19 DE
ABRIL – JUEVES –
3ª – SEMANA DE
PASCUA – B
San León,
IX
Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles (8,26-40):
En aquellos días, un ángel del Señor habló a Felipe y le dijo:
«Levántate y marcha hacia el sur, por el camino de Jerusalén a Gaza,
que está desierto».
Se levantó, se puso en camino y, de pronto, vio venir a un etíope;
era un eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía e intendente del tesoro,
que había ido a Jerusalén para adorar. Iba de vuelta, sentado en su carroza,
leyendo al profeta Isaías.
El Espíritu dijo a Felipe:
«Acércate y pégate a la carroza».
Felipe se acercó corriendo, le oyó leer el profeta Isaías, y le
preguntó:
«¿Entiendes lo que estás leyendo?».
Contestó:
«Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?».
E invitó a Felipe a subir y a sentarse con él. El pasaje de la
Escritura que estaba leyendo era este:
«Como cordero fue llevado al matadero,
como oveja
muda ante el esquilador,
así no abre
su boca.
En su humillación no se le hizo justicia.
¿Quién podrá contar su descendencia?
Pues su vida ha sido arrancada de la tierra».
El eunuco preguntó a Felipe:
«Por favor, ¿de quién dice esto el profeta?; ¿de él mismo o de
otro?».
Felipe se puso a hablarle y, tomando píe de este pasaje, le anunció
la Buena Nueva de Jesús.
Continuando el camino, llegaron a un sitio donde había agua, y dijo
el eunuco:
«Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?».
Mandó parar la carroza, bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco,
y lo bautizó. Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a
Felipe. El eunuco no volvió a verlo, y siguió su camino lleno de alegría.
Felipe se
encontró en Azoto y fue anunciando la Buena Nueva en todos los poblados hasta
que llegó a Cesarea.
Salmo: 65,8-9.16-17.20
R/. Aclamad al Señor, tierra entera
Bendecid, pueblos, a nuestro Dios,
haced resonar
sus alabanzas,
porque él nos
ha devuelto la vida
y no dejó que
tropezaran nuestros pies. R/.
Los que teméis a Dios, venid a escuchar,
os contaré lo
que ha hecho conmigo:
a él gritó mi
boca
y lo ensalzó
mi lengua. R/.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica
ni me retiró
su favor. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan
(6,44-51):
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, Y
yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”.
Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.
No es que
alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al
Padre.
En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.
Y o soy el pan de la vida. Vuestros padres
comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo,
para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan
vivirá para siempre.
Y el pan que
yo daré es mi carne por la vida del mundo».
1. En
este texto del discurso en Cafarnaún, Jesús
avanza en su propuesta. da un paso decisivo. Hasta ahora ha dicho algo fundamental, que repite
una vez más: Yo soy el pan de la vida.
La propuesta religiosa, que Jesús hace, es pro
puesta
de pan que sacia apetencias y que da vida. Vida eterna, es decir, una vida sin
limitación alguna, sin principio ni fin.
Decir "eterna" no es hablar de duración,
sino de plenitud. Tomar en serio a Jesús es tomar en serio la vida, la propia y
la de los demás.
2. Esto
supuesto, el paso decisivo que ahora da Jesús es asegurar algo sorprendente: el
pan que yo daré es mi carne. Ya no se trata del pan que representa a Jesús en
cuanto que sustituye a la Ley y pone en marcha una nueva forma de entender y
vivir la religión, según lo ya explicado. Ahora se trata de que Jesús
mismo
se da como pan.
La palabra "carne" (sarx) tiene en el
griego antiguo
entre
otros significados, también el de "persona", es decir, el ser humano
en su totalidad. Por eso, cuando Jesús dice: "el pan que yo daré es mi
carne", quiere decir: "el pan que yo daré no es solo el proyecto y el
ejemplo de mi vida, sino que soy yo mismo. Jesús está presente en la vida del
que cree en él. Jesús esta en el creyente y le acompaña en su vida.
3. Jesús
hace esto para la vida del mundo, es decir, para que en el mundo haya
vida. Jesús no habla aquí de la vida
"religiosa", ni de la vida "sobrenatural, "espiritual"
o "eterna".
Jesús habla de la vida sin adjetivo. Es lo más
elemental y lo central que todos apetecemos: vivir. Y vivir bien, con
seguridad, con salud, con dignidad.
Esto es lo que, ante todo y sobre todo, quiere
y
propone
Jesús.
San León,
IX
Hay un
epitafio en su sepulcro que reza así:
Roma vencedora está
dolorida
al quedar viuda de
León IX,
segura de que, entre
muchos,
no tendrá un padre
como él.
Así quiso
mostrarle su agradecimiento la Ciudad Eterna; quiso introducirlo para siempre en
la entraña de la familia.
Los condes
de Alsacia tuvieron un hijo en el año 1002 y, como se hace siempre, le pusieron
un nombre: Bruno. Estudia en la escuela episcopal –probablemente, el único modo
de estudiar algo en su época– de Toul. La familia atribuye a san Benito la
curación de una enfermedad grave que sufrió. Como son gente bien relacionada,
no les fue difícil obtener para Bruno del pariente emperador alemán, Conrado
II, un importante y alto cargo eclesiástico, porque entonces las cosas –mejor o
peor– se hacían así. Por esta época, sobresale en su bondad y comienzan a
llamarle «el buen Bruno».
El año
1026 –jovencito hoy, pero no poco frecuente en su momento– ya es obispo de
Toul, desde que muere el anterior obispo, Hermann. Aceptó por ser Toul una iglesia
pobre. Y desde ese hecho, se manifiesta en él un celo infatigable. Su empeño es
llevar a cabo la reforma en la Iglesia que ya comenzaron los cluniacenses. Para
ello, convoca sínodos, mantiene buenas relaciones con los obispos vecinos,
fomenta los estudios eclesiásticos, cuida esmeradamente el trato con las
Órdenes religiosas y prima las iniciativas reformistas de Cluny.
No es de
extrañar que fuera elegido para Sumo Pontífice. Eran tiempos malos, muy malos,
en los que la Iglesia se presentaba ante el mundo como un desastre; por eso se
necesitaba tanto una reforma. Era el año 1048; se había puesto fin al terrible
cisma, pero ni el papa Clemente VIII (1046-1047) ni su sucesor Dámaso II
(1047-1048) tuvieron tiempo de iniciarla. Papa electo, con el visto bueno de
Enrique III en la Dieta de Worms, toma el nombre de León IX y comienza su
mandato con el punto de mira fijo en la reforma.
Supo
rodearse de los promotores más significativos: Hugo de Cluny –alma del
movimiento cluniacense–, Halinard –arzobispo de Lyon– y san Pedro Damiano.
También la Curia romana nota la tendencia reformista cuando hace llamar a
Hildebrando para nombrarlo Archidiácono y hacerlo Secretario pontificio.
En el 1049
despliega una actividad incesante por amor a Dios y a su Iglesia. Lo primero es
un solemne sínodo cuaresmal en Roma y la petición de secundar la iniciativa con
otros sínodos en las demás provincias. También ese año lo conoce como papa
peregrino por Italia, Alemania y Francia. Ha de llevar a la Iglesia el
convencimiento de que es el papa quien gobierna en ella. No lo tuvo fácil en el
concilio de Reims por las continuas dificultades que ponía Enrique I, rey de
Francia; pero estaba decidido a luchar por suprimir los abusos fundamentales
existentes, aplicando remedios eficaces contra la simonía, la usurpación por
los laicos de los cargos eclesiásticos y el disfrute de los bienes de la
Iglesia por los nobles a los que debían favores los emperadores y reyes; era
urgente corregir de modo definitivo el concubinato de los eclesiásticos y poner
punto final al desprecio de las sagradas leyes del matrimonio. Luego, en el
otro concilio del mismo año, en Maguncia, se renovaron las proclamaciones de
Reims. Fue el principio de todo un resurgimiento de lo espiritual y
disciplinar.
Pero en la
vida de los hombres hay luces y hay sombras.
No supo o
no pudo ser tan afortunado en asuntos temporales; quizá sea que el papa está
hecho para otra cosa. Con los normandos lo pasó mal; perdió la guerra de junio
del año 1053 y llegó a ser su prisionero; tuvo que cederles territorios para
lograr la libertad que disfrutó poco tiempo por sobrevenirle la muerte en el
mes de abril del 1054.
Tampoco
con las Iglesias Orientales hubo acierto. Durante su pontificado se maduró y
culminó la separación definitiva de estas Iglesias de la Iglesia de Roma; el
Patriarca Miguel Cerulario se dejó abandonado a la ambición de verse convertido
en Cabeza de la Iglesia Griega y consumó la separación tres meses después de la
muerte de León IX, tornando infelices las conversaciones con los legados
enviados por Roma.
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