4 DE JULIO - MARTES –
13ª -SEMANA DEL T. O. - A
Evangelio según san Mateo 8, 23-27
En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo
siguieron. De pronto se levantó un temporal tan fuerte, que la barca desaparecía
entre las olas; él dormía.
Se acercaron los discípulos y lo despertaron
gritándole:
"¡Señor, sálvanos, que nos
hundimos!"
Él les dijo:
"¡Cobardes! ¡Qué poca fe!"
Se puso en pie, increpó a los vientos, al
lago, y vino una gran calma.
Ellos se preguntaban admirados:
"¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el
agua le obedecen!"
1. No entramos aquí en la interminable
discusión sobre si este episodio ocurrió
tal y como aquí se relata. No se trata de que le tengamos miedo a discutir el
valor histórico del relato. Se trata de recordar -una vez más- que el Evangelio
no es una "recopilación de relatos
históricos", sino "un proyecto de vida", presentado en forma de teología narrativa.
Este relato, tal como
quedó situado en el evangelio de Mateo, está colocado inmediatamente después de
la llamada de Jesús al "seguimiento" (Mt 8, 18-22). Y, a renglón
seguido, se relatan simbólicamente las consecuencias que exige y entraña la
decisión de seguir a Jesús.
2. ¿Qué quiere enseñar el evangelio de Mateo en
este relato de la tempestad calmada?
La clave está en que
la tempestad viene inmediatamente a continuación de la llamada al seguimiento.
El grupo de
discípulos, que subieron con Jesús
a la barca, eran hombres que habían aceptado la
llamada de Jesús al seguimiento. Por eso habían abandonado sus trabajos, sus
familias, su instalación
(Mc 1, 18-20; Mt 4, 12-17; Lc 4, 14-15; Mc 2,
14 par): "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19, 27 par).
Ahora bien, una
persona que lo primero y lo central, que pone en su vida, es el seguimiento de
Jesús va directamente a un mar de tempestades, oscuridades, peligros... Mateo
lo dice así, al colocar el relato de la tempestad a renglón seguido del
llamamiento a seguir a Jesús.
Pero, - ¿por qué el "seguimiento" lleva al
"peligro"?
3. Jesús fue un hombre incomprendido por los poderosos
y amenazado por ellos.
Jesús quería la
igualdad entre todos, ya que eso es lo que nos humaniza a todos por igual.
Los poderosos no
toleran eso en modo alguno. Y buscan razones y argumentos para mantener sus privilegios
y su dominación.
El instrumento más
eficaz para eso es "la voluntad de Dios", la "religión".
Eso fue lo que Jesús tocó. Y lo intentó desplazar, del Templo y sus notables, a
la calle y sus gentes. Pero esto es muy peligroso. Más peligroso que el mar encrespado
en la noche y sin más defensa que una barca frágil como una pobre patera.
Por eso el Evangelio
nos dice, en este extraño relato, que Jesús, por más que parezca dormirse y
ausentarse, no da lugar al miedo. Si seguimos a Jesús, Jesús nos da la
seguridad que necesitamos en la vida.
Sta. ISABEL de Portugal
(Santa Isabel
de Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336) Reina
de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue reina de
Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual contribuyó de
forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país ibérico.
Hija de
Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime I
el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada
educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque parece que
desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una personalidad
piadosa y caritativa.
Santa Isabel de Portugal
Antes de
cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado negociaciones con
el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán de
Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Éste aceptó
gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos,
Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con las
negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de Dionís con sus
más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba a
Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a
la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la
ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido
de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más
importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después del
matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la dualidad de
caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su carácter
caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que,
enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a
los acontecimientos. En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni
por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento
nobiliario portugués, copado en gran medida por los propios miembros de la
familia real, era cada vez mayor, personificado especialmente por Alfonso, hermano
del rey, y también su principal enemigo para mantener la paz del reino, pues no
dejaba de conspirar para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le uniría
la rebeldía del hijo primogénito.
En los
primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó a ganarse
las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues el pueblo
siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus gobernantes, sobre
todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De esta manera, las
continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San Bernardo de
Almoster), la contribución al sostenimiento de otras (principalmente, el
lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los hospitales de asistencia
fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém), ayudaron a que su
popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel entre los
gobernantes medievales.
Los
problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos enfrentamientos,
primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de
hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por
otra parte, las continuas infidelidades de éste, evidentemente, no hacían
presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la
bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el medievo, las
acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban por completo.
A pesar de
ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no los
trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el respeto que debía
como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a ser una
fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros hijos de Dionís e
Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de Castilla,
Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería posteriormente rey
como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda década del siglo XIV,
pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos obvios) comenzó a alarmarse
por el incomparable ascendente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en
la toma de decisiones políticas, había comenzado a contraer uno de los hijos
ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante la
sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión de
legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono,
Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la
regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió
contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por lo que
respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una madre podía
sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más complicada.
Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones en el norte
del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta última villa
había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey debió entrever
en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la conspiración de
su hijo.
El resultado
fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las rentas de
Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en el
castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que, en
la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque
finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante dos
largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron una especie de
guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte del país,
rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo superior en
número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y
Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de su
padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su
vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto
de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había
ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A pesar de
esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los bastardos de Dionís,
Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho más al
saber que las tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la guarnición
alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército, comitiva seguida
muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de la inminente batalla,
logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia, aunque no pudo evitar
una escaramuza antes de su llegada.
El acuerdo
consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para
licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería respetar
el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de fidelidad.
Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la primera
intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien efímero, puesto que
la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los intereses
particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos
meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde
Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado, mediante
varios mensajeros, a que se detuviese.
De nuevo fue
necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera entre ambos
contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego, el ejemplo
de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue suficiente
para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que la ambición
aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la ocasión, la
reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento, situado en
el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida allí para
todo el reino.
Poco tiempo
después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas dificultades por
el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV, pareció realizarse
sin necesidad de violencia por ninguna parte. La desaparición de uno de los
protagonistas del conflicto casi fue la razón de que éste acabase; así debió
entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de mediación, ya que, tras
el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió algún tiempo en ese
lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes espirituales, apartadas
durante los tiempos problemáticos.
Al año
siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el monasterio
de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más
desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el
convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena
muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a
Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina
más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos
igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente
al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de
nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de
Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían
sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban
concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez,
intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de
la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas
horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho
prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida
con su nieto, y sobrino del propio rey.
La
intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar, hasta su
propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de Coimbra que
ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente hacia Santa
Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el
grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron motivo para que
su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca
luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue
beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien
únicamente para el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización tuvo lugar
el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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