2 DE ABRIL –
MARTES DE LA OCTAVA DE PASCUA –
San Francisco de Paula
Lectura del
libro de los Hechos de los apóstoles (2,36-41):
EL día de Pentecostés, decía Pedro a los judíos:
«Con toda
seguridad conozca toda la casa de Israel que, al mismo Jesús, a quien vosotros
crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías».
Al oír esto, se
les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles:
«¿Qué tenemos que
hacer, hermanos?».
Pedro les
contestó:
«Convertíos y sea
bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de
vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa
vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para
cuantos llamare así el Señor Dios nuestro».
Con estas y otras
muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo:
«Salvaos de esta
generación perversa».
Los que aceptaron
sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil
personas.
Palabra de Dios
Salmo:
32,4-5.18-19.20.22
R/. La
misericordia del Señor llena la tierra
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.
Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esteran su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Lectura del
santo evangelio según san Juan (20,11-18):
EN aquel tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras
lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados,
uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le
preguntan:
«Mujer, ¿por qué
lloras?».
Ella contesta:
«Porque se han
llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se
vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
«Mujer, ¿por qué
lloras?».
Ella, tomándolo
por el hortelano, le contesta:
«Señor, si tú te
lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice:
«¡María!».
Ella se vuelve y
le dice.
«¡Rabbuní!», que
significa: «¡Maestro!».
Jesús le dice:
«No me retengas,
que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo
al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».
María la
Magdalena fue y anunció a los discípulos:
«He visto al
Señor y ha dicho esto».
Palabra del Señor
1. Lo
más importante que contienen los relatos de la resurrección es que muestran que
la vida y la presencia de Jesús, en este mundo y en esta vida, no se acabó con
la muerte en la cruz.
De Jesús no
nos queda solo la memoria de sus enseñanzas y el ejemplo de su vida. Además de
eso, nos queda sobre todo su presencia.
Por su
Encarnación, Dios, en el hombre Jesús de Nazaret, se fundió y se confundió con
lo humano.
Por su
Resurrección, Jesús prolonga su presencia en cada ser humano, hasta el fin de
los tiempos.
La
cristología tradicional (descendente) tenía su centro en la Encarnación.
La
cristología moderna (ascendente) tiene su centro en la Resurrección. El centro
está en el hombre Jesús, en el que Dios se encarna y se revela (Encarnación) y
que fue constituido Hijo de Dios, siendo para siempre el Viviente
(Resurrección).
2. En
la vida de Jesús, ocuparon un lugar de singular importancia las mujeres. Ellas
le acompañaron (Lc 8, 2-3). Se dejó besar, tocar y perfumar por ellas (Lc 7,
36-50; Jn 12, 3). Siempre las comprendió, las disculpó, les devolvió su
dignidad (Jn 8, 1-11; Mc 5, 25-34). Y en los relatos de Pascua, las primeras
apariciones del Resucitado son para las mujeres, de forma que ellas fueron las
primeras que anunciaron que Jesús, el Señor, está vivo entre nosotros.
3. Es
un dolor que, en la Iglesia, desde sus orígenes en las comunidades que fundó
Pablo, el puritanismo helenista ha tenido (y sigue teniendo) más fuerza que la
presencia del Resucitado. Y lo peor de todo es que este puritanismo ha
impregnado la cultura de Occidente en forma, sobre todo, de marginación,
exclusión y hasta desprecio de la mujer.
Es evidente
que la miseria del puritanismo no tiene nada que ver con la memoria del
Resucitado. Para el Resucitado, lo primero fueron las mujeres, mientras que,
para muchos ahora, son lo último.
San Francisco de Paula
Nacido en Paula
(Calabria) en el año 1416, fundó una congregación de vida eremítica que después
se transformó en la Orden de los Mínimos, y que fue aprobada por la Santa Sede
en 1506. Murió en Tours (Francia) en el año 1507.
En pleno Renacimiento, cuando Europa se
viste con ropaje pagano, un italiano hace que sople en el mundo occidental una
refrescante brisa de espiritualidad.
Sus padres fueron Santiago de Alessio y Viena. Ansiaban tener un hijo que
no acababa de llegar después de quince años de matrimonio. Por fin, convencidos
de que debían el favor a san Francisco de Asís, les nació el vástago en un
caserío de Paola, perteneciente al reino de Nápoles; lógicamente le pusieron el
nombre de su santo protector.
Una enfermedad estuvo a punto de costarle
la vista; nuevamente acudieron al de Asís y con trece años vemos a Francisco de
Paula cumpliendo la promesa como oblato en el convento de San Marco Argentano.
Peregrinó por los lugares franciscanos de
la Umbría. Luego se le ve como eremita en las cercanías de Paola, llevando una
vida solitaria, dedicado a la oración y a la penitencia; duerme en el suelo y
toma una piedra para apoyar la cabeza, bebe el agua del arroyo, y se alimenta
de hierbas, de raíces y poco más. Así vivió cinco años, hasta que comenzó a
poblarse el monte de compañeros tan pobres e incultos como él, que hicieron sus
cabañas con ramas secas y construyeron una pequeña capilla; fue el comienzo de
los ermitaños de san Francisco, quien, intentando su renovación individual,
comenzó a dictar normas y consejos, principio de una nueva «regla». Otras
comunidades nuevas de Paterno y Spezzano hicieron que se extendiera la fama del
ermitaño de Paola.
Le llamaron desde Sicilia. Provisto de
cayado y bordón emprendió su viaje a pie camino del mar. Allí tuvo dificultad
para pasar a la isla por no tener dinero y no querer pasarle gratis el
barquero. El peregrino tomó el manto como nave y un pico le hizo de vela para
transportarse a la otra orilla; no pertenece el hecho a la leyenda; tuvo lugar
ante testigos y a plena luz. Y quizá por ello es nombrado patrón de los
navegantes.
El carisma de los «Mínimos» –que así quiso se llamaran humildemente sus
hermanos– fue atender a las necesidades de la gente abandonada a su suerte por
los gobernantes, empobrecida por las guerras y diezmada por la peste. Y lo
supieron hacer con austeridad heroica, abundando en la oración, siendo
contemplativos y empleando el buen humor.
Francisco de Paula fue un gran
taumaturgo, cualidad que el pueblo se encargó de aumentar a su gusto y que ha
pasado a las biografías con hechos que luego la ciencia histórica se encarga de
estudiar para recortar los agigantados, suprimir los fantásticos y reconocer su
incapacidad de explicar los verdaderos.
El de Paola nunca fue sacerdote. Sí
defensor de los pobres y de los oprimidos. Habló claro, tajante, de modo
intransigente y recio con los de arriba, aunque fueran reyes, como pasó en la
corte napolitana. El caso fue que Fernando I el Bastardo quiso taparle la boca
y frenar sus críticas públicas, invitándolo a palacio; allí habló Francisco al
modo de los antiguos profetas, adoptando el lenguaje de los símbolos: tomó de
una bandeja una moneda de oro, la desmenuzó entre sus dedos como si fuera de
mal barro, y brotaron unas gotas de sangre que mancharon el manto real;
entonces hizo saber con palabras al rey que con sus injusticias se enriquecían
tanto él como su palacio.
No poca fue su fama. Hasta de la corte
francesa requirieron su presencia para que devolviera la salud al fresco rey
Luis XI; mediaron el rey de Nápoles y el mismo papa Sixto IV para que hiciera
el favor de desplazarse; después de calmar una tempestad en el golfo de Lyon
con un milagro, se encaminó hacia Tours; no le devolvió al soberano la salud
perdida, pero sí le ayudó a poner orden en su conciencia y en el Estado de
aquel rey insolente, y eso era mayor milagro que el pedido.
Fue consejero de Carlos VIII y Luis XII
en momentos decisivos para la historia de Francia y de Italia y este contacto
con la familia real le dio oportunidad de dirigir y consolar a la hija no
querida de Luis XI y esposa despreciada de Luis XII, santa Juana de Valois.
Incluso en España intervino en la vida
política y militar; mandó recado por dos frailes mínimos al rey Fernando V, que
luchaba contra el Islam en las puertas de Málaga, al tiempo que él movilizaba a
los fieles para que rezaran a favor de las armas cristianas; también cedió al
aragonés Bernardo Boyl, uno de sus frailes, para que prestara atención
espiritual en la primera expedición de Colón.
Murió el 2 de abril de 1507 y lo canonizó
León X en 1519.