21 – DE ABRIL
– VIERNES –
2 - SEMANA DE
PASCUA – A
San Anselmo de Canterbury
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (5,34-42):
En
aquellos días, un fariseo llamado Gamaliel, doctor de la ley, respetado por
todo el pueblo, se levantó en el Sanedrín, mandó que sacaran fuera un momento a
los apóstoles y dijo:
«Israelitas,
pensad bien lo que vais a hacer con esos hombres. Hace algún tiempo se levantó
Teudas, dándoselas de hombre importante, y se le juntaron unos cuatrocientos
hombres. Fue ejecutado, se dispersaron todos sus secuaces y todo acabó en nada.
Más
tarde, en los días del censo, surgió Judas el Galileo, arrastrando detrás de sí
gente del pueblo; también pereció, y se disgregaron todos sus secuaces.
En
el caso presente, os digo: no os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea
y su actividad son cosa de hombres, se disolverá; pero, si es cosa de Dios, no
lograréis destruirlos, y os expondríais a luchar contra Dios».
Le
dieron la razón y, habiendo llamado a los apóstoles, los azotaron, les
prohibieron hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron
del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre. Ningún
día dejaban de enseñar, en el templo y por las casas, anunciando la buena
noticia acerca del Mesías Jesús.
Palabra de Dios
Salmo: 26,1.4.13-14
R/. Una cosa pido al Señor: habitar en su casa
El
Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de
mi vida,
¿quién me hará
temblar? R/.
Una
cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del
Señor,
contemplando su
templo. R/.
Espero
gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé
valiente,
ten ánimo, espera en el
Señor. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,1-15):
En
aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea, o de
Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con
los enfermos.
Subió
Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba
cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al
ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
«¿Con
qué compraremos panes para que coman estos?».
Lo
decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe
le contestó:
«Doscientos
denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Uno
de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
«Aquí
hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso
para tantos?».
Jesús
dijo:
«Decid
a la gente que se siente en el suelo».
Había mucha hierba en
aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil.
Jesús
tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban
sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando
se saciaron, dice a sus discípulos:
«Recoged los pedazos que
han sobrado; que nada se pierda».
Los
recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de
cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo
que había hecho, decía:
«Este
es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo».
Jesús,
sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la
montaña él solo.
Palabra del Señor
1. Lo más seguro es que, cuando se escribió el evangelio de
Juan, la multiplicación de los panes estaba ya relatada por escrito, por lo
menos, cinco veces (Mc 6, 33-46; 8, 1-9; Mt 14, 18-23; 15, 32-39; Lc 9, 10-17). Por eso cabe
decir que, si el IV evangelio relata una vez más este episodio, sin duda lo
hace porque quiere que los cristianos caigan en la cuenta (o se enteren) de algo que no
está dicho en los otros relatos y que es importante. - ¿De qué se
trata?
2. La multiplicación de los panes le sirve a Juan para
introducir el capítulo que dedica al pan del cielo y a la eucaristía. Pero, en
el relato de los panes, Juan señala un detalle que puede pasar inadvertido, pero
que es de importancia.
Se trata de que este hecho singular ocurrió cuando estaba cerca la Pascua,
la fiesta de los judíos. Esta fiesta era la más importante de la religión de
Israel. Porque conmemoraba el acontecimiento de la liberación de Egipto.
Los israelitas tenían la obligación de subir a Jerusalén para matar el
cordero en el Templo y participar en los ceremoniales religiosos, que duraban siete días.
3. El evangelio de Juan señala que, cuando llega la Pascua, la
fiesta religiosa más importante de aquel pueblo, Jesús no sube a Jerusalén, no
va al Templo, no participa en los ritos religiosos de su nación. Jesús se queda en
Galilea, con los pobres, en el campo, en medio de la pobre gente que solo tiene
panes de cebada, el pan de los necesitados, y además lo tiene
escaso. Y, así las cosas, la gran fiesta religiosa, para Jesús, es
que los hambrientos coman hasta saciarse.
Jesús "seculariza" la religión: la hace menos sagrada y menos
solemne, pero más humana. Según Jesús, cuanto más humano es algo,
por eso mismo es más divino.
San Anselmo de Canterbury
Fue predicador y
reformador de la vida monástica. Es cierto que los normandos oprimieron a
Inglaterra; pero con ellos llegaron al país algunos de sus hombres de Iglesia y
de Estado más eminentes. Entre ellos, están dos arzobispos de Canterbury: Lanfranco
y su sucesor inmediato, San Anselmo. Este nació de noble familia en Aosta
del Piamonte hacia el año 1033. De jovencito fue encomendado a un profesor muy
riguroso, regañón y humillante y el niño empezó a perder la alegría y a
volverse demasiado tímido y retraído. Entonces lo llevaron a los
Padres Benedictinos y estos por medio de la bondad y de la alegría lo
transformaron en un estudiante alegre y entusiasta. Todos los ratos
libres los dedicaba a estudiar y a escribir. Más tarde Anselmo
diría: "Mis progresos espirituales, después de Dios y de mi madre,
los debo a haber tenido unos excelentes profesores en mi niñez, los Padres
Benedictinos".
A los 15 años
intentó ingresar en un monasterio, pero el abad, sabiendo que el padre de
Anselmo, Gandulfo, se oponía a ello, no quiso admitirle. Mientras el papá
lo animaba a ser un triunfador en el mundo, la madre le mostraba el cielo
azul y le decía: allá arriba empieza el verdadero reino de Dios. El papá
lo llevaba a fiestas y a torneos. Pero, aunque Anselmo participaba
con mucho entusiasmo, después de cada fiesta mundana sentía su alma llena de
tristeza y desilusión. Y exclamó: "El navío de mi corazón pierde el
timón en cada fiesta y se deja llevar por las olas de la
perdición". Entonces, Anselmo se fue inclinando más a ganarse el
cielo que las glorias humanas.
Anselmo olvidó
durante algún tiempo su vocación, descuidó la práctica religiosa y vivió una
vida mundana de la que no dejó de arrepentirse más tarde hasta el último día de
su vida. Anselmo no se entendía con su padre. Tan severo era
éste, que Anselmo no tuvo más remedio que abandonar la casa paterna, después de
la muerte de su madre, para proseguir sus estudios en Borgoña. Tres años
más tarde, pasó a Bec, en Normandía, atraído por la fama del gran abad
Lanfranco. A los veintisiete años, en 1060, Anselmo ingresó en el
monasterio de Bec, donde se convirtió en discípulo y gran amigo de Lanfranco. Este
fue nombrado abad de San Esteban de Caen, tres años más tarde y Anselmo pasó a
ser el prior de Bec. Algunos monjes murmuraron contra la elección de
Anselmo, quien era todavía muy joven; pero su paciencia y bondad acabaron por
ganarle los ánimos de sus más acerbos críticos. Entre éstos se
contaba un joven muy rebelde, llamado Osberno, a quien San Anselmo convirtió
poco a poco a la observancia y asistió tiernamente en su última
enfermedad.
San Anselmo
era gran devoto de la Virgen María y decía que no hay criatura tan
sublime y tan perfecta como ella y que en santidad sólo la supera Dios.
San Anselmo fue sin duda el mayor teólogo de su tiempo y el
"padre de la escolástica". Como tal, es precursor de Santo Tomás
de Aquino. La Iglesia no había tenido un metafísico de su talla desde la época
de San Agustín. Al mismo tiempo su piedad permitía que Dios lo orientara
hacia la Verdad Suprema. Con corazón e inteligencia se acercó a los
misterios cristianos: "Haz, te lo ruego, Señor que yo sienta con el corazón
lo que toco con la inteligencia".
"Es necesario,
decía él, impregnar cada vez más nuestra fe de inteligencia, en espera de
la visión beatífica". Sus obras filosóficas, como sus
meditaciones sobre la Redención, provenían del vivo impulso del corazón y de la
inteligencia.
Siendo todavía prior de Bec, compuso sus dos obras más conocidas que
ayudaron a integrar la filosofía y la teología: El Monologium, (modo de
meditar sobre las razones de la fe", en el que daba las pruebas
metafísicas de la existencia y la naturaleza de Dios, y
el Proslogium (la fe que busca la inteligencia) o contemplación
de los atributos de Dios. Igualmente compuso los
tratados de la verdad, la libertad, el origen del mal y el arte de razonar,
llegando así a ser uno de los autores más leídos en la Iglesia
Católica. Durante siglos los maestros de teología han leído y citado las
enseñanzas de este gran sabio.
Eadmero, un monje
inglés, discípulo y biógrafo de Anselmo, cuenta que tenía éste un método muy
personal de instruir, empleando comparaciones muy conocidas, de suerte que aun
la gente más sencilla podía entenderle. A un abad que se quejaba del pobre
fruto de sus esfuerzos pedagógicos, dijo San Anselmo: "Si plantas un árbol
en tu huerto y lo cercas por todos lados, de suerte que no pueda extender sus
ramas, tendrás al cabo de un tiempo un árbol inútil de ramas torcidas… Pues así
es como tratas a tus hijos, con amenazas y golpes y privándoles del privilegio
de la libertad". Al mismo tiempo, nadie como San Anselmo insistía en
la importancia de buscar la verdad y ser fiel a ella.
San Anselmo fue un hombre de singular encanto. Su simpatía y
sinceridad le ganaron el afecto de hombres de todas clases y nacionalidades. La
caridad del santo se extendía aun a los más humildes de sus
fieles. Él fue uno de los primeros que se opusieron a la
esclavitud. En el concilio nacional de Westminister, que reunió en
1102 para resolver algunos asuntos eclesiásticos, el arzobispo obtuvo la
aprobación de un decreto que prohibía vender a los esclavos como
animales.
Una anécdota de
su vida pone en relieve la humanidad de San Anselmo. Eadmero cuenta que el
santo encontró un día a un niño que había atado un hilo a la pata de un pájaro
y se divertía dejándole escapar y volviéndole a coger. Anselmo,
lleno de indignación, cortó el hilo, y dijo: "ecce filum rumpitur,
avis avolat, puer plorat, pater exultat - "el pájaro escapa, el niño llora
y el padre se alegra".
En 1078, después
de quince años de priorato, Anselmo fue elegido abad de Bec. Eso le
obligaba a viajar con frecuencia a Inglaterra, donde la abadía contaba con
algunas propiedades.
Anselmo fue a Inglaterra en 1092, tres años después de la muerte de
Lanfranco. El rey Guillermo el Rojo mantenía vacante la sede de Canterbury
para disfrutar de sus rentas. Como San Anselmo le exhortase a
nombrar un arzobispo, Guillermo juró "por la Santa Faz de Lucca" (tal
juramento popular se refiere al "Volto Santo") que ni
Anselmo ni otro alguno sería arzobispo de Canterbury mientras él
viviese. Pero una enfermedad que le puso a las puertas de la muerte le
hizo cambiar de opinión. Lleno de temor, el rey prometió que en adelante
gobernaría de acuerdo con las leyes y nombró arzobispo a San Anselmo. El
buen abad alegó en vano su avanzada edad, su falta de salud y su ineptitud para
el gobierno. Los obispos y todos los presentes le obligaron a tomar el
báculo pastoral y le condujeron a la iglesia, donde cantaron un "Te
Deum".
Pero el corazón del rey no había cambiado en realidad. Apenas acababa
de instalarse el nuevo arzobispo, cuando Guillermo, quien quería arrebatar a su
hermano el ducado de Normandía, empezó a exigirle dinero. Anselmo le
ofreció quinientos marcos, suma importante en aquellos tiempos; pero el rey le
pidió mil como precio de la elección. El santo se negó rotundamente
a pagarlos y exhortó al rey a proveer las abadías vacantes y a sancionar la
convocación de los sínodos necesarios para reprimir los abusos de los clérigos
y los laicos. El rey replicó ásperamente que defendería las abadías
como si se tratase de su propia corona y, desde entonces, no tuvo otro
pensamiento que el de arrojar a Anselmo de su sede. Consiguió, en efecto,
que cierto número de obispos le negasen la obediencia; pero los barones no
aceptaron condenar a San Anselmo. El mismo legado pontificio llevó a
Anselmo el palio que le hacía inamovible.
Viendo que el rey
oprimía a la Iglesia siempre que podía cuando el clero no se plegaba a su
voluntad, San Anselmo le pidió permiso de ir a Roma a consultar a la Santa
Sede. El rey se lo rehusó dos veces; a la tercera, le respondió que
podía salir del país, pero que confiscaría todas sus rentas y no le permitiría
volver a entrar. A pesar de ello, San Anselmo partió de Canterbury en
octubre de 1097, acompañado por Eadmero y otro monje llamado Balduino. En
el camino se hospedó primero con San Hugo, abad de Cluny y después con otro
Hugo, arzobispo de Lyon. En Roma expuso el asunto al Papa, quien no sólo
le prometió su protección, sino que escribió al rey exigiéndole que restituyese
a San Anselmo sus derechos y posesiones. San Anselmo se retiró a un monasterio
de Campania por razones de salud y ahí terminó su famosa obra Cur Deus
homo, que es el más famoso tratado que existe sobre la
Encarnación. Convencido de que podría hacer más bien en la vida oculta que
en su sede en Canterbury, Anselmo rogó al Papa que le descargase de su oficio,
pero el Pontífice, se negó. Sin embargo, dado que no podía volver
por el momento a Inglaterra, el Papa le dio permiso de quedarse en
Campania. Anselmo asistió al Concilio de Bari, en 1098, y se
distinguió por su manera de abordar las dificultades de los obispos
grecoitálicos sobre la cuestión del "Filioque". El
Concilio acusó al rey de Inglaterra de simonía, de opresión a la Iglesia, de
persecución al arzobispo y de vida viciosa; sin embargo, no llegó a condenarle
solemnemente gracias a la intervención del mismo San Anselmo, quien persuadió
al Papa Urbano de que se contentase con la amenaza de excomunión.
La muerte de
Guillermo el Rojo puso fin al destierro de San Anselmo, quien entró en
Inglaterra entre las aclamaciones del pueblo. Pero la paz no fue
duradera. Las dificultades surgieron en cuanto Enrique I se arrogó el
derecho de reconfirmar la elección de San Anselmo. Eso se oponía a los
decretos del sínodo romano de 1099, que había suprimido los derechos de
investidura de los laicos sobre las abadías y catedrales. San Anselmo se
negó, pues, a obedecer al rey. Pero en ese momento Inglaterra estaba bajo
la amenaza de una invasión de Roberto de Normandía, a quien muchos barones
ingleses no veían con malos ojos. Deseando ganarse el apoyo de la Iglesia,
Enrique prometió total obediencia a la Santa Sede en el futuro, y San Anselmo
hizo cuanto pudo por evitar la rebelión. Aunque, como lo hace notar
Eadmero, Enrique debía en gran parte al santo el hecho de no haber perdido la
corona, reclamó de nuevo su derecho de investidura en cuanto pasó el
peligro. Por su parte, el arzobispo se negó a consagrar a los obispos nombrados
por el rey, a no ser que hubiesen sido canónicamente elegidos. La
oposición entre el rey y el arzobispo fue agravándose de día en
día. Finalmente Anselmo decidió ir personalmente a Roma a exponer el
asunto al Papa y Enrique envió por su parte a un delegado
personal. Después de madura consideración, Pascual II confirmó la decisión
de su predecesor. Al saberlo, Enrique prohibió a San Anselmo que volviese
a Inglaterra y confiscó sus bienes. Más tarde, el rumor de que San Anselmo
iba a excomulgar al rey parece haber alarmado al monarca, quien fue a Normandía
a reconciliarse con el arzobispo. En un consejo real que tuvo lugar en
Inglaterra, Enrique I renunció al derecho de investidura sobre las abadías y
los obispados y Anselmo, con el consentimiento del Papa, aceptó que los obispos
prestasen homenaje al monarca por sus posesiones temporales. El rey
observó realmente el pacto y llegó a tener tal confianza en el arzobispo, que
le nombró regente durante el viaje que hizo a Normandía en 1108. Pero la
salud de San Anselmo, que era ya muy anciano, se había debilitado
mucho. El santo murió al año siguiente, 1109, entre los monjes de
Canterburry. Sus últimas palabras antes de morir fueron: "Allí
donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los
deseos de nuestro corazón".
San Anselmo fue
declarado Doctor de la Iglesia en 1720, aunque no había sido
canonizado. Dante le pone en el paraíso entre los espíritus de luz y poder
de la esfera solar, junto a San Juan Crisóstomo.
Se cree que el
cuerpo del gran arzobispo descansa en la catedral de Canterbury, en la capilla
de su nombre, del lado sudoeste del altar mayor.
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