11 DE OCTUBRE
- MIÉRCOLES
27a SEMANA DEL
T.O.-A
Evangelio según san Lucas 11, 1-4
Una vez que estaba Jesús orando en cierto
lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
"Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus
discípulos".
Él les dijo:
"Cuando oréis, decid: "Padre, santificado sea tu
nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos
nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe
algo, y no nos dejes caer en la tentación".
1.
Aunque resulte extraño, si un discípulo le pidió a Jesús que les
enseñara a orar, parece lógico (por más ilógico que parezca) que el interés por
la oración brotó de los discípulos, no de Jesús. Lo cual no quiere decir que a
Jesús no le importara el asunto de la oración. Lo que ocurre es que Jesús vio
claro que, en el tema de la oración, lo que importa no son las enseñanzas, sino
la práctica.
No
interesa "saber" mucho sobre la oración, sino "hacer" mucha
oración.
Como sabemos que hizo Jesús: oraba con
frecuencia y de forma prolongada.
Una persona que hace oración contagia su experiencia
a los demás, sin que diga nada sobre el asunto.
Jesús fue fiel a aquello (que él mismo había
dicho):
"Cuando
reces, no te exhibas en la esquina" (Mt 6, 5).
2. El
Padre nuestro, antes que una fórmula de oración es un programa de vida. Porque
lo que se expresa en esa oración es toda una manera de entender
la
vida. Y los valores que tienen que regir nuestra vida.
Rezar el Padre nuestro es decirle a Dios cómo es
nuestro estilo de vida y lo que manda en la vida que
llevamos.
Equivale, por tanto, a decir que lo primero, en
nuestra vida, es Dios: el respeto a la santidad de Dios, el deseo que sea Él
quien reine y mande en este mundo, el anhelo de que siempre se cumpla lo que
Dios quiere.
¿Qué significa todo esto?
3.
Significa que Dios es lo más importante, lo que ante todo nos interesa en
la vida. Esto no significa que tengamos claro todo lo que sobre Dios se ha escrito
y se ha dicho.
Significa, más bien, que, en la vida, lo
decisivo es una convicción relacionada con "lo trascendente", es decir, con lo que está por encima y más allá
de lo inmediato, lo que nos conviene en este momento, lo que deseamos y apetecemos, lo que gratifica
nuestros intereses, nuestros orgullos y vanidades.
Cuando en la vida se toma en serio "lo trascendente",
"lo último", "lo definitivo", el deseo y la ambición quedan
subordinados a principios éticos que nos hacen mejores personas, más útiles
para los demás,
y
también más felices en nuestra intimidad secreta.
He ahí el sentido primero y más elemental del
Padre nuestro.
SAN JUAN XXIII
(Sotto il Monte, 1881 -
Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli (1958-1963).
Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana
Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en
una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y
alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de
convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía
estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.
Juan XXIII
Lo cierto es que, más
tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una
ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma
lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa
en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus
ojos.
Por fin, a los once años
ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los
sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir
su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda
su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus
reflexiones y sus sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al
seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la
carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para
hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no
fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de
los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más
profundos.
El futuro Juan XXIII
celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al
día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como
doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda
huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de
mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar
con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas
cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y
no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por
el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un
decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima
identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli
enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió
varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con
diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la
inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un
verdadero padre espiritual.
En 1914, dos hechos
desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte
repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que
perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre
extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la
Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus
proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A
pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto
a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue
sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde
pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella
guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la contienda,
fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo
reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador
apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de
embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como
obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin
duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la
Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico,
realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de
consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos
producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que, si Atenas no fue
bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se
debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las
hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de
una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el
derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los
regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y
una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las
dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política
recelosa y esquiva.
En 1952, Pío XII le
nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa,
Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con
luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su
elección como papa en 1958, tras la muerte de Pío XII, sorprendió a propios y
extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a
comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne
actitud que había caracterizado a sus predecesores.
Para empezar, adoptó el
nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o
Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego abordó su tarea como
si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas
quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido
víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la
buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del
pueblo.
Como pontífice dio un
nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad
de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro
Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la
Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica,
promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito pronto fue
claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos
modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos,
económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad
cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra
y Pacem in terris.
En la primera explicitaba
las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre y en la
atención de las necesidades, hablando claramente del concepto
"socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la
intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más
justas.
En la segunda se
delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e internacional
vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en la Última
Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la visión
católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la
Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del
hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o
económica.
Poco antes de su muerte,
acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un
nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al
día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se
proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los
misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales.
De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la
bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de
la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del
matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad
toda".
Se trataba de una tarea
de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar,
y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible y
comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo
pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd.
Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Casi cuatro décadas después, en el año 2000, Juan XXIII fue beatificado por
otro papa carismático, Juan Pablo II; y, el 27 de abril de 2014, ambos fueron
canonizados por el papa Francisco, el primer pontífice hispanoamericano de la
historia de la Iglesia.
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