel, no quiere cumplir conmigo su deber de cuñado'.
Los ancianos de la ciudad lo citarán
y procurarán convencerlo; pero si se empeña y dice que no quiere
tomarla, la cuñada se le acercará, en presencia de los ancianos, le quitará una
sandalia del pie, le escupirá en la cara y le responderá: 'Esto es lo que se
hace con un hombre que no edifica la casa de su hermano' Y en Israel le pondrán
por mote 'La casa del Sinsandalias" (Dt 25,5-10).
He citado toda
la ley por simple curiosidad. A los saduceos les basta la primera parte para
plantear un caso aparentemente insoluble. Parten de la idea, bastante extendida
entre los judíos de la época, de que la vida matrimonial continuaba después de
la resurrección. Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que
han tenido la misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteligente: no
niegan de entrada la resurrección, al contrario, parecen afirmarla («cuando
resuciten»); pero proponen una dificultad tan grande que el adversario puede
sentirse obligado a reconocer su derrota y negar esa resurrección.
La
respuesta de Jesús
En los
evangelios de Marcos y Mateo, la respuesta de Jesús comienza con un duro ataque
a los saduceos:
«Estáis equivocados, porque no conocéis las Escrituras ni el poder de
Dios».
Decirle a un
judío, sobre todo si es sacerdote, que no conoce las Escrituras ni el poder de
Dios es el mayor insulto que se le puede dirigir. Lucas omite esta frase y
Jesús se limita a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la
futura.
«En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos
de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se
casarán».
Los saduceos
entienden la vida futura como una reproducción literal de la presente (muchas
mujeres, y también muchos hombres, dirían que para eso no vale la pena
resucitar). Para Jesús, en cambio, las relaciones cambian por completo: varones
y mujeres serán «como ángeles de Dios».
Para comprender
esta comparación con los ángeles hay que tener en cuenta la mentalidad dualista
que reflejan algunos escritos judíos anteriores, como el Libro de Henoc.
En él se distinguen dos clases de seres: los carnales (los hombres) y los
espirituales (los ángeles). Los primeros necesitan casarse para garantizar la
procreación. Los segundos, no. A los primeros, Dios «les ha dado mujeres para
que las fecunden y tengan hijos y así no cese toda obra sobre la tierra». Y a
los ángeles se les dice:
«Vosotros fuisteis primero espirituales, con
una vida eterna, inmortal, por todas las generaciones del mundo. Por eso no os
he dado mujeres, porque la morada de los espirituales del cielo está en el
cielo» (Henoc 15,4-7).
En este texto,
la mujer es vista exclusivamente desde el punto de vista de la procreación, y
el matrimonio no tiene más fin que garantizar la supervivencia de la humanidad.
A la luz de
este texto, la comparación con los ángeles significa que la humanidad pasa a
una forma nueva de existencia, inmortal, en la que no es preciso seguir
procreando. De las palabras de Jesús no pueden sacarse más conclusiones sobre
la vida de los resucitados. El sólo pretende desvelar el equívoco en que se
mueven los saduceos y la mayoría de sus contemporáneos en este punto. Lo
curioso es que Jesús diga esto a un grupo religioso que tampoco cree en los
ángeles.
La
resurrección
Resuelta la
dificultad, pasa a demostrar el hecho de la resurrección. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección usando tres recursos:
1)
citas de la Escritura;
2)
relatos del AT de resurrección de muertos (los de Elías y Eliseo);
3)
argumentos de razón.
Jesús se limita al primer recurso
citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le revela en la zarza ardiente:
«Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y
el Dios de Jacob».
Conviene
recordar que estas palabras formaban parte de una de las dieciocho bendiciones
que todo judío piadoso rezaba tres veces al día. Por tanto, se trata de
palabras conocidas y repetidas continuamente por los saduceos, pero de las que
no extraen la consecuencia lógica:
«Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos».
A una
mentalidad crítica, esta argumentación puede resultarle de una debilidad
sorprendente. Sin embargo, no es tan débil. Más bien, deja clara la debilidad
del punto de vista de los saduceos, que confiesan una serie de cosas sin querer
aceptar las conclusiones. Desde el punto de vista de un debate teológico, es
más honesto negarlo todo que afirmar algo y negar lo que de ahí se deriva.
Años más
tarde, en algunos cristianos de Corinto se daba una actitud parecida a la de
los saduceos. Aceptaban y confesaban que Jesús había resucitado, pero negaban
que los demás fuésemos a resucitar. Se aceptaba el evangelio como algo válido
para esta vida, pero se negaba su promesa de otra vida definitiva. Esta
contradicción es la que ataca Jesús en los saduceos.
Si mi
interpretación es exacta, este texto no serviría para demostrarle a un ateo que
existe la resurrección. El texto se dirige más bien a gente de fe, como
nosotros, que dudan de sacar las consecuencias lógicas de esa fe que confiesan.
La convicción de Jesús
A lo largo de todo el evangelio, Jesús
manifiesta una certeza absoluta sobre la realidad de otra vida después de la
muerte. Es algo que le sale espontáneo, en las circunstancias más distintas. En
esa nueva vida se consigue la recompensa que Dios nos prepara, se justifican
los sacrificios, incluso de la vida, por difundir el evangelio, se enjugan las
lágrimas (como dirá el Apocalipsis). Nada de lo que dice y hace Jesús se
comprende sin ese convencimiento. Nosotros, que somos a menudo muy distintos,
debemos pedirle:
“Creo, Señor, pero aumenta nuestra fe”.
San Pedro Poveda Castroverde
San Pedro Poveda nació en Linares (Jaén) el 3 de
diciembre de 1874. Ordenado sacerdote, creó las Escuelas del Sagrado Corazón
para evangelizar a los pobres del barrio de las cuevas de Guadix y confió a
mujeres su proyecto educativo, fundando la Institución Teresiana.
Murió mártir
el 28 de julio de 1936.
Fecha de
canonización: 4 de mayo de 2003 por S.S. Juan Pablo II
Breve Biografía
Nacido en Linares (Jaén) en 1874 en el seno de una familia muy cristiana,
Pedro José Luis Francisco Javier Poveda Castroverde era el mayor de seis
hermanos. De temprana vocación sacerdotal, ingresa joven en el Seminario de
Jaén, aunque por motivos económicos se traslada con una beca al Seminario de
Guadix (Granada). Compagina los estudios eclesiásticos con los civiles. Fue
ordenado sacerdote en 1897 y, al tiempo que continúa sus estudios, da clases,
atiende catequesis, predica misiones populares, dirige a seminaristas… Su
preocupación por los niños que vivían en las Cuevas de Guadix le lleva a fundar
las Escuelas del Sagrado Corazón, donde ofrece enseñanza gratuita, alimento y
vestido a los más necesitados de esta zona suburbial de la ciudad.
En 1906 es nombrado canónigo de la Basílica de Covadonga (Asturias), donde
permanece hasta 1913. Allí, estudia la situación educativa de la España de
principios de siglo, pensando qué respuesta puede dar desde el humanismo
cristiano para la educación de los niños y la formación de los educadores en el
momento histórico que le toca vivir. Así, en 1911 funda en Oviedo la primera
Academia de la Institución Teresiana. En 1913 regresa a Jaén, donde conocerá a
Josefa Segovia, quien será su fiel colaboradora y cofundadora de la Institución.
En 1921 las Academias, Centros de formación de educadores, cuyo campo principal
de actuación será la escuela pública, estaban en doce poblaciones de
importancia. En 1917 la Institución Teresiana obtiene la aprobación
eclesiástica y civil en Jaén, y en 1924 la aprobación pontificia como Pía
Unión.
El Padre Poveda se traslada a Madrid en 1921, al ser nombrado Capellán de la
Casa Real. Sigue trabajando en la consolidación y expansión de la Institución
Teresiana, participa en la fundación de la FAE (Federación de Amigos de la
Enseñanza), y colabora con proyectos e instituciones a favor del profesorado
católico. El 27 de julio de 1936 es detenido en su casa de Madrid. Muere
mártir, como sacerdote de Jesucristo, el 28 de julio de 1936.
¿Cuáles son los rasgos personales del Padre Poveda?
Convencido de que la fuerza del Evangelio puede transformar la realidad, se
preocupa por la formación de la persona humana y promueve la educación como
medio de transformación social. Su contacto con realidades de pobreza, hambre,
enfermedad, paro, e injusticia, en su infancia, le lleva a luchar contra ello y
a trabajar por la dignidad humana mediante la formación de las clases
populares; confía en la capacidad de la juventud para transformar el mundo;
reclama y promueve la presencia de la mujer en el campo de la educación, de la
ciencia, de la investigación. Le preocupa la actualización pedagógica del
profesorado, la asociación profesional de los maestros y su promoción social,
así como su compromiso con la realidad desde su ser creyente. Humanista y
pedagogo, educador de educadores, impulsor del laicado, maestro de oración,
hombre de paz, audaz y solidario con los más desfavorecidos, creyó que la
renovación de la educación, de la cultura y de las relaciones entre los hombres
eran posibles desde la fe.
Sacrificado y paciente, manso y humilde, sencillo, afable y respetuoso, de
fino sentido del humor y gran fortaleza interior. Con una entrega entusiasta a
Dios, gran devoción a la Virgen, y filial amor a la Iglesia. Austero para sí y
tolerante con todo excepto con el pecado. El trabajo, la oración, el estudio,
el amor entregado a los demás, el hacer la voluntad de Dios, fueron constantes
en su vida. Poveda es ante todo sacerdote y apóstol de Jesucristo. Y la
Eucaristía, el centro de su existir. Testigo fiel, acaba dando la vida en
testimonio de su fe. Su grandeza se basa en la coherencia de su vida con el
Evangelio, en la intuición de los signos de su tiempo y en la radicalidad de su
entrega a Dios, a los hombres y al mundo que le tocó vivir.
Fue beatificado por S.S. Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993 y canonizado
el 4 de mayo de 2003.
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