27 DE
JULIO – JUEVES –
16ª - SEMANA
DEL T.O.-A
Evangelio según san Mateo 13, 10-17
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los discípulos y le
preguntaron:
"¿Por qué les hablas en parábolas?"
Él les contestó:
"A vosotros se os ha concedido conocer
los secretos del Reino de los Cielos y a ellos no.
Porque al que tiene se le dará y tendrá de
sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo
en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se
cumplirá en ellos la profecía de Isaías: "Oiréis con los oídos sin
entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este
pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír
con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los
cure".
Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros
oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que
veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron".
1. Está claro que había gente que no entendía a
Jesús. Esto quedó patente sobre todo en las parábolas, un género literario que
Jesús utilizó con frecuencia, según los evangelios sinópticos. Porque está
igualmente claro que las parábolas fueron, al mismo tiempo,
"revelación" y "encubrimiento".
Esta ambivalencia de
las parábolas se advierte mejor en el texto de Marcos que en Mateo: "A
vosotros se os ha comunicado el misterio del Reino de Dios; pero
a los que están fuera, todo sucede en
enigmas" (en parábolas) (Mc 4, 11). Sin duda, este fue un
"dicho" del propio Jesús (J. A. Fitzmyer).
2. Las parábolas "revelan" a Jesús
cuando se está en sintonía con él y con su proyecto. Pero "ocultan" a
Jesús cuando se vive enfrentado a él. Por eso eran "revelación" para
los seguidores de Jesús. Y eran "ocultamiento" para los dirigentes
religiosos que se enfrentaron con Jesús.
-¿Por qué se produce
este fenómeno?
Las parábolas son
relatos, tomados de la vida cotidiana, en los que siempre se produce un
"corte" con lo normal y lo cotidiano. Ese "corte" es un
elemento de estupor y de sorpresa, algo que contradice lo que ocurre
normalmente en la vida. Todas las parábolas tienen algo de
"extravagancia", que rompe con lo que a nosotros nos parece "lo
normal".
Pues bien, cuando se
entiende esa "extravagancia", entonces es cuando se sintoniza con
Jesús y su mensaje del Reino.
3. El problema está en que esta
"extravagancia" del mensaje de Jesús se comprende, no cuando se "interpreta"
ese mensaje, sino cuando se "vive" (E. Jüngel, W. Harnisch). Aunque
eso suponga y hasta exija el "corte" con "lo normal", con
"lo cotidiano", con lo que se considera "habitual" en
nuestras vidas: en asuntos de dinero, de poderes y dignidades, de cercanía al
sufrimiento, de respeto, tolerancia y perdón.
En definitiva, lo que
aquí está en juego es la profunda intuición de Franz Kafka: "Si
practicarais las parábolas, vosotros mismos os convertiríais en parábola, y de
ese modo os veríais libres de la
fatiga diaria".
4. En definitiva, las palabras de Jesús -en este
evangelio- vienen a decir que el
Evangelio no se entiende desde la lógica y la coherencia del lenguaje,
sino desde la extravagancia y la incoherencia
que, tantas veces y con tanta frecuencia, comporta y lleva consigo la vida
compartida. No la vida explicada, sino la vida vivida y compartida con.
Porque, cuando la
vida se vive con alguien y se comparte con alguien, la vida entonces se
entiende y se asimila en la medida, y solo en la medida, en que la vida con
otro, se hace vida propia. Por esto es por lo que ocurría que, incluso los
discípulos que habían seguido a
Jesús y lo habían acompañado, no lo entendían,
no se enteraban. Y así, incluso en los relatos de la resurrección se palpa una
incomprensión inexplicable.
En el gran relato de
la pasión, todos abandonaron a Jesús y lo dejaron solo. No lo habían
comprendido. Y es que a Jesús solamente lo comprende quien con-vive la misma
vida con él.
Aquí tocamos el fondo
de la vida, el centro de la vida, el misterio de Dios, expresado en el misterio
del Evangelio.
SAN CELESTINO – I
Elogio: En Roma, en el cementerio
de Priscila, en la vía Salaria, san Celestino I, papa, que, esforzándose para
que la Iglesia se mantuviese en la verdadera fe y ampliase su extensión,
instituyó el episcopado en Gran Bretaña e Irlanda y promovió la celebración del
Concilio de Éfeso, en donde se condenó a Nestorio y se saludó a María como
Madre de Dios.
Apenas sabemos algo de su vida privada. Nació en Campania y se
había distinguido como diácono en Roma, antes de su elección a la cátedra de
San Pedro en septiembre del año 422. Durante los diez años que duró su
pontificado, mostró gran energía y encontró gran oposición. Los obispos de
Africa, que ya se habían quejado de que se convocaba a Roma a muchos de sus
sacerdotes, criticaron al Papa por haber llamado a Apiado en forma precipitada
y sin tener en cuenta a los obispos. Sin embargo, san Agustín profesaba gran
veneración y cariño a san Celestino, como consta por sus cartas. San Celestino
se opuso enérgicamente a los brotes de herejía de su época, particularmente al
pelagianismo y al nestorianismo. El sínodo que reunió en Roma en el año 430,
fue una especie de preludio del Concilio ecuménico de Éfeso, al que san
Celestino envió tres legados de gran envergadura. Igualmente apoyó a san Germán
de Auxerre en su lucha contra el pelagianismo y escribió un tratado dogmático
de gran importancia contra el semipelagianismo, que era una forma mitigada de
la misma herejía. De san Celestino proviene la obligación de los clérigos de
órdenes mayores de recitar el oficio divino. Es poco probable que san Celestino
haya enviado a san Patricio a Irlanda; sin embargo, debía tener muy presentes
las necesidades de ese país, ya que fue él quien envió a Paladio allá a
sostener la fe de los que creían en Cristo, inmediatamente antes de que san
Patricio empezara su gran obra de evangelización.
En una carta atribuida a san Celestino, dirigida a los obispos de
las iglesias Viennense y Narbonense, del 26 de julio del 428, se contiene un
hermoso texto, que recoge el Denzinger como «canon sobre la reconciliación in
articulo mortis»: Hemos sabido que se
niega la penitencia a los moribundos y no se corresponde a los deseos de quienes,
en la hora de su tránsito, desean socorrer a su alma con este remedio.
Confesamos que nos horroriza se halle nadie de tanta impiedad que desespere de
la piedad de Dios, como si no pudiera socorrer a quien a El acude en cualquier
tiempo, y librar al hombre, que peligra bajo el peso de sus pecados, de aquel
gravamen del que desea ser desembarazado. ¿Qué otra cosa es esto, decidme, sino
añadir muerte al que muere y matar su alma con la crueldad de que no pueda ser
absuelta? Cuando Dios, siempre muy dispuesto al socorro, invitando a penitencia,
promete así: Al Pecador -dice-, en cualquier día en que se convirtiera, no se
le imputarán sus pecados [cf. Ez. 33, 16]... Como quiera, pues, que Dios es
inspector del corazón, no ha de negarse la penitencia a quien la pida en el
tiempo que fuere...
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