30 DE OCTUBRE -
LUNES
30ª - SEMANA DEL
T.O.-A
Lectura del santo evangelio según san Lucas 13,
10-17
Un sábado,
enseñaba Jesús en una sinagoga. Había
una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un
espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y
le dijo:
"Mujer, quedas libre de tu enfermedad".
Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba
a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado
en sábado, dijo a la gente:
"Seis días tenéis para trabajar, venid esos días a que os
curen, y no los sábados".
Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo:
"Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre
al buey o al burro, y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?
Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho
años, ¿no había que soltarla en sábado?"
A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la
gente se alegraba de los milagros que hacía.
1. Jesús
cura a una mujer. La cura en sábado. Y,
además, lo hace sin que la mujer se lo pida.
Nada más verla, Jesús toma la iniciativa y libera a aquella
mujer
atada, encadenada, obligada a ir por la vida así, inclinada, sin poder levantar
la cabeza, vista por todo el mundo como la mujer oprimida por Satanás. Y así,
tantos años.
Era una situación humillante, indigna, que a
Jesús
le
resultó insoportable. Por eso la curó inmediatamente, es decir, la desató de su
condición humillada y humillante.
2. El
dirigente religioso (el jefe de la sinagoga) no soportó aquello. Para él, la
religión era más importante que la
liberación de aquella mujer. O sea, la obligación religiosa está por encima de
la dignidad de la mujer.
Con tal que se observe el precepto, a la
religión no le importa ver a la mujer con la cabeza agachada, hundida,
humillada. Es más, al jefe religioso, no solo no le importa ver a la mujer así,
sino que incluso no soporta que alguien la desate de la cadena que la tiene
hundida hacia el suelo.
Al decir estas cosas, no se exagera nada. Se trata
simplemente de leer el relato con cierta detención y con un mínimo de profundidad. Enseguida se
advierte todo esto. Que es, ni más ni menos,
lo que las grandes religiones siguen haciendo con la mujer. A veces, hasta
imponer, justificar y mantener situaciones humillantes increíbles.
3. La
indignación del jefe de la sinagoga es comprensible, dada la legislación
religiosa que él tenía que cumplir. Pero más comprensible aún es la respuesta
que
le da Jesús a aquel "hipócrita".
¿Por qué "hipócrita"? Porque, en
definitiva, lo que aquel hombre defendía era una forma de comportamiento que trataba
mejor a los burros que a las personas. Esto es fuerte. Pero esto exactamente es
lo que dijo Jesús.
SAN
MARCELO Y SAN CLAUDIO, martires
Elogio: En Tánger, ciudad de Mauritania, pasión de san Marcelo, centurión,
que el día del cumpleaños del emperador. mientras los demás ofrecían
sacrificios, se quitó las insignias de su función y las arrojó al pie de los
estandartes, afirmando que por ser cristiano no podía seguir manteniendo el
juramento militar, pues debía obedecer solamente a Cristo, y así consumó su
martirio al ser inmediatamente decapitado.
La «Passio» de san Marcelo nos ha llegado en dos recensiones transmitidas
por diversos manuscritos, dispersos en las bibliotecas de Roma, Bruselas,
Londres, Madrid, León, Burdeos, etc. El núcleo original se lo reconoce como
históricamente auténtico, y consta de dos interrogatorios verbales en dos
tribunales diferentes, a distancia de tres meses. Luego, alrededor del siglo
XI, esta historia sufre interpolaciones que hacen de san Marcelo esposo de
santa Nona y padre de doce hijos (Claudio, Lupercio, Victorico, Facundo,
Primitivo, Emeterio, Celedonio, Servando, Germano, Fausto, Genaro y Marcial).
El origen y la evolución de esta leyenda, profundamente arraigada en la
tradición cristiana del pueblo de León ha sido cuidadosamente estudiado por De
Gaiffier.
Transcribimos los hechos tal cual lo cuenta la «Passio»: En la ciudad
de Tingis (Tánger), en la época del gobernador Fortunato, cuando todo el mundo
celebraba el cumpleaños del emperador, uno de los centuriones, llamado Marcelo,
que consideraba los banquetes como una práctica pagana, se despojó del cinturón
militar ante los estandartes de su legión y dio testimonio en voz alta,
diciendo: «Yo sirvo al Rey Eterno, Jesucristo, y no seguiré al servicio de
vuestros emperadores. Desprecio a vuestros dioses de madera y de piedra, que no
son más que ídolos sordos y mudos». Al oír eso, los soldados quedaron
desconcertados. En seguida tomaron preso a Marcelo y refirieron lo sucedido al
gobernador Fortunato, quien ordenó conducir al mártir a la prisión. Cuando
terminaron las fiestas, el gobernador reunió a su consejo y convocó al
centurión. Cuando éste llegó, el gobernador Astasio Fortunato le dijo: «¿Por
qué te quitaste el cinturón militar en público, en desacato a la ley militar, y
porqué arrojaste tus insignias?»
Marcelo: El 21 de julio, día de la fiesta del emperador, ante los
estandartes de nuestra legión, proclamé en público y abiertamente que yo era
cristiano y que no podía servir al ejército, sino sólo a Jesucristo, el Hijo de
Dios Padre Todopoderoso.
Fortunato: No puedo pasar por alto ese modo de proceder tan precipitado, de
suerte que daré cuenta a los emperadores y al césar. Voy a enviarte a mi señor
Aurelio Agricolano, diputado de los prefectos pretorianos.
El 30 de octubre, el centurión Marcelo compareció ante el juez, a
quien se comunicó lo siguiente: «El gobernador Fortunato ha remitido a tu
autoridad al centurión Marcelo. He aquí una carta suya, que te leeré si lo
deseas.» Agricolano dijo: «Lee». Entonces se leyó el informe oficial: «De parte
de Fortunato a ti, mi señor», etc. Entonces Agricolano preguntó a Marcelo:
«¿Hiciste lo que dice el informe oficial?»
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Servías
regularmente en el ejército?
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Qué te
impulsó a cometer la locura de arrojar las insignias y a hablar en esa forma?
Marcelo: No es una
locura temer a Dios.
Agricolano: ¿Dijiste
realmente todo lo que cuenta el informe oficial?
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Arrojaste
las armas?
Marcelo: Sí, porque a
un cristiano que sirve a Cristo, no le es lícito militar en los ejércitos de
este mundo.
Agricolano: La acción de
Marcelo merece un castigo.
En seguida pronunció la sentencia: «Marcelo, que tenía el rango de
centurión, ha admitido que él mismo se degradó al arrojar públicamente las
insignias de su dignidad. Por otra parte, el informe oficial hace constar que
pronunció palabras insensatas. En vista de lo cual, disponemos que perezca por
la espada». Cuando le conducían al sitio de la ejecución, Marcelo dijo: «Que mi
Dios sea bueno contigo, Agricolano». En esa forma tan digna, partió de este mundo
el glorioso mártir Marcelo.
Del cuidadoso estudio de De Gaifiier resulta claro y evidente que
Marcelo es un verdadero mártir africano y sólo en las sucesivas interpolaciones
posteriores, realizadas por escritores españoles, se ha transformado en
ciudadanos de León, sobre la base falsa de que él pertenecía a la Legión de
Trajano, el presunto fundador de la ciudad. Después de esta identificación,
realizada en siglo XVI, se creía también ser capaces de decir cuál había sido
en León la casa donde había vivido, convertida en una iglesia dedicada al
mártir. Según esa tradición, al advenimiento de la paz de Constantino en León
se habría construido una iglesia dedicada al santo. El códice 11 del Archivo de
la catedral de León refiere que Ramiro I (842-850) «restauró la iglesia de San
Marcelo en el suburbio legionense cerca de la Puerta Cauriense, fuera de las
murallas de la ciudad ...»
La devoción que había hecho de Marcelo el patrono principal de la
ciudad de León, sin embargo, nació y creció lejos de sus restos mortales, que
se conservaban en Tánger, por lo cual, inmediatamente después de la liberación
de esta ciudad por el Rey de Portugal, León tomó el botín de su mártir. Pero
también las ciudades de Jerez y Sevilla se disputaban la posesión. El 29 de
marzo de 1493, sin embargo, los restos de Marcelo, llevados por el propio rey
Fernando el Católico, hicieron su entrada en León y se colocaron en la iglesia
dedicada a él. Según documentos de la época conservados en el archivo municipal
de la ciudad, los restos tuvieron «una bienvenida como no podía ser mejor».
Las reliquias se conservan actualmente en un cofre de plata en el
altar mayor, donde se hallan también un pergamino que narra el ingreso a la
ciudad y los milagros de los que estuvo acompañado, los documentos relativos a
la donación de una reliquia del mártir a la iglesia de san Gil de Sevilla, y
algunas cartas del rey Enrique IV de Castilla y de Isabel la Católica al papa
Sixto IV sobre el traslado del cuerpo del mártir a León.
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