25 DE ENERO
- JUEVES-
3ª
SEMANA DEL T. O. -B
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (22,3-16):
En aquellos días, dijo Pablo al pueblo:
«Yo soy judío, nací en Tarso de Cilicia, pero
me crie en esta ciudad; fui alumno de Gamaliel y aprendí hasta el último
detalle de la ley de nuestros padres; he servido a Dios con tanto fervor como
vosotros mostráis ahora. Yo perseguí a muerte este nuevo camino, metiendo en la
cárcel, encadenados, a hombres y mujeres; y son testigos de esto el mismo sumo
sacerdote y todos los ancianos. Ellos me dieron cartas para los hermanos de
Damasco, y fui allí para traerme presos a Jerusalén a los que encontrase, para
que los castigaran. Pero en el viaje, cerca ya de Damasco, hacia mediodía, de
repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y
oí una voz que me decía:
"Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?"
Yo pregunté:
"¿Quién eres, Señor?"
Me respondió:
"Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú
persigues."
Mis compañeros vieron el resplandor, pero no
comprendieron lo que decía la voz.
Yo pregunté:
"¿Qué debo hacer, Señor?"
El Señor me respondió:
"Levántate, sigue hasta Damasco, y allí
te dirán lo que tienes que hacer."
Como yo no veía, cegado por el resplandor de
aquella luz, mis compañeros me llevaron de la mano a Damasco. Un cierto
Ananías, devoto de la Ley, recomendado por todos los judíos de la ciudad, vino
a verme, se puso a mi lado y me dijo:
"Saulo, hermano, recobra la vista."
Inmediatamente recobré la vista y lo vi.
Él me dijo:
"El Dios de nuestros padres te ha
elegido para que conozcas su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su
voz, porque vas a ser su testigo ante todos los hombres, de lo que has visto y
oído. Ahora, no pierdas tiempo; levántate, recibe el bautismo que, por la
invocación de su nombre, lavará tus pecados."»
Salmo116,1.2
R/. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio
Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos. R/.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R/.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (16,15-18):
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:
«ld al mundo entero y proclamad el Evangelio
a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a
creer será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos
signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán
serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño.
Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
1. El título de la fiesta de hoy no es muy
acertado. San Pablo no fue un convertido. Él lo negaría taxativamente. En sus
cartas jamás se pone a sí mismo como sujeto del verbo “convertirse”, ni se
aplica el sustantivo “conversión”. Más aún, cuando habla de su pasado, lo que
destaca es su intachabilidad, su permanente entrega a la causa de Dios, con
fidelidad rayana en el fanatismo. “He servido a Dios con tanto fervor…”, le
hace decir el autor de Hechos. Y él afirma que, desde joven, aventajaba a sus
coetáneos en entusiasmo por sus tradiciones religiosas (Gal 1,14), y que “en lo
referente a la observancia de la Ley fue irreprochable” (Flp 3,6). Buscó
siempre la fidelidad a la alianza. Y nunca cambió de religión; el Pablo
cristiano continuó siendo israelita; en su último escrito afirma con sano y
agradecido orgullo: “también yo soy judío, de la tribu de Benjamín” (Rom 11,1).
2. Entonces, ¿qué celebramos hoy?
El encuentro de Saulo
con el Mesías de sus esperanzas, y su comprensión inicial de que, con la
glorificación de Jesús de Nazaret, se ha abierto un nuevo camino salvífico, el
de la fe, accesible por igual a judíos y gentiles. Saulo entendió este
encuentro como un salto cualitativo en su crecimiento religioso: “el que me
separó desde el seno materno… tuvo a bien revelarme a su Hijo para que le
anuncie a los paganos” (Gal 1,16).
Probablemente Pablo
ya era misionero judío, al servicio del Yahvé de la alianza y las promesas;
ahora madura el objeto de su anuncio: Yahvé ha cumplido esas promesas, y a
ellas se accede por la fe en su Hijo Jesucristo.
3. Fue una iluminación y capacitación para una
nueva singladura, una experiencia religiosa de densidad apenas imaginable.
Saulo-Pablo salió de su conformismo y sus “buenas costumbres”, relativizó
algunas de sus formulaciones religiosas, percibió horizontes más amplios y a
ellos se lanzó. El poder de Yahvé le concedió obtener, de forma casi
instantánea, lo que Jesús de Nazaret había logrado inculcar trabajosamente en
sus discípulos galileos, judíos observantes, durante años de convivencia. Y
Pablo respondió generosamente a esta intervención de Dios: “por la gracia de
Dios soy lo que soy… y su gracia no se ha frustrado en mí” (1Cor 15,10).
4. Su entrega tendrá dos vertientes: la mística
de identificación con el Crucificado-Resucitado y la dedicación infatigable a
darle a conocer. Y ambas siempre en tensión hacia más: “no lo tengo ya logrado,
sigo corriendo por ver si…” (Flp 3,12).
La mística de Pablo
se cifrará en vivir en Cristo y desde Cristo: “ser hallado en él, en el poder
de su resurrección y la comunión con sus padecimientos” (Flp 3,9s). Será
experiencia de amor que le “apremiará” (2Cor 5,14) compulsivamente a la misión.
El fruto de ese arrojo apostólico lo presenta así en su última carta: “desde
Jerusalén hasta la Iliria, y en todas las direcciones, lo he llenado todo del
evangelio de Cristo” (Rom 15,19).
El Pablo de la
“conversión” (¿?) nos habla de desinstalación religiosa, de apertura y
docilidad a nuevas luces, y de la pasión creciente con que debe vivirse la
causa de Dios.
CONVERSION DE
SAN PABLO
Martirologio Romano: Fiesta de
la Conversión de san Pablo, apóstol. Viajando hacia Damasco, cuando aún
maquinaba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, el mismo Jesús
glorioso se le reveló en el camino, eligiéndole para que, lleno del Espíritu
Santo, anunciase el Evangelio de la salvación a los gentiles. Sufrió muchas
dificultades a causa del nombre de Cristo.
Pablo,
llamado Saulo en el uso y rigor judío, afirmaba con vehemencia que el Evangelio
que predicaba no lo había aprendido o recibido de los hombres.
Perteneció a
la casta de los fariseos. Había nacido en Tarso, ciudad que pertenecía al mundo
grecorromano; quien nacía allí tenía la categoría de ciudadano romano y lo era
tanto como el centurión, el procurador, el tribuno o magistrado.
Necesariamente, por ser judío no le cupo más suerte en la niñez que andar
disimulando su condición entre los demás del pueblo, ocultando su creencia,
tenida como superstición por los paganos romanos. Es posible que esto le fuera
encendiendo por dentro y le afirmara aún más en su fe, cuando iba creciendo en
edad y tenía que defenderse marchando contra corriente.
Era más bien
bajo, de espaldas anchas y cojeaba algo. Fuerte y macizo como un tronco. Un
rictus tenía que le hacía fanático. Conocía los manuscritos viejos escritos con
signos que a los griegos y a los romanos les parecían garabatos ininteligibles,
pero que encerraban toda la sabiduría y la razón de ser de un pueblo. Listo
como un sabio en las escuelas griegas de Tarso, familiarizado con los poetas y
filósofos que habían pasado el tiempo escribiendo en tablillas o pensando. Para
los griegos solo era un hebreo, miembro de aquellas familias que vivían en un
islote social, aislado entre misterios inaccesibles a los de otra raza, uno de
los que tenían prohibido el acceso a las clases cultas y dirigentes; era de
esos que se hacían despreciables por su puritanismo, por sus rarezas ante los
alimentos, su modo de divertirse, de casarse, de entender la vida, de no
asistir a los templos ¡un ambiente nada claro!
A los
dieciocho años se fue a Jerusalén para aprender cosas del judío verdadero, las
de la Ley patria, la razón de las costumbres; ansiaba profundizar en la
historia del pueblo y en su culto. Gamaliel lo informó bien por unos cuartos.
Aprendió las cosas yendo a la raíz, no como las decía la gente poco culta del
pueblo sencillo y llano. Supo más y mejor del poder del Dios único; aprendió a
darle honra y alabanza en el mayor de los respetos y malamente soportaba con su
pueblo el presente dominio del imponente invasor. Esto le ponía furioso. Los
profetas daban pistas para un resurgimiento y los salmos cantaban la victoria
de Dios sobre otros pueblos y culturas muy importantes que en otro tiempo
subyugaron a los judíos y ya desaparecieron a pesar de su altivez; igual
pasaría con los dominadores actuales. El Libertador no podría tardar. Mientras
tanto, era preciso mantener la idiosincrasia del pueblo a cualquier costa y no
ser como los herodianos, para que la esperanza hiciera posible su supervivencia
como nación. No se podía dejar que un ápice lo apartara de la fidelidad a las
costumbres patrias. Eso le hizo celoso.
Y mira por
donde, aquella herejía estaba estropeando todo lo que necesitaba el pueblo.
Locos estaban adorando a un hombre y crucificado. No se podía permitir que
entre los suyos se ampliara el círculo de los disidentes. Había que hacer algo.
No pasaban, sino que las noticias decían que estaban por todas partes como si
se diera una metástasis generalizada de un cáncer nacional. Hacía años que ya
estuvo, colaborando como pudo, en la lapidación de uno de aquellos visionarios
listos, serviciales, piadosos y caritativos pero que hacían mucho daño al alto
estamento oficial judío; fue cuando lo apedrearon por blasfemo a las afueras de
Jerusalén, y lastimosamente él sólo pudo guardar los mantos de los que lo
lapidaron. Hasta le parecía recordar aún su nombre: Esteban.
Su
conversión fue en un día insospechado. Nada propiciaba aquel cambio.
Precisamente llevaba cartas de recomendación de los judíos de Jerusalén para
los de Damasco; quería poner entre rejas a los cristianos que encontrara. Hasta
allí se extendía la autoridad de los sumos sacerdotes y principales fariseos;
como eran costumbres de religión, los romanos las reconocían sin hacerles
ascos. Saulo guiaba una comitiva no guerrera pero sí muy activa, casi furiosa,
impaciente por cumplir bien una misión que suponían agradable a Dios y purga
necesaria para la estabilidad de los judíos y para proteger la pureza de las
tradiciones que recibieron los padres. Aquello parecía la avanzada de un
ejército en orden de batalla, con el repiqueteo de las herraduras en las
pezuñas de las monturas sobre el duro suelo de roca ante Damasco donde
caracoleaban los caballos. Llevaban ya varios días de caminata; se daban por
bien empleados si la gestión terminaba con éxito. Iba Saulo "respirando
amenazas de muerte contra los discípulos del Señor". En su interior había
buena dosis de saña.
"Y
sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de
súbito le cercó una luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra oyó
una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres,
Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y entra en la
ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los hombres que le acompañaban se
habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Se
levantó Saulo del suelo y , abiertos los ojos, nada veía. Y llevándole de la
mano lo introdujeron en Damasco, y estuvo tres días sin ver, y no comió ni
bebió" (Act. 9, 3-9).
Tres días
para rumiar su derrota y hacerse cargo en su interior de lo que había pasado. Y
luego, el bautismo. Un cambio de vida, cambio de obras, cambio de pensamiento,
de ideales y proyectos. Su carácter apasionado tomará el rumbo ahora marcado
sin trabas humanas posibles _su rendición fue sin condiciones_ y con el afán de
llevar a su pueblo primero y al mundo entero luego la alegría del amor de Dios
manifestado en Cristo.
El relato es
del historiador Lucas, buen conocedor de su oficio. Se lo había oído veces y
veces al mismo protagonista. No hay duda. Vio él mismo al resucitado; y lo dirá
más veces, y muy en serio a los de Corinto. Por ello fue capaz de sufrir
naufragios en el mar y persecuciones en la tierra, y azotes, y hambre y cárcel
y humillaciones y críticas, y juicios y muerte de espada; por ello hizo viajes
por todo el imperio, recorriéndolo de extremo a extremo. Y no creas que se
lamentaba; le ilusionaba hacerlo porque sabía que en él era mandato más que
ruego; el dolor y sufrimiento más bien los tuvo como credenciales y las heridas
de su cuerpo las pensaba como garantía de la victoria final en fidelidad
ansiada.
Entre tantas
conversiones del santoral, la de Pablo es ejemplar, paradigmática. Más se palpa
en ella la acción divina que el esfuerzo humano; además, enseña las insospechadas
consecuencias que trae consigo una mudanza radical.
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