5
DE ABRIL - JUEVES –
OCTAVA
DE PASCUA – B
SAN
VICENTE FERRER
Lectura
del libro de los Hechos de los apóstoles (3,11-26):
En
aquellos días, mientras el paralítico curado seguía aún con Pedro y Juan, todo
el pueblo, asombrado, acudió corriendo al pórtico llamado de Salomón, donde
estaban ellos.
Al verlo, Pedro dirigió la palabra a la gente:
«Israelitas, - ¿por qué os admiráis de esto? - ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho
andar a este con nuestro propio poder o virtud?
El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres,
ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y de quien
renegasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis el indulto
de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios Jo resucitó de entre
los muertos, y nosotros somos testigos de ello.
Por la fe en su nombre, este, que veis aquí y que conocéis, ha
recobrado el vigor por medio de su nombre; la fe que viene por medio de él le
ha restituido completamente la salud, a la vista de todos vosotros.
Ahora bien, hermanos, sé que Jo hicisteis por ignorancia, al igual
que vuestras autoridades; pero Dios cumplió de esta manera lo que había
predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.
Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros
pecados; para que vengan tiempos de consuelo de parte de Dios, y envíe a Jesús,
el Mesías que os estaba destinado, al que debe recibir el cielo hasta el tiempo
de la restauración universal, de la que Dios habló desde antiguo por boca de
sus santos profetas.
Moisés dijo:
“El Señor Dios vuestro hará surgir de entre vuestros hermanos un
profeta como yo: escuchadle todo lo que os diga; y quien no escuche a ese
profeta será excluido del pueblo”.
Y, desde Samuel en adelante, todos los profetas que hablaron
anunciaron también estos días.
Vosotros sois los hijos de los profetas, los hijos de la alianza que
hizo Dios con vuestros padres, cuando le dijo a Abrahán:
“En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la
tierra”.
Dios resucitó a su Siervo y os lo envía en primer lugar a vosotros
para que os traiga la bendición, apartándoos a cada uno de vuestras maldades».
Salmo:
8, 2a.5.6-7.8-9
R/. Señor, dueño nuestro
¡qué
admirable es tu nombre en toda la tierra!
Señor,
Dios nuestro,
¿qué es
el hombre para que te acuerdes de él,
el ser
humano, para mirar por él? R/.
Lo
hiciste poco inferior a los ángeles,
lo
coronaste de gloria y dignidad,
le
diste el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo
sometiste bajo sus pies. R/.
Rebaños
de ovejas y toros,
y hasta
las bestias del campo,
las
aves del cielo, los peces del mar,
que
trazan sendas por el mar. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan
los cristianos
ofrendas
de alabanza
a
gloria de la Víctima
propicia
de la Pascua.
Cordero
sin pecado
que a
las ovejas salva,
a Dios
y a los culpables
unió
con nueva alianza.
Lucharon
vida y muerte
en
singular batalla,
y,
muerto el que es la Vida,
triunfante
se levanta.
«¿Qué has
visto de camino,
María,
en la mañana?»
«A mi
Señor glorioso,
la
tumba abandonada,
los
ángeles testigos,
sudarios
y mortaja.
¡Resucitó
de veras
mi amor
y mi esperanza!
Venid a
Galilea,
allí el
Señor aguarda;
allí
veréis los suyos
la
gloria de la Pascua.»
Primicia
de los muertos,
sabemos
por tu gracia
que
estás resucitado;
la
muerte en ti no manda.
Rey vencedor,
apiádate
de la
miseria humana
y da a
tus fieles parte
en tu
victoria santa.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (24,35-48):
En aquel
tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino
y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de
ellos y les dice:
«Paz a vosotros».
Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu.
Y él les dijo:
« - ¿Por qué os alarmáis?, - ¿por
qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad
mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no
tiene carne y huesos, como veis que yo tengo».
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan
de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
«¿Tenéis ahí algo de comer?».
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió
delante de ellos.
Y les dijo:
«Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era
necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los
Profetas y Salmos acerca de mí».
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y les dijo:
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los
muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón
de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto».
1.
Los relatos de las apariciones quieren destacar la identidad entre el Crucificado
y el Resucitado.
El que murió en la cruz y el que
resucitó del sepulcro es el mismo. Por
eso el Resucitado muestra, como señas de su identidad, sus manos y sus pies.
Pide que le palpen. Insiste en que un
fantasma no tiene carne ni huesos. Y hasta se pone a comer delante de ellos.
Lo importante aquí está en que las
señas de identidad que da el Resucitado son todas señas de
identidad humana: manos, pies, carne, huesos, comer...
2.
Por tanto, el que ha sido exaltado a la Gloria, no solo sigue
identificado con lo humano, sino que es
precisamente en lo humano en lo que puede ser
identificado.
El Cristo glorificado no se identifica
por su poder, su gloria, su dignidad, su divinidad, sino por su humanidad. Un Dios que se desentiende de nuestra
condición de carne y hueso, de lo que vemos y palpamos, de nuestra necesidad de
comer y beber, es un Dios deshumanizado. Y por eso mismo, semejante "Dios",
ya no es el Dios que se nos ha comunicado en Jesús, el
Crucificado y el Resucitado.
3.
En la enseñanza religiosa, que se nos ha dado, se ha insistido mucho en la
divinidad de Cristo. Pero se ha insistido menos en la humanidad de Jesús. Y
jamás se ha hablado de la humanización de Dios.
Los hombres de la religión se manejan bien
con "lo divino". Como nadie
lo ha visto.., en nombre de "lo
divino" se manda y se gobierna con poder indiscutible.
El
problema está en que, si tomamos en serio que Dios se identifica con lo humano,
no iremos por la vida sacrificando o excluyendo "lo humano" porque
así estamos más cerca de "lo divino".
SAN VICENTE
FERRER
Nació
el 23 de enero de 1350, en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy
pequeñito una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran
amor por los pobres. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la
familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los
necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de
la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas
costumbres las ejercitó durante toda su vida.
Se
hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran
inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante
su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y, además, como era
extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa conducta se
enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le inventaron
terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para
soportar las pruebas que le iban a llegar después.
Siendo
un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando
por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban.
Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían
los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior
lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro
de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente
el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los
superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
Vicente
estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos
Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de
morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de
San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a
predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud
En
adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de Francia,
el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes
frutos espirituales.
Los
primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10.000
judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque
no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un
musulmán.
Las
multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que
predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz
sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su
pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus
sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete
Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban
ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para
esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a cada uno le
parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.
Antes
de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia de la
palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en el
puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra
(los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un
burrito).
En
aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y
componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San
Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y
su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz
llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de
pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de
tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se
abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo
tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a
los penitentes arrepentidos. Hasta 15.000 personas se reunían en los campos
abiertos, para oírle.
Después
de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres
convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado;
y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima
Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el
santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su
buen ejemplo conmovían a los demás.
Como
la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito
para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes,
rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y
tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada
penetrante que llegaba hasta el alma.
Las
gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se
disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y
las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban
demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte
su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo,
las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que
obtenían al oírle sus sermones.
Vicente
fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males.
Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de
la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave
obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la
gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio
de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta
emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón
porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero
el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que
espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del
Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro
del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El
repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo
conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras"
(Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se
conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el
bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la
eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los
milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era
el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba su lengua
materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros países le entendían
perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la
repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando
al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las gentes de 18
países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio idioma, siendo que
ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San
Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad
que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes.
Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados.
Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo
en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la
gente de la tierra, pero se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios
que todo lo sabe.
Los
últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio
donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se
le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus
primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni
enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso.
Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de abril del año
1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró
santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
El
santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un frasquito con
agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle,
échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje
de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía
efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no
había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a esta bella
costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce la pelea no
es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se responde.
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