lunes, 9 de abril de 2018

Párate un momento: El Evangelio del dia 10 DE ABRIL - MARTES – 2a SEMANA DE PASCUA – B SAN EZEQUIEL




10  DE  ABRIL - MARTES –
2a SEMANA DE PASCUA – B
SAN EZEQUIEL

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (4,32-37):
El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa hijo de la consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.

Salmo: 92,1ab.1c-2.5

R/. El Señor reina, vestido de majestad

El Señor reina, vestido de majestad;
el Señor, vestido y ceñido de poder. R/.
Así está firme el orbe y no vacila.
Tu trono está firme desde siempre,
y tú eres eterno. R/.
Tus mandatos son fieles y seguros;
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término. R/.

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,5a.7b-15):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó:
«¿Cómo puede suceder eso?».
Le contestó Jesús:
«¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

1.  Un cambio total de vida, hasta el extremo de ser visto como una persona distinta, como el que ha nacido   otra vez, eso no es tan fácil. Ni lo hace cualquiera. Un cambio así de vida supera lo que da de sí la condición humana.   Se comprende la pregunta de Nicodemo:    
- "¿Cómo puede suceder eso?".

2.  Jesús responde apelando a la distinción radical que existe entre lo que pertenece a la tierra y lo que es propio del cielo, de forma que no se trata solo de lo que procede del cielo, sino de lo que permanece en el cielo y, por tanto, se sustrae a los ojos humanos.  De esto último es de lo que habla aquí Jesús (Sab 9,16; 4 Esd 4, 1-21; Heb 8, 5; 9, 23; 11, 16).
Con ello le está diciendo a Nicodemo: "Si tienes fe en lo que te digo, con esa fe podrás llegar a ser un
hombre distinto".

3.  El problema está en que eso tiene un peligro. El peligro que siempre han tenido (y tienen) las religiones. Exigir a la gente cambios radicales en nombre de realidades celestiales, que se sustraen a nuestros ojos, se presta a que los representantes "oficiales"  de esas realidades obliguen a los demás a hacer lo que a ellos se les ocurre y les conviene, no lo que realmente quiere  Dios.
Jesús lo advierte: "Nadie ha subido al cielo". Por eso lo que afirma Jesús es esto: "No creáis nada más que al que baja de cielo".
 Jesús merece todo nuestro crédito porque no es un Dios que se quedó en el cielo, sino porque es el Hijo de Dios que bajó, que descendió, que se vació de su poder y renunció a su grandeza.
El que hace eso es -a juicio de Jesús- el único que tiene credibilidad. Para hablar de Dios, la credibilidad la tiene el que baja, no el que sube.

SAN EZEQUIEL


Cuando vive, ya se ha terminado el imperio asirio con la caída de Nínive; ahora los poderosos son los caldeos, con Nabucodonosor.
Es una época dificultosa para el pueblo de Israel. En Jerusalén reina Joaquín, hijo del piadoso rey Josías, que murió en la batalla de Megiddo (609 a. C.). En un primer momento, Joaquín intenta halagar al coloso babilónico, pero termina uniéndose en coalición con pequeñas potencias contra Nabucodonosor. Jeremías ya dio la voz de alerta, sugiriendo la sumisión, pero el orgullo de los elegidos la hizo imposible. En 598, los babilonios ponen cerco a Jerusalén y capitula Judá. Su precio es la deportación de gran parte de la población, entre ellos el rey Jeconías, hijo de Joaquín, que murió durante el asedio. Con los deportados va también el joven Ezequiel que será el profeta del exilio.

Dos etapas enmarcan su acción profética.
La primera es antes de la destrucción de Jerusalén por los caldeos (598 a. C.). Aquí el hombre de Dios se encuentra con un pueblo ranciamente orgulloso y lleno de falso optimismo, fruto de la presunción. «¿Cómo va Dios a abandonarnos? ¡Están las Promesas! Es imposible una catástrofe total». Así razonaban ante los requerimientos del profeta. Es verdad que siglo y medio antes había permitido Dios la desaparición de Samaría, el Reino del Norte; pero Jerusalén es otra cosa; Yahwéh habita en ella. Pensaban que pasaría como en tiempos de Senaquerib, un siglo antes, cuando tuvo que abandonar el asedio por una intervención milagrosa; ahora Dios repetiría el prodigio. Ezequiel no piensa como ellos. Afirma y predica que Jerusalén será destruida con el Templo. Dice a todos que ha llegado la hora del castigo divino para el pueblo israelita pecador; solo queda aceptar con compunción y humildad los designios punitivos de Yahwéh. A esta altura, el profeta tiene una misión ingrata porque es un agorero de males futuros y próximos. Para la gente sencilla y las autoridades pasa por ser considerado como un judío despreciable que no tiene categoría para comprender los altos designios del Pueblo; es un derrotista ciego de pesimismo.
La segunda fase de su profecía se desarrolla una vez consumada la catástrofe. Ahora ha de levantar los ánimos oprimidos; debe dar esperanzas luminosas sobre un porvenir mejor. Creían sus compatriotas deportados que Dios se había excedido en el castigo, o que les había hecho cargar con los pecados de los antepasados. «¡Nuestros padres comieron las agraces y nosotros sufrimos la dentera!», es el grito unánime de protesta. Ezequiel se preocupará de hacerles ver que Dios ha sido justo y que el castigo no tiene otra finalidad que la de purificarlos antes de pasar a una nueva etapa gloriosa nacional.
Y esto lo hace Ezequiel empleando un estilo que no tiene nada que ver con el de los profetas preexílicos Amós, Oseas, Isaías y Jeremías; no goza de su sencillez y frescor. Ezequiel pertenece a la clase sacerdotal, está cabalgando entre dos épocas y se aproxima a la literatura apocalíptica del judaísmo tardío. Frecuentemente, su mensaje viene expresado con el simbolismo de las visiones y también con el simbolismo de su propia existencia. Es conocidísima la visión «de los cuatro vivientes» (c. 1) en la que toda la creación simbolizada en el hombre, el toro, el león y el águila, son el trono del Creador que viene triunfante y esplendoroso a visitar a los exiliados de Mesopotamia. Y el expresivo contenido de la visión del «campo lleno de huesos» (c. 37) que reviven por el poder de Yahwéh, cubriéndose de nervios y carne, cobrando vida nuevamente. O la otra del «Templo que mana un torrente de aguas» (c. 47) para regar y hacer feracísima la nueva tierra con plenitud edénica. En todas ellas está vivo el mensaje de restauración nacional; volverá del exilio un pueblo purificado y vendrá con certeza una teocracia mesiánica.
Fue la vida profética de Ezequiel un período de veinte años (593-573) de amplia actividad para salvar las esperanzas mesiánicas de sus compañeros de infortunio, al derrumbarse la monarquía israelita.
Quizá hoy en la Iglesia convenga también un nuevo tipo religioso que, surgido en horas de aturdimiento y desaliento general, sea instrumento de Dios para salvar la crisis de conciencia que trae el desmoronamiento de los principios. Bien puede estar el secreto en copiar la fidelidad de Ezequiel.

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