1 de ABRIL – LUNES –
4ª – SEMANA DE CUARESMA – C –
Lectura
del libro de Isaías (65,17-21):
ESTO dice el Señor:
«Mirad:
voy a crear un nuevo cielo y una nueva tierra: de las cosas pasadas ni habrá
recuerdo ni vendrá pensamiento.
Regocijaos,
alegraos por siempre por lo que voy a crear:
yo creo a Jerusalén
“alegría”, y a su pueblo, “júbilo”.
Me
alegraré por Jerusalén y me regocijaré con mi pueblo, ya no se oirá en ella ni
llanto ni gemido; ya no habrá allí niño que dure pocos días, ni adulto que no
colme sus años, pues será joven quien muera a los cien años, y quien no los
alcance se tendrá por maldito.
Construirán
casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán los frutos».
Palabra
de Dios
Sal 29,2.4.5-6.11-12a.13b
R/. Te
ensalzaré, Señor, porque me has librado
Te ensalzaré, Señor,
porque me has librado
y no has dejado que mis
enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida
del abismo,
me hiciste revivir
cuando bajaba a la fosa. R/.
Tañed para el Señor, fieles suyos,
celebrad el recuerdo de
su nombre santo;
su cólera dura un
instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita
el llanto;
por la mañana, el
júbilo. R/.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en
danzas.
Señor, Dios mío, te daré
gracias por siempre. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (4,43-54):
EN aquel tiempo, salió
Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había atestiguado:
«Un
profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando
llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo
que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a
la fiesta.
Fue
Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había
un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús
había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a
su hijo que estaba muriéndose.
Jesús
le dijo:
«Si
no veis signos y prodigios, no creéis».
El
funcionario insiste:
«Señor,
baja antes de que se muera mi niño».
Jesús
le contesta:
«Anda,
tu hijo vive».
El
hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando
sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les
preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron:
«Ayer
a la hora séptima lo dejó la fiebre».
El
padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu
hijo vive». Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al
llegar de Judea a Galilea.
Palabra
del Señor
1.
Se discute si este relato del IV evangelio es una variante, con ligeras
diferencias, del que se encuentra en Mateo y Lucas, en los que se relata la
curación del siervo del centurión romano (Mt 8, 5-13; Lc 7, 1-10). La
diferencia principal entre este relato de Juan y los de Mateo y Lucas está en
que aquí se habla de "funcionario real", de nacionalidad y religión
judía, mientras que en los otros evangelios se trata de un militar pagano (J.
D. G. Dunn).
2.
Lo que menos importa, en la redacción de este episodio, es precisar si
se trata de variantes del mismo suceso o se habla de casos distintos. En
definitiva,
lo mismo da que Jesús curase al criado (o al
hijo) de un judío o de un romano.
Lo importante es la preocupación de
aquel personaje por la curación y la vida
del muchacho. Y el correspondiente interés de
Jesús por remediar el sufrimiento del enfermo y todo lo que aquello llevaba
consigo.
3.
Con frecuencia ocurre -sobre todo en el estudio y explicación de los
evangelios- que interesan más algunos detalles (sociales, históricos...) que
los problemas más graves y apremiantes de la vida. No caemos en la cuenta de que
las tres grandes preocupaciones de Jesús
fueron: 1) la salud; 2) la alimentación;
3) las relaciones humanas.
Es urgente que la teología y los
teólogos sepan centrarse en lo fundamental, en las cuestiones que más
interesaron a Jesús, que no fueron las ceremonias del Templo y los rituales de los
sacerdotes, sino los problemas que nos llevan derechamente al fondo de la
felicidad o al sufrimiento de las personas.
San Hugo de Grenoble
En
Grenoble, en Burgundia, san Hugo, obispo, que se esforzó en la reforma de las
costumbres del clero y del pueblo, y siendo amante de la soledad, durante su
episcopado ofreció a san Bruno, maestro suyo en otro tiempo, y a sus compañeros,
el lugar de la Cartuja, que presidió cual primer abad, rigiendo durante
cuarenta años esta Iglesia con esmerado ejemplo de caridad.
Vida
de San Hugo de Grenoble
El obispo que nunca quiso serlo y
que se santificó siéndolo.
Nació en Valence, a orillas del
Isar, en el Delfinado, en el año 1053. Casi todo en su vida se sucede de forma
poco frecuente. Su padre Odilón, después de cumplir con sus obligaciones
patrias, se retiró con el consentimiento de su esposa a la Cartuja y al final
de sus días recibió de mano de su hijo los últimos sacramentos. Así que el hijo
fue educado en exclusiva por su madre.
Aún joven obtiene la prebenda de
un canonicato y su carrera eclesiástica se promete feliz por su amistad con el
legado del papa. Como es bueno y lo ven piadoso, lo hacen obispo a los
veintisiete años muy en contra de su voluntad por no considerarse con
cualidades para el oficio -y parece ser que tenía toda la razón-, pero una vez
consagrado ya no había remedio; siempre atribuyeron su negativa a una humildad
excesiva. Lo consagró obispo para Grenoble el papa Gregorio VII, en el año
1080, y costeó los gastos la condesa Matilde.
Al llegar a su diócesis se la
encuentra en un estado deprimente: impera la usura, se compran y venden los
bienes eclesiásticos (simonía), abundan los clérigos concubinarios, la
moralidad de los fieles está bajo mínimos con los ejemplos de los clérigos, y
sólo hay deudas por la mala administración del obispado. El escándalo entre
todos es un hecho. Hugo -entre llantos y rezos- quiere poner remedio a todo,
pero ni las penitencias, ni las visitas y exhortaciones a un pueblo rudo y
grosero surten efecto. Después de dos años todo sigue en desorden y
desconcierto. Termina el obispo por marcharse a la abadía de la Maison-Dieu en
Clermont (Auvernia) y por vestir el hábito de san Benito. Pero el papa le manda
taxativamente volver a tomar las riendas de su iglesia en Grenoble.
Con repugnancia obedece. Se
entrega a cumplir fielmente y con desagrado su sagrado ministerio. La salud no
le acompaña y las tentaciones más aviesas le atormentan por dentro. Inútil es
insistir a los papas que se suceden le liberen de sus obligaciones, nombren
otro obispo y acepten su dimisión. Erre que erre ha de seguir en el tajo de
obispo sacando adelante la parcela de la Iglesia que tiene bajo su pastoreo.
Vendió las mulas de su carro para ayudar a los pobres porque no había de dónde
sacar cuartos ni alimentos, visita la diócesis andando por los caminos, estuvo
presente en concilios y excomulgó al antipapa Anacleto; recibió al papa
Inocencio II -que tampoco quiso aceptar su renuncia- cuando huía del cismático
Pedro de Lyon y contribuyó a eliminar el cisma de Francia.
Ayudó a san Bruno y sus seis
compañeros a establecerse en la Cartuja que para él fue siempre remanso de paz
y un consuelo; frecuentemente la visita y pasa allí temporadas viviendo como el
más fraile de todos los frailes.
Como él fue fiel y Dios es bueno,
dio resultado su labor en Grenoble a la vuelta de más de medio siglo de trabajo
de obispo. Se reformaron los clérigos, las costumbres cambiaron, se ordenaron
los nobles y los pobres tuvieron hospital para los males del cuerpo y sosiego
de las almas. Al final de su vida, atormentado por tentaciones que le llevaban
a dudar de la Divina Providencia, aseguran que perdió la memoria hasta el
extremo de no reconocer a sus amigos, pero manteniendo lucidez para lo que se
refería al bien de las almas. Su vida fue ejemplar para todos, tanto que,
muerto el 1 de abril de 1132, fue canonizado solo a los dos años, en el concilio
que celebraba en Pisa el papa Inocencio II.
No tuvo vocación de obispo nunca,
pero fue sincero, honrado en el trabajo, piadoso, y obediente. La fuerza de
Dios es así. Es modelo de obispos y de los más santos de todos los tiempos.
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