5 – DE ABRIL
–
MIERCOLES
SANTO – A
San Vicente Ferrer
Lectura del libro de IsaIas (50,4-9a):
Mi Señor me ha
dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de
aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a
los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el
rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los
ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría
defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí?
Comparezcamos juntos.
¿Quién tiene algo contra mí? Que se me
acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Palabra de Dios
Salmo: 68,8-10.21-22.31.33-34
R/. Señor, que me escuche tu gran bondad el
día de tu favor
Por ti he
aguantado afrentas,
la vergüenza cubrió mi rostro.
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi madre;
porque me devora el celo de tu templo,
y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. R/.
La afrenta me
destroza el corazón, y desfallezco.
Espero compasión, y no la hay;
consoladores, y no los encuentro.
En mi comida me echaron hiel,
para mi sed me dieron vinagre. R/.
Alabaré el
nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de gracias.
Miradlo, los humildes, y alegraos,
buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos. R/.
Lectura del santo evangelio segun san Mateo
(26,14-25):
En aquel
tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, a los sumos sacerdotes y les
propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
Ellos se ajustaron con él en treinta
monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron
los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la
cena de Pascua?»
Él contestó:
«ld a la ciudad, a casa de Fulano, y
decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua
en tu casa con mis discípulos."»
Los discípulos cumplieron las
instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa
con los Doce.
Mientras comían dijo:
«Os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar.»
Ellos, consternados, se pusieron a
preguntarle uno tras otro:
«¿Soy yo acaso, Señor?»
Él respondió:
«El que ha mojado en la misma fuente que
yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él;
pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber
nacido.»
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a
entregar:
«¿Soy yo acaso, Maestro?»
Él respondió:
«Tú lo has dicho.»
Palabra del Señor
1. Es evidente que este
relato, en vísperas del Jueves Santo, centra la atención de los cristianos en
la figura de Judas. Sobre este personaje se ha discutido mucho: - ¿quién era? -
¿Por qué lo eligió Jesús como uno de los Doce? - ¿Cómo lo trató Jesús? - ¿Por
qué traicionó a Jesús? -¿Por qué los evangelios destacan tanto a este extraño
personaje?
Las ideas de los antiguos padres de la
Iglesia, de la teología protestante y de la teología católica son muy
diferentes (cf. Ulrich Luz).
2. Si nos atenemos solo a
aclarar estas preguntas, lo más seguro es que no lleguemos al fondo del
problema que plantean a la Iglesia y a cada cristiano en concreto.
¿En qué consiste ese problema?
Lo más claro que hay en el "caso
Judas", es el hecho de que, entre los elegidos de Jesús y sus más cercanos
amigos (Jn, 15, 14-16), entre los que habitualmente están con él (Mc 3, 13) y
los que figuran investidos de "autoridad" (Mc 3, 15; Mt 10, 1),
destinados a representar la totalidad de los escogidos de Dios (Mt 19, 28 par),
ahí, en ese núcleo de los más representativos, hay cobardes (caso de Pedro) y
hay traidores (caso de Judas). Esto —por lo menos esto— es lo que la Iglesia
primitiva tuvo muy claro y clavado en el alma.
3. En realidad, lo que allí
ocurrió es que Pedro, al negar su relación con Jesús, lo que hizo fue negar su
fe, su amistad, su cercanía a Jesús. Y Judas fue sencillamente un ladrón
codicioso, un falso amigo, un hipócrita, un hombre falso y del que nadie se
podría fiar.
Por diversos motivos, lo mismo para
Judas que para Pedro, el propio interés se antepuso a la fidelidad y al
seguimiento de Jesús. Esto es algo que la Iglesia ha de tener siempre presente.
Porque, desde sus orígenes, lo consideró muy preocupante. Y
preocupante ha sido y lo es hasta el día de hoy.
La pregunta "¿Acaso soy yo,
Señor?" debería estar clavada en el alma de cada creyente. Y de forma muy
intensa y especial en quienes ocupan cargos de gobierno en la Iglesia.
4.
Quizás el Miércoles de Ceniza se nos antojaba la Cuaresma como un tiempo
excesivamente largo; puede que hoy, ya introducidos en la Semana Santa,
tengamos la sensación de que no la hemos vivido intensamente. Pero, como los
apóstoles, podemos preguntar al Señor: «¿Dónde quieres que te preparemos la
cena de Pascua?» Siempre podemos volver la mirada y el corazón hacia Cristo,
seguros de que nunca es tarde para alcanzar su misericordia. La sencilla
colaboración de los apóstoles, querida por Jesús, nos anima a poner algo de
nuestra parte para las celebraciones de estos días. Yo no dejo de sorprenderme
por los feligreses de la parroquia que, cada año, con cariño y buen gusto,
ornamentan el templo para las diversas celebraciones y preparan la liturgia y
los cantos. Su gesto siempre despierta en mí el deseo de disponerme
interiormente con su misma ilusión y entrega.
Por otra parte, Judas tiene sus propios
planes. En vez de acoger el don de Jesús, busca qué puede obtener si lo
entrega. Sin llegar a su extremo, ese dilema puede aparecer en nuestra vida. De
ahí que no podamos dejar de plantearnos la pregunta de los discípulos a Jesús
cuando les anunció que uno lo iba a traicionar: «¿Soy yo acaso, Señor?» El
comportamiento de Judas nos recuerda nuestra debilidad: que somos asediados por
la tentación y que necesitamos de la ayuda constante de la gracia para
permanecer fieles.
San Vicente Ferrer
San Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, que, de origen
español, recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente, solícito por
la paz y la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el
Evangelio de la penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, de la
Bretaña Menor, en Francia, entregó su espíritu a Dios.
Vida de San Vicente Ferrer
Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy
pequeñito una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran
amor por los pobres. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la familia
acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los
necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de
la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas
costumbres las ejercitó durante toda su vida.
Se hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran
inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y,
además, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa
conducta se enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le
inventaron terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo
fuerte para soportar las pruebas que le iban a llegar después.
Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad
estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no
llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche
llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento,
el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía
estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al
día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el
predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar
desórdenes.
Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida
entre dos Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a
punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo,
acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de
dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud
En adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de
Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente,
con enormes frutos espirituales.
Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de
10.000 judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable
porque no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un
musulmán.
Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba.
Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los
templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y
su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las
Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se
cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan
propios para esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a
cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en
persona.
Antes de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia
de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en
el puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a
otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en
un burrito).
En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los
oídos y componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a
San Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores.
Y su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz
llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de
pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de
tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se
abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo
tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a
los penitentes arrepentidos. Hasta 15.000 personas se reunían en los campos
abiertos, para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de
hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo
Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la
Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a
donde el santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y
con su buen ejemplo conmovían a los demás.
Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su
hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes,
rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y
tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada
penetrante que llegaba hasta el alma.
Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se
disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y
las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban
demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte
su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo,
las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que
obtenían al oírle sus sermones.
Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos
males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión
y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la
grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía
en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del
Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con
tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su
sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios
que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del
Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro
del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El
repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo
conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras"
(Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se
conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el
bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la
eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de
ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba
su lengua materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros
países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio
idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de
Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego,
las gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio
idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran
popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas
partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de
pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de
pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos.
Grandes ante la gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la
presencia de Dios que todo lo sabe.
Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al
sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se
transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la
emoción de sus primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía
viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era
contagioso. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de
abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el
Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un
frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a
insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el
otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente"
producía efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al
marido, no había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a
esta bella costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce
la pelea no es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se
responde.
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