18 DE MARZO
– LUNES –
5ª –
SEMANA DE CUARESMA - B
SAN CIRILO DE
JERUSALEN, Obispo y Doctor
Lectura del libro de Daniel
(13,1-9.15-17.19-30.33-62):
En aquellos días, vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín, casado con
Susana, hija de Jelcías, mujer muy bella y temerosa del Señor.
Sus padres
eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy
rico y tenía un jardín junto a su casa; y como era el más respetado de todos,
los judíos solían reunirse allí.
Aquel año
fueron designados jueces dos ancianos del pueblo, de esos que el Señor denuncia
diciendo:
«En Babilonia
la maldad ha brotado de los viejos jueces, que pasan por guías del pueblo».
Solían ir a
casa de Joaquín, y los que tenían pleitos que resolver acudían a ellos.
A mediodía,
cuando la gente se marchaba, Susana salía a pasear por el jardín de su marido.
Los dos ancianos la veían a diario, cuando salía a pasear, y sintieron deseos
de ella.
Pervirtieron
sus pensamientos y desviaron los ojos para no mirar al cielo, ni acordarse de
sus justas leyes.
Sucedió que,
mientras aguardaban ellos el día conveniente, salió ella como los tres días
anteriores sola con dos criadas, y tuvo ganas de bañarse en el jardín, porque
hacía mucho calor. No había allí nadie, excepto los dos ancianos escondidos y
acechándola.
Susana dijo a
las criadas:
«Traedme el
perfume y las cremas y cerrad la puerta del jardín mientras me baño».
Apenas
salieron las criadas, se levantaron los dos ancianos, corrieron hacia ella y le
dijeron:
«Las puertas
del jardín están cerradas, nadie nos ve, y nosotros sentimos deseos de ti; así
que consiente y acuéstate con nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti
diciendo que un joven estaba contigo y que por eso habías despachado a las
criadas».
Susana lanzó
un gemido y dijo:
«No tengo
salida: si hago eso, mereceré la muerte; si no lo hago, no escaparé de vuestras
manos. Pero prefiero no hacerlo y caer en vuestras manos antes que pecar
delante del Señor».
Susana se
puso a gritar, y los dos ancianos, por su parte, se pusieron también a gritar
contra ella. Uno de ellos fue corriendo y abrió la puerta del jardín.
Al oír los
gritos en el jardín, la servidumbre vino corriendo por la puerta lateral a ver
qué le había pasado. Cuando los ancianos contaron su historia, los criados
quedaron abochornados, porque Susana nunca había dado que hablar.
Al día
siguiente, cuando la gente vino a casa de Joaquín, su marido, vinieron también
los dos ancianos con el propósito criminal de hacer morir a Susana.
En presencia
del pueblo ordenaron:
«Id a buscar
a Susana, hija de Jelcías, mujer de Joaquín».
Fueron a
buscarla, y vino ella con sus padres, hijos y parientes.
Toda su familia y cuantos la veían
lloraban.
Entonces los
dos ancianos se levantaron en medio de la asamblea y pusieron las manos sobre
la cabeza de Susana.
Ella,
llorando, levantó la vista al cielo, porque su corazón confiaba en el Señor.
Los ancianos
declararon:
«Mientras
paseábamos nosotros solos por el jardín, salió esta con dos criadas, cerró la
puerta del jardín y despidió a las criadas. Entonces se le acercó un joven que
estaba escondido y se acostó con ella.
Nosotros
estábamos en un rincón del jardín y, al ver aquella maldad, corrimos hacia
ellos. Los vimos abrazados, pero no pudimos sujetar al joven, porque era
más fuerte que nosotros, y, abriendo la puerta, salió corriendo.
En cambio, a
esta le echamos mano y le preguntamos quién era el joven, pero no quiso
decírnoslo. Damos testimonio de ello».
Como eran
ancianos del pueblo y jueces, la asamblea los creyó y la condenó a muerte.
Susana dijo
gritando:
«Dios eterno,
que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han
dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo
que su maldad ha inventado contra mí».
Y el Señor
escuchó su voz.
Mientras la
llevaban para ejecutarla, Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado
Daniel; y este dio una gran voz:
«Yo soy
inocente de la sangre de esta».
Toda la gente
se volvió a mirarlo, y le preguntaron:
«Qué es lo
que estás diciendo?».
Él, plantado
en medio de ellos, les contestó:
«Pero ¿estáis
locos, hijos de Israel? ¿Conque, sin discutir la causa ni conocer la verdad
condenáis a una hija de Israel? Volved al tribunal, porque esos han dado falso
testimonio contra ella».
La gente
volvió a toda prisa, y los ancianos le dijeron:
«Ven,
siéntate con nosotros e infórmanos, porque Dios mismo te ha dado la
ancianidad».
Daniel les
dijo:
«Separadlos
lejos uno del otro, que los voy a interrogar».
Cuando
estuvieron separados el uno del otro, él llamó a uno de ellos y le dijo:
«¡Envejecido
en días y en crímenes! Ahora vuelven tus pecados pasados, cuando dabas
sentencias injustas condenando inocentes y absolviendo culpables, contra el
mandato del Señor: “No matarás al inocente ni al justo”. Ahora, puesto que tú
la viste, dime debajo de qué árbol los viste abrazados».
Él contestó:
«Debajo de
una acacia».
Respondió
Daniel:
«Tu calumnia
se vuelve contra ti. Un ángel de Dios ha recibido ya la sentencia divina y te
va a partir por medio».
Lo apartó,
mandó traer al otro y le dijo:
«Hijo de
Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón. Lo
mismo hacíais con las mujeres israelitas, y ellas por miedo se acostaban con
vosotros; pero una mujer judía no ha tolerado vuestra maldad. Ahora dime: ¿bajo
qué árbol los sorprendiste abrazados?».
Él contestó:
«Debajo de
una encina».
Replicó
Daniel:
«Tu calumnia
también se vuelve contra ti. el ángel de Dios aguarda con la espada para
dividirte por medio. Y así acabará con vosotros».
Entonces toda
la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en
él.
Se alzaron
contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso
testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos
habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los
ajusticiaron.
Aquel día se
salvó una vida inocente.
Palabra de Dios
Salmo:
22,1-3a.3b-4.5.6
R/. Aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo.
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mí copa rebosa. R/.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
Lectura del
santo Evangelio según san Juan 8, 12-20
En aquel tiempo, Jesús habló a los fariseos, diciendo:
«Yo soy la
luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz
de la vida».
Le dijeron
los fariseos:
«Tú das
testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero».
Jesús les
contestó:
«Aunque yo
doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he
venido y adónde voy; en cambio, vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde
voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y, si juzgo yo, mi
juicio es legítimo, porque no estoy yo solo, sino yo y e! que me ha enviado, el
Padre; y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es
verdadero. Yo doy testimonio de mí mismo, y además da testimonio de mí el que
me ha enviado, el Padre».
Ellos le
preguntaban:
«Dónde está
tu Padre?».
Jesús
contestó:
«Ni me
conocéis a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi
Padre».
Jesús tuvo esta conversación junto al
arca de las ofrendas, cuando enseñaba en el templo. Y nadie le echó mano,
porque todavía no había llegado su hora.
Palabra del Señor.
1. La
enseñanza central de este evangelio está en la afirmación que Jesús hace de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12).
Jesús no dice
que él es "una" luz en el mundo, sino que él es "la" luz
que ilumina a la humanidad entera. Jesús, que es el Logos, la Palabra, la
Sabiduría, en la que Dios ha dicho a este mundo todo lo que le tenía que decir,
para cualquier situación, cualquier crisis, sea cual sea la dificultad en que
nos veamos, el Padre Dios nos dice: Pon los ojos solo en él, porque en él te lo
tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que buscas y deseas
(Juan de la Cruz, Subida al Monte C., 2, 22).
2. En
este mundo, de tan profundas y densas oscuridades, andamos con frecuencia entre densas tinieblas. Sin saber ni a dónde vamos, ni a qué
vamos. Esto nos ocurre como individuos. Y como
sociedad. Ahora, por ejemplo, cuando a todos nos seducen tanto las tecnologías,
los sorprendentes inventos y adelantos, que cada día nos anuncian, quedamos
alucinados, embelesados, seducidos. Baste pensar en lo que, en pocos años, han
representado los adelantos en la informática. Ya no podemos vivir sin ella.
Para la información, para las comunicaciones, para nuestros conocimientos. Y
ya, hasta se habla del "hombre-máquina", del que
nadie sabe si es posible o en qué consistirá.
Es terrible
decirlo: andamos en tinieblas, en la más profunda oscuridad.
3. Así
las cosas, la luz, que puede iluminar nuestras vidas, sigue siendo (y lo será
siempre) el "proyecto de vida" que nos marca el Evangelio. Ese
proyecto de vida es la luz que necesitamos, para ver dónde estamos y a dónde
nos puede llevar el camino que llevamos. Hoy ese camino lo marca la tecnología,
determinada y guiada por los intereses del capitalismo.
Es el camino
de la desigualdad creciente y galopante, que condena sin otro remedio al más
del 80 % de la humanidad a vivir unos pocos años en la desesperación y la
miseria, sin otra esperanza que la muerte temprana y criminal. Jesús no es esa
luz.
El Evangelio
nos urge a salir con urgencia de semejante oscuridad criminal.
- ¿Qué hago
yo en este orden fundamental de cosas?
SAN CIRILO DE
JERUSALEN, Obispo y Doctor
Le tocó vivir en
una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Justo las de las
controversias cristológicas en torno a la divinidad de Jesucristo. Se hacía
cada vez más necesario llegar a fórmulas que precisaran los conceptos que se
discutían; y esto no siempre se hizo en clima de seriedad científica, ni con
espíritu apostólico buscando el bien de los cristianos. Se enredaron unos y
otros en la controversia, poniendo excesivo énfasis en la defensa de los
prestigios personales, tantas veces enmarañados con el afán de poder y de
influencia; subieron de tono las envidias, los odios y rencores con evidente
falta de respeto a la caridad, a la dignidad de las personas, a la veneración a
los pastores. No fue precisamente una etapa que pueda presentarse como modélica
y ejemplar en los comportamientos. Hubo santos como Cirilo y herejes también.
Los apasionamientos hicieron que el estilo no fuera irreprochable.
Cirilo nació en
Jerusalén alrededor del año 315. Sin que se sepa mucho más de su niñez, se le
conoce como monje dedicado al estudio de la Sagrada Escritura y a la vida de
oración y penitencia. Alrededor de sus treinta años se ordenó sacerdote; pronto
pasó a ser obispo de Jerusalén, a la muerte de san Máximo, su predecesor; fue
amigo de Hilario de Poitiers en Seleucia y de Atanasio. También san Jerónimo
habla de él, pero con datos no excesivamente conformes con la historia.
Sus primeros años
de obispo jerosolimitano fueron de una actividad intensa constatada por Basilio
en Grande, que describe el estado floreciente de aquella Iglesia cuando la
visitó, en el 357.
Después de un
decenio de paz, comenzó para Cirilo un verdadero calvario. Se vio envuelto en
una controversia con el metropolita de Cesarea, llamado Acacio. Era la disputa
por la jurisdicción entre las dos sedes; pero aquello desembocó en una lucha
doctrinal. Por medio estaba el pasado concilio de Nicea, y del mismo modo que
Cirilo era incondicional al concilio, Acacio era enemigo acérrimo. Vinieron
sínodos y apelaciones al emperador Constancio y el empleo de la fuerza; el
resultado fue que Cirilo tiene que salir a su primer destierro camino de
Antioquía. La recuperó en el año 362, siendo ya emperador Juliano el Apóstata;
las tensiones entre Cesarea y Jerusalén volvieron a ponerse de manifiesto a la
muerte de Acacio por el hecho de nombrar Cirilo un sucesor legítimo que no
aceptaron los arrianos; así que, en el 367, comenzó un nuevo destierro, esta
vez por once años. Al subir Graciano al Imperio pudo regresar Cirilo a su sede
jerosolimitana, a finales del 378, para intentar poner en su sitio las piedras
rotas por tanta desunión y herejía, procurando que la diócesis y sus fieles
recuperaran el antiguo fervor.
Murió el peregrino
errante en el año 386, después de haber conseguido pacificar algo las
turbulencias y conseguir la unión con la Iglesia de algunos grupos separados.
Los sufrimientos
no solo fueron físicos, sino también morales; en el apasionamiento de las
peleas y diatribas no faltó quien le tachó de arriano, viendo en algunos actos
de su prudencia concesiones a la galería de los separados; pero Cirilo se
mostró siempre como defensor sin fisura de la fe que profesaba la Iglesia de
Roma y estuvo incondicionalmente unido a ella.
Y eso que tenía un espíritu pacífico y conciliador, más amigo de enseñar que
de polemizar. Su mejor elogio es el permanente odio de los arrianos, que en
todo tiempo vieron en él un enemigo implacable.
Nombrado doctor de
la Iglesia en 1882 por su enseñanza firme y constante, sin concesiones, con
toda la precisión terminológica que cabía esperar en un catequista más que en
un teólogo. Sus escritos son principalmente catequesis –obras maestras en su
género– y pertenecen al primer período de paz en su sede de Jerusalén: una
exposición sencilla y pastoral de la fe cristiana. Caben distinguirse las
Catequesis que predicó a sus fieles de Jerusalén en la Cuaresma del año 384;
unas, concretamente dieciocho, las dirigió a los catecúmenos, en la basílica de
la Resurrección –esa que construyó Constantino sobre el lugar donde estuvo el
sepulcro del Señor– y los temas desarrollados versan sobre el pecado, la
penitencia y el bautismo, con algunos comentarios sistemáticos sobre los
diversos artículos del Símbolo; otras –las que se llaman Mistagógicas– las
predicó en la capilla del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de ese
mismo año y las dirigió a los neófitos –cristianos recién bautizados–,
explicándoles las ceremonias del bautismo, e instruyéndoles sobre la Eucaristía
y la liturgia de la Iglesia.
Quien piense que
la historia de la Teología y de la Liturgia se ha escrito por maniáticos que
ocuparon sendos despachos bien montados se equivoca; detrás de cada tratado o
de cada disposición cultual hay toda una complicada trama forjada con la vida
de hombres que decidieron ser fieles a los datos revelados, aunque eso les
llevara a soportar las mayores penalidades.
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