1 DE ABRIL –
LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA –
SAN HUGO
Lectura del
libro de los Hechos de los apóstoles (2,14.22-33):
EL día de Pentecostés, Pedro, poniéndose en pie junto con los Once, levantó
su voz y con toda solemnidad declaró:
«Judíos y vecinos
todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras.
Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón acreditado por
Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio
de él, como vosotros sabéis, a este, entregado conforme el plan que Dios tenía
establecido y provisto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de
hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte,
por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio, pues David
dice, refiriéndose a el:
“Veía siempre al
Señor delante de mí, pues está a mi derecha para que no vacile.
Por eso se me
alegró el corazón, exultó mi lengua, y hasta mi carne descansará esperanzada. Porque no me
abandonarás en el lugar de los muertos, ni dejarás que tu
Santo experimente corrupción.
Me
has enseñado senderos de vida, me saciarás de
gozo con tu rostro”.
Hermanos,
permitidme hablaros con franqueza: el patriarca David murió y lo enterraron, y
su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y
sabía que Dios “le había jurado con juramento sentar en su trono a un
descendiente suyo, previéndolo, habló de la resurrección del Mesías cuando dijo
que “no lo abandonará en el lugar de los muertos” y que “su carne no
experimentará corrupción”.
A este Jesús lo
resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la
diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo
he derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo».
Palabra de Dios
Salmo:
15,1b-2a y 5.7-8 9-10.11
R/.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Yo digo al Señor: «Tú eres mi Dios».
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. R/.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré. R/.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me abandonarás en la región de los
muertos
ni dejarás a tu fiel ver la
corrupción. R/.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Lectura del
santo evangelio según san Mateo (28,8-15):
EN aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas
de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús
salió al encuentro y les dijo:
«Alegraos».
Ellas se
acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.
Jesús les dijo:
«No temáis: id a
comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».
Mientras las
mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron
a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos,
llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles:
«Decid que sus
discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si
esto llega a oídos del gobernados, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de
apuros».
Ellos tomaron el
dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido
difundiendo entre los judíos hasta hoy.
Palabra del Señor
1. Una
de las cosas que más llaman la atención, en los relatos de las apariciones del
Resucitado, es la presencia destacada que en estos relatos tienen las mujeres.
Ellas fueron las primeras para ir en busca de Jesús. Y a ellas fue a quienes primero
se apareció.
El Jesús
resucitado se nos muestra aún más humano que el Jesús terreno. En este relato
hay que distinguir dos cosas:
1) La
experiencia fundamental, que tuvieron aquellas mujeres, al constatar que Jesús
no había sido derrotado y aniquilado por la muerte, sino que, por el contrario,
la había vencido.
2) La
"historia" del soborno de los guardias y la simplicidad del robo del
cuerpo que supuestamente hicieron los discípulos.
Lo primero es
lo que interesa y en lo que el evangelio de Mateo pone el acento. Lo del
soborno de los guardias es seguramente una vulgar leyenda que se difundió en
aquellos años en algunas comunidades cristianas.
2. Los
primeros testigos de la resurrección fueron mujeres. En este dato insisten los
evangelios (Mt 28, 1.5-10; Mc 16, 1-8; Lc 24, 10-11; Jn 20, 1-2). Señal clara
de que, entre las primeras comunidades de cristianos, se difundió la noticia de que, efectivamente, la resurrección de Jesús había puesto en
evidencia la especial cercanía que las mujeres tuvieron con él. Y la acogida
que Jesús les dio siempre a las mujeres. Y aquí es importante destacar que, si
hoy esto nos llama la atención, en aquella sociedad tenía que resultar mucho
más chocante. Porque entonces, y concretamente entre los judíos de entonces, la
mujer estaba especialmente marginada y, en no pocas cosas, enteramente
excluida.
3. Todo
esto nos indica, entre otras cosas, una que profundiza lo ya dicho: Jesús, después de su resurrección, se comportaba (o era experimentado) como
un ser "más humano" que antes de su muerte.
Precisamente
cuando Jesús trasciende lo humano y accede a la condición divina, entonces es
cuando se muestra más humano, más cercano, más entrañable.
¿Por qué?
Porque, en
los criterios básicos del Evangelio, está el principio según el cual "lo
más divino" se encuentra y se palpa en "lo más humano".
Porque, en
Jesús, Dios se ha humanizado. De forma que en "lo humano" es donde
vemos, tocamos y palpamos "lo divino" (Jn 1, 18; 14, 9; 8, 56-58).
SAN HUGO
San Hugo, Obispo (año
1132)
Hugo significa "el inteligente".
Hay 16 santos o beatos que llevan el nombre
de Hugo. Los dos más famosos son San Hugo, Abad de Cluny (1109), y San Hugo,
obispo de quien vamos a hablar hoy.
San Hugo nació en Francia en el año 1052. Su
padre Odilón, que se había casado dos veces, al quedar viudo por segunda vez se
hizo monje cartujo y murió en el convento a la edad de cien años, teniendo el
consuelo de que su hijo que ya era obispo, le aplicara los últimos sacramentos
y le ayudara a bien morir.
A los 28 años nuestro santo ya era
instruido en ciencias eclesiásticas y tan agradable en su trato y de tan
excelente conducta que su obispo lo llevó como secretario a una reunión de
obispos que se celebraba en Avignon en el año 1080 para tratar de poner remedio
a los desórdenes que había en la diócesis de Grenoble. Allá en esa reunión o
Sínodo, los obispos opinaron que el más adaptado para poner orden en Grenoble
era el joven Hugo y le propusieron que se hiciera ordenar de sacerdote porque
era un laico. El se oponía porque era muy tímido y porque se creía indigno,
pero el Delegado del Sumo Pontífice logró convencerlo y le confirió la
ordenación sacerdotal. Luego se lo llevó a Roma para que el Papa Gregorio VII
lo ordenara de obispo.
En Roma el Pontífice lo recibió muy
amablemente. Hugo le consultó acerca de las dos cosas que más le preocupaban:
su timidez y convicción de que no era digno de ser obispo, y las tentaciones
terribles de malos pensamientos que lo asaltaban muchas veces. El Pontífice lo
animó diciéndole que "cuando Dios da un cargo o una responsabilidad, se
compromete a darle a la persona las gracias o ayudas que necesita para lograr
cumplir bien con esa obligación", y que los pensamientos, aunque lleguen
por montones a la cabeza, con tal de que no se consientan ni se dejen estar con
gusto en nuestro cerebro, no son pecado ni quitan la amistad con Dios.
Gregorio VII ordenó de obispo al joven Hugo
que sólo tenía 28 años, y lo envió a dirigir la diócesis de Grenoble, en
Francia. Allá estará de obispo por 50 años, aunque renunciará el cargo ante 5
Pontífices, pero ninguno le aceptará la renuncia.
Al llegar a Grenoble encontró que la
situación de su diócesis era desastrosa y quedó aterrado ante los desórdenes
que allí se cometían. Los cargos eclesiásticos se concedían a quien pagaba más
dinero (Simonía se llama este pecado). Los sacerdotes no se preocupaban por
cumplir buen su celibato. Los laicos se habían apoderado de los bienes de la
Iglesia. En el obispado no había ni siquiera con qué pagar a los empleados. Al
pueblo no se le instruía casi en religión y la ignorancia era total.
Por varios años se dedicó a combatir
valientemente todos estos abusos. Y aunque se echó en contra la enemistad de
muchos que deseaban seguir por el camino de la maldad, sin embargo, la mayoría
acepto sus recomendaciones y el cambio fue total y admirable. El dedicaba
largas horas a la oración y a la meditación y recorría su diócesis de parroquia
en parroquia corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar el bien.
Todos veían con admiración los cambios tan
importantes en la ciudad, en los pueblos y en los campos desde que Hugo era
obispo. El único que parecía no darse cuenta de todos estos éxitos era él
mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil para este cargo, se fue a un
convento a rezar y a hacer penitencia. Pero el Sumo Pontífice Gregorio VII, que
lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a volver más fervorosa a la gente,
lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra vez a su diócesis a seguir siendo
obispo. Al volver del convento parecía como Moisés cuando volvió del Monte
Sinaí que llegaba lleno de resplandores. Las gentes notaron que ahora llegaba
más santo, más elocuente predicador y más fervoroso en todo.
Un día llegó San Bruno con 6 amigos a pedirle
a San Hugo que les concediera un sitio donde fundar un convento de gran
rigidez, para los que quisieran hacerse santos a base de oración, silencio,
ayunos, estudio y meditación. El santo obispo les dio un sitio llamado Cartuja,
y allí en esas tierras desiertas y apartadas fue fundada la Orden de los
Cartujos, donde el silencio es perpetuo (hablan el domingo de Pascua) y donde
el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus religiosos a una gran
santidad.
Se dice que al construir la casa para los
Cartujos no se encontraba agua por ninguna parte. Y que San Hugo con una gran
fe, recordando que cuando Moisés golpeó la roca, de ella brotó agua en
abundancia, se dedicó a cavar el suelo con mucha fe y oración y obtuvo que
brotara una fuente de agua que abasteció a todo el gran convento.
En adelante San Bruno fue el director
espiritual del obispo Hugo, hasta el final de su vida. Y se cumplió lo que dice
el Libro de los Proverbios: "Triunfa quien pide consejo a los sabios y
acepta sus correcciones". A veces se retiraba de su diócesis para
dedicarse en el convento a orar, a meditar y a hacer penitencia en medio de
aquel gran silencio, donde según sus propias palabras "Nadie habla si no
es para cosas extremadamente graves, y lo demás se lo comunican por señas, con
una seriedad y un respeto tan grandes, que mueven a admiración". Para San
Hugo sus días en la Cartuja eran como un oasis en medio del desierto de este
mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba varios días allí, su
director San Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente de su diócesis, y
tenía que volverse otra vez a su ciudad.
Los sacerdotes más fervorosos y el pueblo
humilde aceptaban con muy buena voluntad las órdenes y consejos del Santo
obispo. Pero los relajados, y sobre todo muchos altos empleados del gobierno
que sentían que con este Monseñor no tenían toda la libertad para pecar, se le
opusieron fuertemente y se esforzaron por hacerlo sufrir todo lo que pudieron.
El callaba y soportaba todo con paciencia por amor a Dios. Y a los sufrimientos
que le proporcionaban los enemigos de la santidad se le unían las enfermedades.
Trastornos gástricos que le producían dolores y le impedían digerir los
alimentos. Un dolor de cabeza continuo por más de 40 años (que no lo sabían
sino su médico y su director espiritual y que nadie podía sospechar porque su
semblante era siempre alegre y de buen humor). Y el martirio de los malos
pensamientos que como moscas inoportunas lo rodearon toda su vida haciéndolo
sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o los admitiera con gusto
en su cerebro.
Varias veces fue a Roma a visitar al Papa y a
rogarle que le quitara aquel oficio de obispo porque no se creía digno. Pero ni
Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle
su renuncia porque sabían que era un gran apóstol y que si se creía indigno,
ello se debía más a su humildad, que a que en realidad no estuviera cumpliendo
bien sus oficios de obispo. Cuando ya muy anciano le pidió al Papa Honorio II
que lo librara de aquel cargo porque estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo
Pontífice le respondió: "Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y
enfermo, antes que a otro que esté lleno de juventud y de salud"
Era un gran orador, y como rezaba mucho antes
de predicar, sus sermones conmovían profundamente a sus oyentes. Era muy
frecuente que, en medio de sus sermones, grandes pecadores empezaran a llorar a
grito entero y a suplicar a grandes voces que el Señor Dios les perdonara sus
pecados. Sus sermones obtenían numerosas conversiones.
Tenía gran horror a la calumnia y a la
murmuración. Cuando escuchaba hablar contra otros exclamaba asustado: "Yo
creo que eso no es así". Y no aceptaba quejas contra nadie si no estaban
muy bien comprobadas.
Una vez, cuando por un larguísimo verano hubo
una enorme carestía y gran escasez de alimentos, vendió el cáliz de oro que
tenía y todos los objetos de especial valor que había en su casa y con ese
dinero compró alimentos para los pobres. Y muchos ricos siguieron su ejemplo y
vendieron sus joyas y así lograron conseguir comida para la gente que se moría
de hambre.
Al final de su vida la artritis le producía
dolores inmensos y continuos, pero nadie se daba cuenta de que estaba
sufriendo, porque sabía colocar una muralla de sonrisas para que nadie supiera
los dolores que estaba padeciendo por amor a Dios y salvación de las almas.
Un día al verlo llorar por sus pecados le
dijo un hombre: "- Padre, ¿por qué llora, si jamás ha cometido un pecado
deliberado y plenamente aceptado? - ". Y él le respondió: "El Señor
Dios encuentra manchas hasta en sus propios ángeles. Y yo quiero decirle con el
salmista: "Señor, perdóname aun de aquellos pecados de los cuales yo no me
he dado cuenta y no recuerdo".
Poco antes de su muerte perdió la memoria y
lo único que recordaba eran los Salmos y el Padrenuestro. Y pasaba sus días
repitiendo salmos y rezando padres nuestros…
Murió cuando estaba para cumplir los 80 años,
el 1 de abril de 1132. El Papa Inocencio II lo declaró santo, dos años después
de su muerte.
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