20
DE ENERO
- SÁBADO –
2ª-
SEMANA DEL T.O. - B
SAN
SEBASTIAN
Lectura del santo evangelio según san Marcos 3, 20-21
En aquel tiempo, volvió Jesús con sus discípulos a casa y se
juntó tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia,
vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.
1. La popularidad de Jesús iba en aumento de día
en día. De forma que él y los que le
acompañaban habitualmente se veían
literalmente invadidos en su casa y en su tiempo, de la mañana a la noche. La
gente no les dejaba ni tiempo para comer. Los que acudían en busca de Jesús
eran los que se denominaban el óchlos, grupo al que pertenecían los últimos,
los ignorantes, los de más baja condición social, económica y cultural. Por lo
demás, una cantidad tan enorme de gente no podían ser los ricos y los
potentados, ya que de esa alta condición había muy pocas en Galilea.
2. La "gente bien", los que tienen de
todo, no suelen necesitar a Jesús nada más que cuando quieren tranquilizar sus conciencias; o si tienen
problemas de
salud, de dinero, de familia... Personas
generosas hay en todas partes. Pero los últimos conectan espontáneamente con la
mentalidad evangélica.
3. La familia de Jesús, no solo no estaba de
acuerdo con lo que él hacía y con la vida que llevaba, sino que además lo tenía
por un loco. Seguramente se
avergonzaban de él. Era una familia religiosa
de toda la vida y bien considerada en el pueblo. Nadie en aquella familia había dado que
hablar. Y Jesús se
portaba de manera que los "hombres de
orden" (fariseos) andaban diciendo que había que acabar con él.
Es lógico que los
parientes pensaran que Jesús no estaba en sus cabales. Y sabemos que la
expresión que usa aquí el relato de
Marcos (hoi par'auton ,"aquellos de al lado de él") indica claramente
sus parientes (Prov 31, 21; Dan 13, 33; Josefo, Ant.1, 193).
Es duro para
cualquiera darse cuenta de que la familia piensa así de uno. Jesús pasó por
esta experiencia, como se relata cuando fue a su pueblo, Nazaret (Mc 6, 1-6) o
cuando se dirigía a Jerusalén (Jn 7, 1-5).
SAN
SEBASTIAN
San
Sebastián, mártir de la Iglesia, nació en Narbona en el año 256, si bien su
educación transcurrió en Milán. Se decantó por la carrera de las armas y llegó
a ser tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana del Emperador
Maximiano, que le tenía aprecio. Soldado disciplinado, San Sebastián cumplía las
órdenes castrenses a rajatabla. Pero, cristiano convencido, rehusaba participar
en los sacrificios paganos, por considerarlos idolatría. Es más: ejercitaba el
apostolado entre sus compañeros y visitaba a los cristianos encarcelados.
Ante
este escenario, el choque entre su profesión y su conciencia, como ocurre hoy
muy a menudo, resultó inevitable. Cuando llegó el momento fatídico, San
Sebastián optó por su conciencia, es decir, por su fe. Y lo pagó con el
martirio: el principio del fin empezó con motivo del encarcelamiento de dos
cristianos, Marco y Marceliano. A partir del martirio de estos últimos, San
Sebastián empezó a ser reconocido como cristiano.
Cuando
se enteró el Emperador, ordenó su detención y dispuso que muriera atravesado
por las saetas lanzadas por sus verdugos. El plan se empezó a cumplir. Sin
embargo, cuando fue dado por muerto, unos amigos descubrieron que estaba vivo.
Le llevaron a un lugar seguro y le aconsejaron huir de Roma. San Sebastián se
negó el redondo y, deseando correr la misma suerte que sus correligionarios,
acudió ante un desconcertado Emperador -ya era Diocleciano- que está vez ordenó
su muerte a azotes. Esta vez, los soldados no fallaron. Era el año 288.
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