20 DE ABRIL – VIERNES –
3ª – SEMANA DE
PASCUA – B
de Montepulciano, virgen
Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles (9,1-20):
En aquellos días, Saulo, respirando todavía amenazas de muerte contra
los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para
las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse encadenados a Jerusalén a los
que descubriese que pertenecían al Camino, hombres y mujeres.
Mientras caminaba, cuando ya estaba cerca de Damasco, de repente una
luz celestial lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le
decía:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Dijo él:
«¿Quién eres, Señor?».
Respondió:
«Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la
ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer».
Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la
voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los
ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo
tres días ciego, sin comer ni beber.
Había en
Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión:
«Ananías».
Respondió él:
«Aquí estoy, Señor».
El Señor le dijo:
«Levántate y ve a la calle llamada Recta, y pregunta en casa de
Judas por un tal Saulo de Tarso. Mira, está orando, y ha visto en visión a un
cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista».
Ananías contestó:
«Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha
hecho a tus santos en Jerusalén, y que aquí tiene autorización de los sumos
sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre».
El Señor le dijo:
«Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para
llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo
que tiene que sufrir por mi nombre».
Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo:
«Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por
el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu
Santo».
Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y
recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas.
Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a
anunciar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.
Salmo:116,1.2
R/. Ir al mundo entero y proclamad el Evangelio
Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo,
todos los pueblos. R/.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad
dura por siempre. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan
(6,52-59):
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne
y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así,
del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros
padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
1. Para
entender correctamente este texto, parece necesario tener en cuenta lo
siguiente:
1) Lo más probable es
que Jesús no dijo estas cosas.
Así lo piensan los autores mejor
documentados sobre este punto (A.
Sand).
Al unir "comer la carne" con "beber
la sangre", seguramente estamos
ante una añadidura del
redactor
final del IV evangelio, para conectar el discurso de Jesús con la ceremonia
eucarística que ya entonces celebraban no pocas comunidades cristianas.
2) En esta forma de hablar, se expresa (según parece)
la postura que los cristianos más ortodoxos
adoptaron frente a los docetas, una de las muchas sectas gnósticas de
aquel tiempo, que mostraban un desprecio fuerte contra lo carnal del ser
humano.
2. En la
eucaristía está presente Jesús. Pero en la eucaristía no nos comemos el cuerpo
histórico de Jesús, el cuerpo que nació de María, el que recorrió los caminos
de Palestina, el que murió en la cruz.
No comemos ese cuerpo porque ese cuerpo ya no
existe. En la eucaristía recibimos al Cristo resucitado. Lo recibimos
realmente, de verdad. Pero eso se ha explicado en la Iglesia de distintas
maneras.
San Agustín decía que la eucaristía es
"una figura que nos manda comulgar con la pasión del Señor" (De Doctr. Christ., III, 24).
Esta comunión la entendió la Iglesia de forma
simbólica durante más de diez siglos.
Comulgar no es recibir una "cosa"
santa y sagrada. Comulgar es unirse a Cristo de forma que la persona y la vida
de Jesús están presentes en la vida del que comulga.
SANTA INES
Nació
alrededor del año 1270. Hija de la toscana familia Segni, propietarios
acomodados de Graciano, cerca de Orvieto.
Cuanto
solo tiene nueve años, consigue el permiso familiar para vestir el escapulario
de «saco» de las monjas de un convento de Montepulciano que recibían este
nombre precisamente por el pobre estilo de su ropa.
Seis años más tarde funda un monasterio con Margarita, su
maestra de convento, en Proceno, a más de cien kilómetros de Montepulciano.
Mucha madurez debió de ver en ella el obispo del lugar cuando, con poco más de
quince años, la nombra abadesa. Dieciséis años desempeñó el cargo y en el
transcurso de ese tiempo hizo dos visitas a Roma; una fue por motivos de
caridad, muy breve; la otra tuvo como fin poner los medios ante la Santa Sede
para evitar que el monasterio que acababa de fundar fuera un día presa de
ambiciones y usurpaciones ilegítimas. Se ve que en ese tiempo podía pasar
cualquier cosa no solo en los bienes eclesiásticos que detentaban los varones,
sino también con los que administraban las mujeres.
Apreciando los vecinos de Montepulciano el bien espiritual que
reportaba el monasterio de Proceno puertas afuera, ruegan, suplican y empujan a
Inés para que funde otro en su ciudad pensando en la transformación espiritual
de la juventud. Descubierta la voluntad de Dios en la oración, decide fundar.
Será en el monte que está sembrado de casas de lenocinio, «un lugar de
pecadoras», y se levantará gracias a la ayuda económica de los familiares,
amigos y convecinos. Ha tenido una visión en la que tres barcos con sus
patronos están dispuestos a recibirla a bordo; Agustín, Domingo y Francisco la
invitan a subir, pero es Domingo quien decide la cuestión: «Subirá a mi nave,
pues así lo ha dispuesto Dios». Su fundación seguirá el espíritu y las huellas
de santo Domingo y tendrá a los dominicos como ayuda espiritual para ella y sus
monjas.
Con
maltrecha salud, sus monjas intentan procurarle remedio con los baños termales
cercanos; pero fallece en el año 1317.
Raimundo
de Capua, el mayor difusor de la vida y obras de santa Inés, escribe en Legenda
no solo datos biográficos, sino un chorro de hechos sobrenaturales acaecidos en
vida de la santa y, según él, confirmados ante notario, firmados por testigos
oculares fidedignos y testimoniados por las monjas vivas a las que tenía acceso
por razones de su ministerio. Piensa que, relatando prolijamente los hechos sobrenaturales
–éxtasis, visiones y milagros–, contribuye a resaltar su santa vida con el aval
inconfundible del milagro. Por ello habló del maná que solía cubrir el manto de
Inés al salir de la oración, el que cubrió en interior de la catedral cuando
hizo su profesión religiosa, o la luz radiante que aún después de medio siglo
de la muerte le ha deslumbrado en Montepulciano; no menos asombro causaba oírle
exponer cómo nacían rosas donde Inés se arrodillaba y el momento glorioso en
que la Virgen puso en sus brazos al niño Jesús (antes de devolverlo a su Madre,
tuvo Inés el acierto de quitarle la cruz que llevaba al cuello y guardarla
después como el más preciado tesoro). Cariño, poesía y encanto.
Santa
Catalina de Siena, nacida unos años después y dominica como ella, será la santa
que, profundamente impresionada por sus virtudes, hablará de lo de dentro de su
alma. Llegó a afirmar que, aparte de la acción del Espíritu Santo, fueron la
vida y virtudes ejemplares vividas heroicamente por santa Inés las que le empujaron
a su entrega personal y a amar al Señor. Resalta en carta escrita a las monjas
hijas de Inés de Montepulciano –una santa que habla de otra santa– la humildad,
el amor a la Cruz y la fidelidad al cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero
el mayor elogio que puede decirse de Inés lo dejó escrito en su Diálogo,
poniéndolo en boca de Jesucristo: «La dulce virgen santa Inés, que desde la
niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin
preocuparse de sí misma».
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