21 DE OCTUBRE -
SÁBADO –
28ª - SEMANA DEL
T.O.-A
Evangelio según san Lucas 12, 8-12
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
"Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el
Hijo del Hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me
reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que
hable contra el Hijo del Hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las
autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a
defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis
que decir".
1. Lo
primero que salta a la vista al leer este evangelio, es que la causa de Jesús exige
tomar partido, es decir, ponerse a favor o en contra de él. Esto supone que
Jesús, como de él dijo el anciano Simeón, "será una bandera
discutida" (Lc 2, 34).
Ante Jesús, por tanto y si es que se le conoce
bien, nadie se va a quedar indiferente. Porque su vida y su mensaje exigen
asumir decisiones muy serias. Decisiones que tocan a nuestros intereses más
fuertes y en los asuntos más fuertes de la vida: el poder, el honor, el dinero,
las relaciones interpersonales, la sensibilidad o insensibilidad ante el
sufrimiento ajeno.
2. Por
otra parte, no se trata simplemente de decisiones que cada cual toma en su
intimidad. Por el contrario, el Evangelio exige a los seguidores de Jesús tomar
las decisiones que tomó Jesús. Él se puso de parte de quienes peor lo pasan en
la vida. Y, por tanto, se enfrentó a los causantes del sufrimiento de los más
desfavorecidos por los poderes de este mundo.
Todo eso, como es lógico, no pasa inadvertido.
Y se suele pagar muy caro. Antes o después, el que toma así la vida, acaba en
los tribunales, ya sean civiles o religiosos. Hasta eso tiene que llegar la seriedad
de nuestro compromiso con el Evangelio de Jesús el Señor.
3. Creer
en Jesús no es pasar por la vida como una persona "respetable".
Las personas que, a lo largo de la historia,
han tomado más claramente partido por Jesús, son personas que se han metido en
líos, han dado que hablar, han sido mal vistas por grupos y sectores muy
apreciados en la sociedad, se han visto en serios apuros. Y no han sido pocos
los que han terminado en cárceles y patíbulos.
Creer en Jesús no es simplemente practicar con
fervor una religión. Creer en Jesús es asumir una vida que puede terminar siendo
"peligrosa", "sospechosa"
y,
en cualquier caso, bastante incómoda.
En una sociedad en la que tanto se pisotea lo
que Jesús dijo, ¿cómo podemos decir que creemos en Jesús, si nos quedamos con los
brazos cruzados, por "prudencia" y por "no dar que hablar"?
SAN HILARION DE GAZA, abad
(~291 – †372)
Hilarión nació en torno al año 291, en una aldea llamada Tavata, al
sur de Gaza, en Palestina. Sus padres eran paganos (idólatras) y ricos.
El joven estudia en Alejandría. Allí, en medio de un mundo pagano
blando, del lujo de los palacios, del bullicio y las pasiones del circo y del
teatro, conoce a los cristianos de la comunidad fundada por San Marcos y abraza
la fe, siendo bautizado a los quince años.
Por entonces oye hablar de Antonio, elogiado por todo el pueblo de
Egipto. Lo busca en el delta del Nilo, en la Arcadia. Permanece con él dos
meses observando el modo de vida del santo ermitaño. Hilarión se siente llamado
a imitarle en la vida de oración, cabalgando con la soledad y la penitencia por
amor a Jesucristo.
Disgustado por el bullicio que producía la gran cantidad de
peregrinos, enfermos y posesos que acudían a la celda de Antonio, volvió a su
patria a servir a Dios en la soledad total. Consideraba que él debía comenzar
su camino, igual que hizo Antonio.
Como sus padres murieron durante su ausencia, Hilarión dio una parte
de sus bienes a sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí
mismo (pues tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, Hech. 5, según dice
san Jerónimo).
En el desierto de Majuma
A tan corta edad se retiró al desierto, a diez kilómetros de Majuma,
en dirección a Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla del mar y
un pantano.
Era un joven muy delicado a quien afectaban los menores excesos de
frío y de calor. A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de pelo, una
túnica de cuero que san Antonio le había regalado y un corto manto de tela
ordinaria. No cambió de túnica sino hasta que la que llevaba empezó a caerse en
pedazos, y jamás lavó su camisa, puesto que opinaba: «Es una ociosidad lavar
una camisa de pelo».
Llevó una pobreza extrema, oración profunda, gran penitencia, ayunos,
consejos y servicio a los necesitados.
Tentaciones y ascesis
Durante muchos años, Hilarión no comió más que quince higos por día y
nunca, antes de la caída del sol. Cuando se sentía tentado por la lujuria,
solía decir a su cuerpo: «¡Voy a impedir que des coces, asno infame!» y reducía
su ración a la mitad. Como los monjes de Egipto, trabajaba en el tejido de
cestos y en la labranza, con lo cual ganaba lo necesario para vivir.
En los primeros años, habitaba en una covacha de ramas que él mismo
había entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía todavía en
tiempo de san Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un metro y
medio de alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte que más
parecía una tumba que una habitación.
Al comprobar que los higos eran un alimento insuficiente, Hilarión se
decidió a comer algunas verduras y un poco de pan y aceite. Sin embargo, no
disminuyó sus austeridades ni con la edad.
Dios permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos
períodos, vivía el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran
sequedad y angustia interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus
súplicas, tanto más se aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar
que, aunque el santo ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue
a visitar los Santos Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a
la Ciudad Santa para no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia
honraba; pero no lo hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en
todas partes se podía adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Primeros milagros
Veinte años después de su llegada al desierto, Hilarión obró el
primer milagro: Cierta mujer casada, de la ciudad de Eleuterópolis (Bait
Jibrín, en las cercanías de Hebrón), consiguió que el santo le prometiese orar
para que Dios la librase de la esterilidad; menos de un año después, la mujer
tuvo un hijo.
Entre otros milagros, se cuenta que Hilarión ayudó a un domador de
caballos de Majuma, llamado Itálico, a ganar una carrera al emir de Gaza.
Itálico, creyendo que su adversario se valía de sortilegios para impedir que sus
caballos ganasen, acudió a Hilarión en demanda de auxilio. El santo le bendijo
y le aconsejó que rociase de agua bendita las ruedas de sus carros. Los
caballos de Itálico dejaron muy atrás a los de su adversario y el pueblo
proclamó que Cristo había vencido al dios del emir.
Siguiendo el ejemplo de Hilarión, otros ermitaños empezaron a
establecerse en Palestina. El santo solía ir a visitarlos poco antes de la
época de la cosecha. En una de esas visitas, vio a los paganos de Elusa (al sur
de Barsaba) reunidos para adorar a sus ídolos y oró a Dios con muchas lágrimas
por ellos. Como Hilarión había curado a muchos de los paganos que ahí estaban,
se acercaron a pedirle su bendición. El santo los acogió con gran bondad y los
exhortó a adorar al verdadero Dios en vez de sus ídolos de piedra. Sus palabras
produjeron tal efecto, que los paganos no le dejaron partir sino hasta que proyectó
la construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos, que estaba
revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.
Nostalgia del pasado. Muerte de San Antonio
El año 356, tuvo una revelación sobre la muerte de san Antonio. Para
entonces Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco años y estaba muy afligido por
la cantidad de personas, particularmente de mujeres, que acudían a pedirle
consejo.
Lloraba todos los días y recordaba con increíble nostalgia su
anterior estilo de vida. El cuidado de sus discípulos le dejaba apenas reposo.
Cuando los hermanos le preguntaron qué le sucedía, y por qué estaba tan
abatido, les respondió:
«He retornado al mundo y ya he recibido mi
recompensa en vida. Los hombres de Palestina y de las provincias vecinas me consideran
una persona importante, y, con el pretexto de proveer a las necesidades de los
hermanos y de las celdas poseo utensilios despreciables».
Los hermanos lo cuidaban, especialmente su discípulo Hesiquio, que
con admirable amor se había entregado a la veneración del anciano.
Hilarión huye a Egipto
Pero él no pensaba sino en la soledad, al punto de que un día decidió
partir de Palestina. Cuando esto se supo, como si se hubiera anunciado en
Palestina una calamidad o luto público, se congregaron más de diez mil hombres
de diversa edad y sexo para retenerlo.
Él permanecía inflexible ante las súplicas, y removiendo la arena con su
báculo les dijo: «No puedo hacer mentir a mi Señor. No puedo ver las iglesias
destruidas, los altares de Cristo pisoteados, la sangre de mis hijos». Todos
los presentes comprendieron que se le había revelado un secreto que no quería
manifestar. Con todo lo vigilaban para que no partiera. El santo dijo a la
multitud que no comería ni bebería hasta que le dejasen partir y así lo hizo
durante siete días.
Entonces lo dejaron libre y escogió a unos cuarenta monjes capaces de
caminar sin probar bocado hasta el atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta
llegar a la montaña de san Antonio, cerca del Mar Rojo. Allí encontraron a dos
discípulos del gran eremita, Isaac y Peluso; Isaac había sido el intérprete de
Antonio. Hilarión recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de
san Antonio le decían: «Allí solía cantar. Allí solía orar. Ése era el lugar en
que trabajaba y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. Él plantó esas
viñas y estos arbustos. Él labró personalmente aquella parcela. Él excavó este
estanque para regar su huerto. Ése es el azadón que usó durante muchos años».
En la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta
y serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir
del pueblo y de sus propios discípulos; allí mismo se hallaba el huerto que por
el poder del santo habían respetado los caballos salvajes. Hilarión pidió entonces a los discípulos de
san Antonio que le mostrasen el sitio en que estaba sepultado, pero no sabemos
con certeza si se lo mostraron o no, pues san Antonio les había ordenado que no
indicasen a nadie dónde estaba su sepultura para evitar que un personaje muy
rico de los alrededores se llevase sus restos y construyese una iglesia para
ellos.
Hilarión obtiene la lluvia
Hilarión volvió a Afroditón (Atfiah), donde se retiró a un desierto
de los alrededores, reteniendo consigo sólo a dos hermanos, y se consagró con
más fervor que nunca a la abstinencia y el silencio, tanto, que recién allí,
según decía, había comenzado a servir a Cristo.
Desde hacía tres años, es decir, desde la muerte de san Antonio, no
había llovido en la región. El pueblo acudió a implorar las oraciones de Hilarión,
a quien consideraba como el sucesor de san Antonio. El santo levantó los ojos y
las manos al cielo, e inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos
labradores y pastores se curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse
con el aceite bendecido por Hilarión.
Éste, viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a crecer, pasó
un año entero en un oasis al occidente del desierto; finalmente, como no
lograse vivir oculto en Egipto, decidió partir con un compañero a Sicilia.
Desembarcaron en Pessaro y se establecieron en un sitio poco
frecuentado, a treinta kilómetros del mar. Hilarión recogía diariamente una
carga de leña y su compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima, y con
el dinero compraba un poco de pan.
Hesiquio se rencuentra con Hilarión
Hesiquio, discípulo de
Hilarión, buscó a su maestro por el Oriente y por Grecia. En Modón del
Peloponeso un comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia un profeta
que obraba muchos milagros. Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro. Todo el
mundo conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros sino
también por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.
Aquel santo hombre Hesiquio se arrojó a las rodillas de su maestro y
le bañó los pies con sus lágrimas, hasta que finalmente éste lo levantó.
Hilarión dijo a Hesiquio que quería retirarse a un sitio en el que
las gentes no entendiesen su lengua y éste le condujo entonces a Epidauro, en
la Dalmacia (Ragusa). Pero los milagros que obraba Hilarión no le permitieron
vivir ignorado.
San Jerónimo refiere que había allí una serpiente enorme (boa), que
devoraba a los hombres y al ganado.
Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un montón de leña a la
que prendió fuego.
San Jerónimo cuenta también que, a consecuencia de un terremoto, el
mar amenazaba con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy alarmados,
condujeron a Hilarión a la playa, como si con su sola presencia quisiesen
levantar una muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres cruces
sobre la arena y tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que
inmediatamente se detuvieron de golpe y se atropellaron hasta formar una
montaña de agua para retirarse después mar adentro.
Hilarión sufría mucho al ver que, aunque no entendía la lengua de los
habitantes, sus milagros hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las
miradas del mundo, huyó una noche a Chipre, en una pequeña nave, y se
estableció a tres kilómetros de Pafos.
Como los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se
retiró veinte kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy
agradable donde, por fin, pudo vivir en paz.
Últimos deseos
Cuando tenía ochenta años, estando ausente Hesiquio, le escribió de
su propia mano una breve carta a modo de testamento, dejándole todas sus
riquezas, a saber, el Evangelio, la túnica de saco, la cogulla y su pobre
manto. El hermano que le servía había muerto hacia poco tiempo.
Muchos hombres piadosos vinieron de Pafos para ver a Hilarión, que
estaba enfermo, especialmente porque habían oído decir que afirmaba que pronto
iría al Señor y sería liberado de las cadenas del cuerpo. Vino también
Constanza, una santa mujer a cuyo yerno e hija había librado de la muerte con
la unción del óleo.
Uno de los que le visitaron en su última enfermedad fue el obispo de
Salamis, Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a San Jerónimo.
Hilarión conjuró a todos a que no conservaran su cuerpo ni un momento
después de su muerte, sino que enseguida lo cubrieran con tierra en ese mismo
prado, tal como estaba vestido, con la túnica de piel, la cogulla y el tosco
manto
Muerte de Hilarión
Ya se iba enfriando el calor de su pecho y no quedaba nada en él
excepto la lucidez del alma. Con los ojos abiertos decía: «Sal, ¿qué temes?
Sal, alma mía, ¿por qué dudas? Durante casi setenta años has servido a Cristo y
¿temes la muerte?» Con estas palabras exhaló el último suspiro. De inmediato lo
cubrieron con tierra y así, en la ciudad, fue anunciada antes su sepultura que
su muerte.
Traslado a Palestina
Poco después, al enterarse Hesiquio, que estaba en Palestina, partió
para Chipre. Fingió querer permanecer en ese mismo jardín para alejar toda
sospecha de los habitantes del lugar, que montaban guardia cuidadosamente. Y
así, después de diez meses, con gran peligro para su vida, consiguió robar el
cadáver de Hilarión.
Lo llevó a Majuma acompañado por todos los monjes y las multitudes
que venían de las ciudades, y lo sepultó en su antigua celda. Tenía la túnica,
la cogulla y el manto intactos, y todo el cuerpo, como si aún estuviera vivo,
exhalaba tan fragante perfume que se podía creer que había sido bañado con
ungüentos.
El culto del santo
Al llegar al final de este libro considero que no puedo callar la
devoción de Constanza, aquella santísima mujer: apenas llegó la noticia de que
el cuerpo de Hilarión estaba en Palestina murió repentinamente, atestiguando
también con su muerte su verdadero amor por el siervo de Dios. Tenía la
costumbre de pasar la noche velando en su sepulcro y, como si estuviese allí
presente, hablaba con él para que la ayudara con su intercesión.
Aún hoy se puede ver qué gran contienda existe entre los palestinos y
los chipriotas, unos porque tienen el cuerpo de Hilarión, los otros su
espíritu. Con todo, en ambos lugares acontecen diariamente grandes milagros,
pero sobre todo en el huerto de Chipre, tal vez porque él amó más ese lugar.
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