19 – DE ABRIL
– MIERCOLES –
2 - SEMANA DE
PASCUA – A
San León, IX
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (5,17-26):
En
aquellos días, el sumo sacerdote y todos los suyos, que integran la secta de
los saduceos, en un arrebato de celo, prendieron a los apóstoles y los metieron
en la cárcel pública. Pero, por la noche, el ángel del Señor les abrió las
puertas de la cárcel y los sacó fuera, diciéndoles:
«Marchaos
y, cuando lleguéis al templo, explicad al pueblo todas estas palabras de vida».
Entonces
ellos, al oírlo, entraron en el templo al amanecer y se pusieron a enseñar.
Llegó entre tanto el sumo sacerdote con todos los suyos, convocaron el Sanedrín
y el pleno de los ancianos de los hijos de Israel, y mandaron a la prisión para
que los trajesen. Fueron los guardias, no los encontraron en la cárcel, y
volvieron a informar, diciendo:
«Hemos
encontrado la prisión cerrada con toda seguridad, y a los centinelas en pie a
las puertas; pero, al abrir, no encontramos a nadie dentro».
Al
oír estas palabras, ni el jefe de la guardia del templo ni los sumos sacerdotes
atinaban a explicarse qué había pasado.
Uno
se presentó, avisando:
«Mirad,
los hombres que metisteis en la cárcel están en el templo, enseñando al
pueblo».
Entonces
el jefe salió con los guardias y se los trajo, sin emplear la fuerza, por miedo
a que el pueblo los apedrease.
Palabra de Dios
Salmo: 33,2-3.4-5.6-7.8-9
R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Bendigo
al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre
en mi boca;
mi alma se gloría en el
Señor:
que los humildes lo
escuchen y se alegren. R/.
Proclamad
conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su
nombre.
Yo consulté al Señor, y me
respondió,
me libró de todas mis
ansias. R/.
Contempladlo,
y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se
avergonzará.
El afligido invocó al
Señor,
él lo escuchó y lo salvó
de sus angustias. R/.
El
ángel del Señor acampa en torno a sus fieles
y los protege.
Gustad y ved qué bueno es
el Señor,
dichoso el que se acoge a
él. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (3,16-21):
Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él
no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque
Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él.
El que cree en él no será
juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del
Unigénito de Dios.
Este
es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a
la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la
luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En
cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras
están hechas según Dios.
Palabra del Señor
1. Jesús desmonta la teoría jurídica de la satisfacción,
aplicada a la salvación. Dios no mandó a su Hijo al mundo porque estuviera
ofendido e irritado por nuestros pecados. Dios nos dio a su Hijo porque nos
quiere tanto, que no quiere que se pierda ninguno de los que creen en Jesús.
2. - ¿Significa esto que quienes no creen en Jesús no tienen
salvación?
Jesús no habla ni de creencias religiosas ni de observancias o prácticas de
piedad.
Jesús se refiere al comportamiento de cada uno.
El que es honrado, respetuoso, tolerante, buena persona, de forma que de él
se puede decir que vive en la luz, ese está en camino de salvación.
El que se comporta perversamente, ese está en camino de perdición.
3. Por tanto, el problema de la salvación, tal como lo presenta
aquí Jesús, no es cuestión de religión, sino de ética. Se trata de vivir en la
luz y en la verdad.
El que vive de tal forma que su vida es transparente y hace el bien que
está a su alcance, ese es el que" hace sus obras según
Dios". La religión, con sus creencias y sus prácticas, es importante
en la medida en que motiva a cada persona y le da la fortaleza necesaria para
vivir en la luz y en la verdad.
San León, IX
Hay un epitafio en su sepulcro que reza así:
Roma vencedora
está dolorida
al quedar viuda
de León IX,
segura de que,
entre muchos,
no tendrá un
padre como él.
Así quiso mostrarle su agradecimiento la Ciudad Eterna; quiso introducirlo
para siempre en la entraña de la familia.
Los condes de Alsacia tuvieron un hijo en el año 1002 y, como se hace
siempre, le pusieron un nombre: Bruno. Estudia en la escuela episcopal
–probablemente, el único modo de estudiar algo en su época– de Toul. La familia
atribuye a san Benito la curación de una enfermedad grave que sufrió. Como son
gente bien relacionada, no les fue difícil obtener para Bruno del pariente
emperador alemán, Conrado II, un importante y alto cargo eclesiástico, porque
entonces las cosas –mejor o peor– se hacían así. Por esta época, sobresale en
su bondad y comienzan a llamarle «el buen Bruno».
El año 1026 –jovencito hoy, pero no poco frecuente en su momento– ya es
obispo de Toul, desde que muere el anterior obispo, Hermann. Aceptó por ser
Toul una iglesia pobre. Y desde ese hecho, se manifiesta en él un celo
infatigable. Su empeño es llevar a cabo la reforma en la Iglesia que ya
comenzaron los cluniacenses. Para ello, convoca sínodos, mantiene buenas
relaciones con los obispos vecinos, fomenta los estudios eclesiásticos, cuida esmeradamente
el trato con las Órdenes religiosas y prima las iniciativas reformistas de
Cluny.
No es de extrañar que fuera elegido para Sumo Pontífice. Eran tiempos malos,
muy malos, en los que la Iglesia se presentaba ante el mundo como un desastre;
por eso se necesitaba tanto una reforma. Era el año 1048; se había puesto fin
al terrible cisma, pero ni el papa Clemente VIII (1046-1047) ni su sucesor
Dámaso II (1047-1048) tuvieron tiempo de iniciarla. Papa electo, con el visto
bueno de Enrique III en la Dieta de Worms, toma el nombre de León IX y comienza
su mandato con el punto de mira fijo en la reforma.
Supo rodearse de los promotores más significativos: Hugo de Cluny –alma del
movimiento cluniacense–, Halinard –arzobispo de Lyon– y san Pedro Damiano. También
la Curia romana nota la tendencia reformista cuando hace llamar a Hildebrando
para nombrarlo Archidiácono y hacerlo Secretario pontificio.
En el 1049 despliega una actividad incesante por amor a Dios y a su Iglesia.
Lo primero es un solemne sínodo cuaresmal en Roma y la petición de secundar la
iniciativa con otros sínodos en las demás provincias. También ese año lo conoce
como papa peregrino por Italia, Alemania y Francia. Ha de llevar a la Iglesia
el convencimiento de que es el papa quien gobierna en ella. No lo tuvo fácil en
el concilio de Reims por las continuas dificultades que ponía Enrique I, rey de
Francia; pero estaba decidido a luchar por suprimir los abusos fundamentales
existentes, aplicando remedios eficaces contra la simonía, la usurpación por
los laicos de los cargos eclesiásticos y el disfrute de los bienes de la
Iglesia por los nobles a los que debían favores los emperadores y reyes; era
urgente corregir de modo definitivo el concubinato de los eclesiásticos y poner
punto final al desprecio de las sagradas leyes del matrimonio. Luego, en el
otro concilio del mismo año, en Maguncia, se renovaron las proclamaciones de
Reims. Fue el principio de todo un resurgimiento de lo espiritual y
disciplinar.
Pero en la vida de los hombres hay luces y hay sombras.
No supo o no pudo ser tan afortunado en asuntos temporales; quizá sea que el
papa está hecho para otra cosa. Con los normandos lo pasó mal; perdió la guerra
de junio del año 1053 y llegó a ser su prisionero; tuvo que cederles
territorios para lograr la libertad que disfrutó poco tiempo por sobrevenirle
la muerte en el mes de abril del 1054.
Tampoco con las Iglesias Orientales hubo acierto. Durante su pontificado se
maduró y culminó la separación definitiva de estas Iglesias de la Iglesia de
Roma; el Patriarca Miguel Cerulario se dejó abandonado a la ambición de verse
convertido en Cabeza de la Iglesia Griega y consumó la separación tres meses
después de la muerte de León IX, tornando infelices las conversaciones con los
legados enviados por Roma.
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