10 DE
ABRIL - MARTES –
2a
SEMANA DE PASCUA – B
SAN EZEQUIEL
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (4,32-37):
El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y
una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían
todo en común.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección
del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado.
Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las
vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los
apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé,
que significa hijo de la consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía
un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.
Salmo: 92,1ab.1c-2.5
R/. El Señor reina, vestido de majestad
El Señor reina, vestido de majestad;
el Señor, vestido y ceñido de poder. R/.
Así está firme el orbe y no vacila.
Tu trono está firme desde siempre,
y tú eres eterno. R/.
Tus mandatos son fieles y seguros;
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (3,5a.7b-15):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde
quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo
el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó:
«¿Cómo puede
suceder eso?».
Le contestó Jesús:
«¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes?
En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de
lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las
cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas
celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del
hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el
desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que
cree en él tenga vida eterna».
1. Un cambio total de vida, hasta el extremo de
ser visto como una persona distinta, como el que ha nacido otra vez, eso no es tan fácil. Ni lo hace
cualquiera. Un cambio así de vida supera lo que da de sí la condición
humana. Se comprende la pregunta de
Nicodemo:
- "¿Cómo puede
suceder eso?".
2. Jesús responde apelando a la distinción
radical que existe entre lo que pertenece a la tierra y lo que es propio del
cielo, de forma que no se trata solo de lo que procede del cielo, sino de lo
que permanece en el cielo y, por tanto, se sustrae a los ojos humanos. De esto último es de lo que habla aquí Jesús
(Sab 9,16; 4 Esd 4, 1-21; Heb 8, 5; 9, 23; 11, 16).
Con ello le está
diciendo a Nicodemo: "Si tienes fe en lo que te digo, con esa fe podrás
llegar a ser un
hombre distinto".
3. El problema está en que eso tiene un peligro.
El peligro que siempre han tenido (y tienen) las religiones. Exigir a la gente
cambios radicales en nombre de realidades celestiales, que se sustraen a
nuestros ojos, se presta a que los representantes "oficiales" de esas realidades obliguen a los demás a
hacer lo que a ellos se les ocurre y les conviene, no lo que realmente
quiere Dios.
Jesús lo advierte:
"Nadie ha subido al cielo". Por eso lo que afirma Jesús es esto:
"No creáis nada más que al que baja de cielo".
Jesús merece todo nuestro crédito porque no es
un Dios que se quedó en el cielo, sino porque es el Hijo de Dios que bajó, que descendió,
que se vació de su poder y renunció a su grandeza.
El que hace eso es -a
juicio de Jesús- el único que tiene credibilidad. Para hablar de Dios, la
credibilidad la tiene el que baja, no el que sube.
SAN EZEQUIEL
Cuando vive, ya se ha terminado el imperio asirio con la caída de
Nínive; ahora los poderosos son los caldeos, con Nabucodonosor.
Es una época dificultosa para el pueblo de Israel. En Jerusalén
reina Joaquín, hijo del piadoso rey Josías, que murió en la batalla de Megiddo
(609 a. C.). En un primer momento, Joaquín intenta halagar al coloso
babilónico, pero termina uniéndose en coalición con pequeñas potencias contra
Nabucodonosor. Jeremías ya dio la voz de alerta, sugiriendo la sumisión, pero
el orgullo de los elegidos la hizo imposible. En 598, los babilonios ponen
cerco a Jerusalén y capitula Judá. Su precio es la deportación de gran parte de
la población, entre ellos el rey Jeconías, hijo de Joaquín, que murió durante
el asedio. Con los deportados va también el joven Ezequiel que será el profeta
del exilio.
Dos etapas enmarcan su acción profética.
La primera es antes de la destrucción de Jerusalén por los
caldeos (598 a. C.). Aquí el hombre de Dios se encuentra con un pueblo
ranciamente orgulloso y lleno de falso optimismo, fruto de la presunción.
«¿Cómo va Dios a abandonarnos? ¡Están las Promesas! Es imposible una catástrofe
total». Así razonaban ante los requerimientos del profeta. Es verdad que siglo
y medio antes había permitido Dios la desaparición de Samaría, el Reino del
Norte; pero Jerusalén es otra cosa; Yahwéh habita en ella. Pensaban que pasaría
como en tiempos de Senaquerib, un siglo antes, cuando tuvo que abandonar el
asedio por una intervención milagrosa; ahora Dios repetiría el prodigio.
Ezequiel no piensa como ellos. Afirma y predica que Jerusalén será destruida
con el Templo. Dice a todos que ha llegado la hora del castigo divino para el
pueblo israelita pecador; solo queda aceptar con compunción y humildad los
designios punitivos de Yahwéh. A esta altura, el profeta tiene una misión
ingrata porque es un agorero de males futuros y próximos. Para la gente
sencilla y las autoridades pasa por ser considerado como un judío despreciable
que no tiene categoría para comprender los altos designios del Pueblo; es un derrotista
ciego de pesimismo.
La segunda fase de su profecía se desarrolla una vez consumada la
catástrofe. Ahora ha de levantar los ánimos oprimidos; debe dar esperanzas
luminosas sobre un porvenir mejor. Creían sus compatriotas deportados que Dios
se había excedido en el castigo, o que les había hecho cargar con los pecados
de los antepasados. «¡Nuestros padres comieron las agraces y nosotros sufrimos
la dentera!», es el grito unánime de protesta. Ezequiel se preocupará de
hacerles ver que Dios ha sido justo y que el castigo no tiene otra finalidad
que la de purificarlos antes de pasar a una nueva etapa gloriosa nacional.
Y esto lo hace Ezequiel empleando un estilo que no tiene nada que
ver con el de los profetas preexílicos Amós, Oseas, Isaías y Jeremías; no goza
de su sencillez y frescor. Ezequiel pertenece a la clase sacerdotal, está
cabalgando entre dos épocas y se aproxima a la literatura apocalíptica del
judaísmo tardío. Frecuentemente, su mensaje viene expresado con el simbolismo
de las visiones y también con el simbolismo de su propia existencia. Es
conocidísima la visión «de los cuatro vivientes» (c. 1) en la que toda la
creación simbolizada en el hombre, el toro, el león y el águila, son el trono
del Creador que viene triunfante y esplendoroso a visitar a los exiliados de
Mesopotamia. Y el expresivo contenido de la visión del «campo lleno de huesos»
(c. 37) que reviven por el poder de Yahwéh, cubriéndose de nervios y carne,
cobrando vida nuevamente. O la otra del «Templo que mana un torrente de aguas»
(c. 47) para regar y hacer feracísima la nueva tierra con plenitud edénica. En
todas ellas está vivo el mensaje de restauración nacional; volverá del exilio
un pueblo purificado y vendrá con certeza una teocracia mesiánica.
Fue la vida profética de Ezequiel un período de veinte años
(593-573) de amplia actividad para salvar las esperanzas mesiánicas de sus
compañeros de infortunio, al derrumbarse la monarquía israelita.
Quizá hoy en la Iglesia convenga también un nuevo tipo religioso
que, surgido en horas de aturdimiento y desaliento general, sea instrumento de
Dios para salvar la crisis de conciencia que trae el desmoronamiento de los
principios. Bien puede estar el secreto en copiar la fidelidad de Ezequiel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario