viernes, 4 de noviembre de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 6 - DE NOVIEMBRE – DOMINGO – 32 – SEMANA DEL T. O. – C San Pedro Poveda Castroverde

 

 


6 - DE NOVIEMBRE – DOMINGO –

 32 – SEMANA DEL T. O. – C

San Pedro Poveda Castroverde

 

     Lectura del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.9-14):

 

En aquellos días, sucedió que arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley.

Uno de ellos habló en nombre de los demás:

«Qué pretendes sacar de nosotros?

Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres».

El segundo, estando a punto de morir, dijo:

«Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna».

Después se burlaron del tercero.

Cuando le pidieron que sacara la lengua, lo hizo enseguida y presentó las manos con gran valor. Y habló dignamente:

«Del Cielo las recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios».

El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos.

Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba a punto de morir, dijo:

«Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 16,1.5-6.8.15

 

     R/. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

 

V/. Señor, escucha mi apelación,

atiende a mis clamores,

presta oído a mi súplica,

que en mis labios no hay engaño. R/.

 

V/. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,

y no vacilaron mis pasos.

Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;

inclina el oído y escucha mis palabras. R/.

 

V/. Guárdame como a las niñas de tus ojos,

a la sombra de tus alas escóndeme.

Yo con mi apelación vengo a tu presencia,

y al despertar me saciaré de tu semblante. R/.

 

     Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (2,16–3,5):

 

Hermanos:

Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas.

Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada, como lo fue entre vosotros, y para que nos veamos libres de la gente perversa y malvada, porque la fe no es de todos.

El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno.

En cuanto a vosotros, estamos seguros en el Señor de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos mandado.

Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo.

 

Palabra de Dios

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-38):

 

En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:

«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano.

Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer.

Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».

Jesús les dijo:

«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.

Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.

No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

 

Palabra del Señor

 

La resurrección: ¿mito o realidad?

 

Antonio Ciseri, Martirio de los siete hermanos Macabeos

 

El miércoles pasado hemos celebrado la fiesta de los difuntos. Miles de personas habrán visitado los cementerios o, al menos, los habrán recordado y asistido a la eucaristía. Pero las actitudes ante la muerte habrán sido muy distintas: desde una gran fe en la resurrección hasta la duda o incluso la negación. Las lecturas de este domingo nos ofrecen dos actitudes muy distintas ante la esperanza de otra vida: la de quienes creen firmemente en ella (los siete hermanos del libro de los Macabeos) y la de quienes bromean sobre la cuestión (los saduceos).

 

Los israelitas y la fe en la resurrección

 

En contra de lo que muchos pueden pensar, el pueblo de Israel no tuvo en todos los siglos antes de Jesús una idea clara de la resurrección. Más bien se daba por supuesto que el hombre, cuando moría, descendía al Seol, donde llevaba una forma de vida en la que no era posible la felicidad ni tenía lugar una visión de Dios. La oración que pronuncia el piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.) expresa muy bien la opinión tradicional (Isaías 38,18-19).

 

            «El Abismo no te da gracias, ni la Muerte te alaba,

            ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa.

            Los vivos, los vivos son los que te dan gracias, como yo ahora.»

 

Los judíos comienzan a creer en la resurrección en los últimos siglos del Antiguo Testamento; los testimonios más claros proceden del siglo II a.C., en el libro de Daniel y en 2 Macabeos. Debió de contri­buir mucho a implantar esta fe la idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus manda­mientos debían recibir una recompensa en la otra vida. La última visión del libro de Daniel termina con estas palabras:

«Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua» (Daniel 12,2).

Y, poco después, el ángel dice a Daniel:

 «Te alzarás a recibir tu destino al final de los días» (Daniel 12,13).

 

Los que se toman la resurrección en serio

 

El libro segundo de los Macabeos contiene en el c.7 una leyenda sobre la muerte de siete hermanos junto con su madre, en la que se afirma claramente la fe en la resurrección. Un fragmento de ese capítulo constituye la primera lectura de este domingo (2 Macabeos 7, 1-2. 9-14).

 

Los que se toman la resurrección en broma

 

Esta fe en la resurrección fue aceptada plenamente por los fariseos. En cambio, los saduceos la rechazaban como novedad e intentan discutir sobre el tema con Jesús. Es lo que nos cuenta hoy el evangelio de Lucas.

 

Los saduceos

 

Los saduceos formaban uno de los grandes grupos religioso-políticos de la época de Jesús, junto con los fariseos, los esenios y los sicarios. Su nombre deriva de Sadoc, sumo sacerdote en tiempos de Salomón. Aunque el partido estaba compuesto en gran parte por sacerdotes, también lo integraban seglares. Su rasgo más destacado es que pertenecían a la aristocracia. Cuentan sobre todo con los ricos; no tienen al pueblo de su parte. «Esta doctrina es profesada por pocos, pero éstos son hombres de posición elevada» (Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos XVIII, 1, 4).  

Aparte de su condición de aristócratas, otro rasgo característico es que únicamente reconocían como vinculante la Torá escrita y rechazaban el conjunto de la interpretación tradicional y su desarrollo ulterior a lo largo de los siglos, «las tradiciones de los antepasados».

Es muy posible que sólo considerasen el Penta­teuco como texto canónico en el sentido estricto.

Como consecuencia de lo anterior, su visión religiosa era muy conservadora:

            1) negaban la resurrección de los cuerpos y cual­quier tipo de supervivencia personal;

            2) negaban la existencia de ángeles y espíritus;

            3) afirmaban que «el bien y el mal estaban al alcance de la elección del hombre y que éste puede hacer lo uno o lo otro a voluntad»; en consecuencia, Dios no ejerce influjo alguno en las acciones humanas y el hombre es él mismo causa de su propia fortuna o desgracia.

Cuando se acercan a Jesús no plantean los tres problemas, sólo el primero, a propósito de la resurrección.

 

El argumento de los saduceos: la ley del levirato           

 

El argumento que aducen es muy simple; más que simple, irónico, basado en una ley antigua. En Israel, como entre los asirios e hititas, se pretendía garantizar la descendencia y la estabilidad de los bienes familiares mediante una ley que se conoce con el nombre latino de «ley del levirato» (de levir, «cuñado»), y dice así:

 

            «Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel. Pero si el cuñado se niega a casarse, la cuñada acudirá a las puertas, a los ancianos, y declarará: 'Mi cuñado se niega a transmitir el nombre de su hermano en Israel, no quiere cumplir conmigo su deber de cuñado'.

Los ancianos de la ciudad lo citarán y procurarán convencerlo; pero si se empeña y dice que no quiere tomarla, la cuñada se le acercará, en presencia de los ancianos, le quitará una sandalia del pie, le escupirá en la cara y le responderá: 'Esto es lo que se hace con un hombre que no edifica la casa de su hermano' Y en Israel le pondrán por mote 'La casa del Sinsandalias" (Dt 25,5-10).

 

He citado toda la ley por simple curiosidad. A los saduceos les basta la primera parte para plantear un caso aparentemente insoluble. Parten de la idea, bastante extendida entre los judíos de la época, de que la vida matrimonial continuaba después de la resurrección. Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que han tenido la misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteli­gente: no niegan de entrada la resurrec­ción, al contrario, parecen afirmar­la («cuando resuci­ten»); pero proponen una difi­cultad tan grande que el adversario puede sentirse obligado a reconocer su derrota y negar esa resurrección.

 

La respuesta de Jesús

 

En los evangelios de Marcos y Mateo, la respuesta de Jesús comienza con un duro ataque a los saduceos:

«Estáis equivocados, porque no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios».

 

Decirle a un judío, sobre todo si es sacerdote, que no conoce las Escrituras ni el poder de Dios es el mayor insulto que se le puede dirigir. Lucas omite esta frase y Jesús se limita a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la futura.

«En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán». 

 

Los saduceos entienden la vida futura como una reproducción literal de la presente (muchas mujeres, y también muchos hombres, dirían que para eso no vale la pena resucitar). Para Jesús, en cambio, las relaciones cambian por completo: varones y mujeres serán «como ángeles de Dios».

Para comprender esta comparación con los ángeles hay que tener en cuenta la mentalidad dualista que reflejan algunos escritos judíos anteriores, como el Libro de Henoc. En él se distinguen dos clases de seres: los carnales (los hombres) y los espirituales (los ángeles). Los primeros necesitan casarse para garantizar la procreación. Los segundos, no. A los primeros, Dios «les ha dado mujeres para que las fecunden y tengan hijos y así no cese toda obra sobre la tierra». Y a los ángeles se les dice:

 «Voso­tros fuisteis primero espirituales, con una vida eterna, inmor­tal, por todas las generaciones del mundo. Por eso no os he dado mujeres, porque la morada de los espirituales del cielo está en el cielo» (Henoc 15,4-7).

 

En este texto, la mujer es vista exclusivamente desde el punto de vista de la procreación, y el matrimonio no tiene más fin que garantizar la supervivencia de la humanidad.

A la luz de este texto, la comparación con los ángeles significa que la humanidad pasa a una forma nueva de existen­cia, inmortal, en la que no es preciso seguir procreando. De las palabras de Jesús no pueden sacarse más conclusiones sobre la vida de los resucitados. El sólo pretende desvelar el equívoco en que se mueven los saduceos y la mayoría de sus contemporáneos en este punto. Lo curioso es que Jesús diga esto a un grupo religioso que tampoco cree en los ángeles.

 

La resurrección

 

Resuelta la dificultad, pasa a demostrar el hecho de la resurrección. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección usando tres recursos:

            1) citas de la Escritura;

            2) relatos del AT de resurrección de muer­tos (los de Elías y Eliseo);

            3) argumentos de razón.

 

Jesús se limita al primer recurso citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le revela en la zarza ardiente:

«Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob».

 

Conviene recordar que estas palabras formaban parte de una de las dieciocho bendiciones que todo judío piadoso rezaba tres veces al día. Por tanto, se trata de palabras conoci­das y repetidas continuamente por los saduceos, pero de las que no extraen la consecuencia lógica:

«Dios no es un Dios de muer­tos, sino de vivos».

 

A una mentalidad crítica, esta argumen­tación puede resultarle de una debilidad sorprendente. Sin embargo, no es tan débil. Más bien, deja clara la debilidad del punto de vista de los saduceos, que confiesan una serie de cosas sin querer aceptar las conclusiones. Desde el punto de vista de un debate teológico, es más honesto negarlo todo que afirmar algo y negar lo que de ahí se deriva.

Años más tarde, en algunos cristianos de Corinto se daba una actitud parecida a la de los saduceos. Aceptaban y confesaban que Jesús había resucitado, pero negaban que los demás fuésemos a resucitar. Se aceptaba el evangelio como algo válido para esta vida, pero se negaba su promesa de otra vida definitiva. Esta contradicción es la que ataca Jesús en los saduceos.

Si mi interpretación es exacta, este texto no serviría para demostrarle a un ateo que existe la resurrección. El texto se dirige más bien a gente de fe, como nosotros, que dudan de sacar las consecuencias lógicas de esa fe que confiesan.

 

La convicción de Jesús

 

     A lo largo de todo el evangelio, Jesús manifiesta una certeza absoluta sobre la realidad de otra vida después de la muerte. Es algo que le sale espontáneo, en las circunstancias más distintas. En esa nueva vida se consigue la recompensa que Dios nos prepara, se justifican los sacrificios, incluso de la vida, por difundir el evangelio, se enjugan las lágrimas (como dirá el Apocalipsis). Nada de lo que dice y hace Jesús se comprende sin ese convencimiento. Nosotros, que somos a menudo muy distintos, debemos pedirle:

“Creo, Señor, pero aumenta nuestra fe”.

 

San Pedro Poveda Castroverde

       San Pedro Poveda nació en Linares (Jaén) el 3 de diciembre de 1874. Ordenado sacerdote, creó las Escuelas del Sagrado Corazón para evangelizar a los pobres del barrio de las cuevas de Guadix y confió a mujeres su proyecto educativo, fundando la Institución Teresiana.

Murió mártir el 28 de julio de 1936.

Fecha de canonización: 4 de mayo de 2003 por S.S. Juan Pablo II

 

Breve Biografía

Nacido en Linares (Jaén) en 1874 en el seno de una familia muy cristiana, Pedro José Luis Francisco Javier Poveda Castroverde era el mayor de seis hermanos. De temprana vocación sacerdotal, ingresa joven en el Seminario de Jaén, aunque por motivos económicos se traslada con una beca al Seminario de Guadix (Granada). Compagina los estudios eclesiásticos con los civiles. Fue ordenado sacerdote en 1897 y, al tiempo que continúa sus estudios, da clases, atiende catequesis, predica misiones populares, dirige a seminaristas… Su preocupación por los niños que vivían en las Cuevas de Guadix le lleva a fundar las Escuelas del Sagrado Corazón, donde ofrece enseñanza gratuita, alimento y vestido a los más necesitados de esta zona suburbial de la ciudad.

En 1906 es nombrado canónigo de la Basílica de Covadonga (Asturias), donde permanece hasta 1913. Allí, estudia la situación educativa de la España de principios de siglo, pensando qué respuesta puede dar desde el humanismo cristiano para la educación de los niños y la formación de los educadores en el momento histórico que le toca vivir. Así, en 1911 funda en Oviedo la primera Academia de la Institución Teresiana. En 1913 regresa a Jaén, donde conocerá a Josefa Segovia, quien será su fiel colaboradora y cofundadora de la Institución. En 1921 las Academias, Centros de formación de educadores, cuyo campo principal de actuación será la escuela pública, estaban en doce poblaciones de importancia. En 1917 la Institución Teresiana obtiene la aprobación eclesiástica y civil en Jaén, y en 1924 la aprobación pontificia como Pía Unión.

El Padre Poveda se traslada a Madrid en 1921, al ser nombrado Capellán de la Casa Real. Sigue trabajando en la consolidación y expansión de la Institución Teresiana, participa en la fundación de la FAE (Federación de Amigos de la Enseñanza), y colabora con proyectos e instituciones a favor del profesorado católico. El 27 de julio de 1936 es detenido en su casa de Madrid. Muere mártir, como sacerdote de Jesucristo, el 28 de julio de 1936.

 

¿Cuáles son los rasgos personales del Padre Poveda?

 

Convencido de que la fuerza del Evangelio puede transformar la realidad, se preocupa por la formación de la persona humana y promueve la educación como medio de transformación social. Su contacto con realidades de pobreza, hambre, enfermedad, paro, e injusticia, en su infancia, le lleva a luchar contra ello y a trabajar por la dignidad humana mediante la formación de las clases populares; confía en la capacidad de la juventud para transformar el mundo; reclama y promueve la presencia de la mujer en el campo de la educación, de la ciencia, de la investigación. Le preocupa la actualización pedagógica del profesorado, la asociación profesional de los maestros y su promoción social, así como su compromiso con la realidad desde su ser creyente. Humanista y pedagogo, educador de educadores, impulsor del laicado, maestro de oración, hombre de paz, audaz y solidario con los más desfavorecidos, creyó que la renovación de la educación, de la cultura y de las relaciones entre los hombres eran posibles desde la fe.

 

Sacrificado y paciente, manso y humilde, sencillo, afable y respetuoso, de fino sentido del humor y gran fortaleza interior. Con una entrega entusiasta a Dios, gran devoción a la Virgen, y filial amor a la Iglesia. Austero para sí y tolerante con todo excepto con el pecado. El trabajo, la oración, el estudio, el amor entregado a los demás, el hacer la voluntad de Dios, fueron constantes en su vida. Poveda es ante todo sacerdote y apóstol de Jesucristo. Y la Eucaristía, el centro de su existir. Testigo fiel, acaba dando la vida en testimonio de su fe. Su grandeza se basa en la coherencia de su vida con el Evangelio, en la intuición de los signos de su tiempo y en la radicalidad de su entrega a Dios, a los hombres y al mundo que le tocó vivir.

Fue beatificado por S.S. Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993 y canonizado el 4 de mayo de 2003.

 

 

 

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