29 – DE ABRIL
– SÁBADO –
3 - SEMANA DE
PASCUA – A
Santa Catalina de Siena
Fiesta
Lectura de la
primera carta del apóstol san Juan. 1,5—2,2
Queridos hermanos: este es el mensaje que hemos oído de
Jesucristo y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si
decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y
no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la
luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús
nos limpia de todo pecado. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la
verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es
fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si
decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en
nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno
peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es
víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino
también por los del mundo entero.
Palabra de Dios.
Salmo
102
Bendice, alma mía,
al Señor.
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.R/
El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo. R
Como un padre siente ternura por sus
hijos,
siente el Señor ternura por los que lo
temen;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro. R
La misericordia del Señor
dura desde siempre y por siempre,
para aquellos que lo temen;
su justicia pasa de hijos a nietos:
para los que guardan la alianza. R/
Lectura del santo
evangelio según san Mateo 11,25-30
En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy
gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas
cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.
Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Palabra del Señor.
1. Hoy
celebramos la memoria de Santa Catalina de Siena, virgen y doctora. Patrona de
Europa. Las lecturas propias que nos ofrece la liturgia en este día nos ayudan
para captar el sentido profundo de su figura y de su obra. La primera lectura
de la carta del apóstol San Juan nos ofrece una clave importante de
interpretación para comprender en qué consiste la santidad. Quien «camina en la
luz» y «practica la verdad» (vv. 7-8) vive en comunión con Dios y con los
hermanos y es purificado de sus pecados por la sangre de Jesús. Este es el
testimonio que encontramos en Catalina de Siena. Una mujer que en su tiempo
supo caminar en la luz y practicar la verdad.
El
texto de la carta de Juan también nos interpela. Continúa diciendo: quien
«camina en las tinieblas» y «no practica la verdad» (vv.6.8) se engaña a sí
mismo, no vive en comunión con Cristo y sus hermanos y está lejos de la
salvación. De hecho, el creyente auténtico sabe reconocer su pecado delante de
Dios, lo confiesa, y confía en el perdón del Señor siempre «fiel y justo». Este
es el itinerario de santidad que todos los bautizados estamos llamados a
recorrer, para dejarnos transformar por la gracia de Dios que se nos ha dado en
la vida entregada de su Hijo, Jesucristo.
2. En
el evangelio de Mateo encontramos el llamado «Magnificat de Jesús». Nos permite
conocer el corazón del Hijo y nos invita a poner en Él nuestra morada. Jesús
alaba a Aquel que es «Señor del cielo y de la tierra», llamándolo
familiarmente «Padre», lo alaba por la sabiduría, que insondable en
su simplicidad, no puede ser conquistada por el esfuerzo humano de perspicacia
o erudición. La sabiduría de Dios es siempre puro don, es un regalo a aquellos
que abren su corazón con absoluta simplicidad. (v.25). Solo estos «pequeños»
son capaces de recibir con naturalidad los grandes misterios del Reino de los
Cielos anunciado por Jesús. Considero que en esta misma perspectiva debemos ver
los santos y santas de la Iglesia.
3. Jesús
afirma que esta es la voluntad del Padre. En esta afirmación descubrimos su
propio rostro interior definido por su total adhesión a la voluntad del Padre,
de quien todo lo recibe y a quien todo lo entrega en una «obediencia de amor».
Esta experiencia es la que nos abre a la comunión perfecta con Dios, que en el
lenguaje bíblico se expresa con el término: «conocimiento», no como un conocer
racional, sino como una relación vital, en la cual Jesús nos puede llevar. De
ahí la invitación a cargar con su yugo y a aprender de Él, a hacer nuestro su
modo de ser y actuar, para sabernos ubicar en nuestro mundo. De esto también
nos da testimonio Catalina de Siena, a quien le pedimos que interceda por
nosotros.
Santa Catalina de
Siena,
Virgen y Doctora
Virgen y doctora de la
Iglesia, patrona de Europa y de Italia, que, habiendo entrado en las Hermanas
de la Penitencia de Santo Domingo, deseosa de conocer a Dios en sí misma y a sí
misma en Dios, se esforzó en asemejarse a Cristo crucificado y trabajó también
enérgica e incansablemente por la paz, para que el Romano Pontífice regresara a
la Urbe y por la unidad de la Iglesia, dejando espléndidos documentos llenos de
doctrina espiritual.
Vida
de Santa Catalina de Siena
Fue el día de la
Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con
cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la
luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de
Fontebranda.
A Catalina y a su hermana gemela
Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en
el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del
Piangenti.
Del padre, tintorero de pieles, parece
haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura
inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la
decisión.
Catalina, niña, era alegre, bulliciosa,
vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo
familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera
experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una
huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de
esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos.
Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer
en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.
Se volvió más reservada, más juiciosa;
buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen
tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo.
Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder
medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces, y en Italia, a los doce años,
una joven tenía que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia,
de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya
casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como
para ella había sido, la misión de toda mujer.
Hasta los quince años de Catalina duró la
obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de
virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual
aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de
complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana
Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de
los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el
maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los
actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las
lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su
hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una
luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios,
su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.
La lucha familiar se exaspera en torno de
Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a
la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella
aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí
misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta
de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia,
hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces
había gozado.
Excepcionalmente, dados sus diecisiete
años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie
de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban
sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente
familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y
de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria
actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a
los pobres.
Sus primeros años de mantellata se
caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la
purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación
interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y
delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son
casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones
sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima
Virgen, los santos.
El recogimiento, arrobado a veces, con
que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor,
al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó
inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus
capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas,
escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un
tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos
de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que
llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...
Y por la calleja pendiente que lleva
a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un
campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la
tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás
de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante
angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese
necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a
limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los
primeros contactos de una nueva gran familia que nace.
Iba a empezar para esta criatura enferma
y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción
política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta
misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la
consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios,
base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo
por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos
admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el
recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso
contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente
distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su
entrega de modo eficaz y práctico.
En el umbral de su vida pública de
apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su
místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su
dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.
En mayo de 1374 se reunía en Florencia,
en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la
Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle,
tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del
espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director
al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de
Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden,
conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las
gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo
tiempo.
La terrible peste negra que ha pasado a
la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte
de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás
"caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para
el heroísmo en su amor al prójimo.
Luego las ciudades de Pisa, donde —entre
otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya
alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa,
y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado
de la Santa.
Movida por su implacable anhelo de
servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba
castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina
emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón.
Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su
Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a
la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y
bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas
repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte
de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.
Con la humilde y sumisa intrepidez con
que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro,
le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años
no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y
fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de
septiembre de aquel mismo año.
Al año siguiente una misión de paz lleva
a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan
algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos
discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores
del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión
pública.
Mientras tanto, la situación política de
Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos
exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían
celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El
Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la
Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es
sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor
de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de
Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los
más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa,
cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano
VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los
cardenales de la Corte pontificia.
De retorno a Siena, sumida el alma en la
amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se
engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su
alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí
misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las
páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que
es el Diálogo de la Divina Providencia.
Las páginas vivas, palpitantes, del
Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la
misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al
mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabía, sino lo que vivía,
lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían
perdido definitivamente para nosotros sí, de modo providencial, no hubieran
encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza
captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el
hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el
hombre hallará su salvación.
En octubre de 1378 había terminado el
dictado a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su
abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo
retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus
objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El Papa la quiere, en estas horas
luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente
campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los
cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama
junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en
Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más
remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el
pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre
los partidarios de uno y de otro Papa.
En los primeros meses del año 1380
—último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama
inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se
desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella
misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la
Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su
director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San
Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me
estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día
ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su
Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior
y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la
Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre
mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula
que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su
juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados
sacos de trigo."
Cerca de la iglesia y del convento de los
padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante
su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento,
desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de
todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo:
"Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a
Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre,
sangre".
Rodeada de muchos de sus discípulos y
seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad,
ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a
la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó
suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de
la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del
Señor del año 1380.
La Santa Madre Iglesia, con el sello de
su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de
Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la
festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.
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