26 de MARZO – MARTES –
3ª – SEMANA DE CUARESMA – C –
San Braulio de Zaragoza
Lectura
de la profecía de Daniel (3,25.34-43):
EN aquellos días,
Azarías, puesto en pie, oró de esta forma; alzó la voz en medio del fuego y
dijo:
«Por
el honor de tu nombre,
no nos desampares para
siempre,
no rompas tu alianza, no
apartes de nosotros tu misericordia.
Por Abrahán, tu amigo;
por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste
multiplicar su descendencia
como las estrellas del
cielo,
como la arena de las
playas marinas.
Pero
ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados
por toda la tierra a causa de nuestros pecados.
En
este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni
sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para
alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu
humilde, como un holocausto de carneros y toros
o una multitud de
corderos cebados.
Que
este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque
los que en ti confían no quedan defraudados.
Ahora te seguimos de
todo corazón, te respetamos, y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos
según tu piedad, según tu gran misericordia.
Líbranos
con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor».
Palabra
de Dios
Salmo:
24,4-5ab.6.7bc.8-9
R/.
Recuerda, Señor, tu ternura
Señor, enséñame tus
caminos,
instrúyeme en tus
sendas:
haz que camine con
lealtad;
enséñame, porque tú eres
mi Dios y Salvador. R/.
Recuerda, Señor, que tu
ternura
y tu misericordia son
eternas;
acuérdate de mí con
misericordia,
por tu bondad, Señor. R/.
El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los
pecadores;
hace caminar a los
humildes con rectitud,
enseña su camino a los
humildes. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (18,21-35):
EN aquel tiempo,
acercándose Pedro a Jesús le preguntó:
«Señor,
si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete
veces?».
Jesús
le contesta:
«No
te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por esto, se parece el
reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al
empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no
tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus
hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus
pies, le suplicaba diciendo:
“Ten
paciencia conmigo y te lo pagaré todo”.
Se
compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.
Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía
cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo:
“Págame
lo que me debes”.
El
compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:
“Ten
paciencia conmigo y te lo pagaré”.
Pero
él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus
compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su
señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
“¡Siervo
malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú
también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”.
Y
el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo
mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón
a su hermano».
Palabra
del Señor
1.
Esta parábola es consoladora y tremenda al mismo tiempo.
Es consoladora porque viene a decir
que Dios perdona siempre, lo perdona todo, no se cansa jamás de perdonar. Hagas
lo que hagas y se lo hagas a quien se lo hagas, Dios siempre te perdona. Basta
decírselo. Basta pedírselo. Basta desearlo.
Y enseguida, inmediatamente, sin más condiciones o requisitos,
¡estás perdonado!
En los evangelios no se habla para nada
de confesión. Ni de la necesidad de ir a un sacerdote para contarle tus cosas
más íntimas. Todo eso se lo inventaron
los clérigos varios siglos más tarde. Lo único
que hace falta es fiarse a ciegas
de la bondad sin límites del Dios, que nos
quiere siempre.
2.
El peligro que esto tiene, está en que hay gente que se puede aprovechar
-y se aprovecha- de esta infinita bondad de Dios,
para seguir ofendiendo a los demás, haciendo daño a quien les estorba en la
vida, odiando al que piensa o siente de otra manera. Porque, si es cierto eso
de que Dios perdona sin límites, entonces, "¡vamos a pecar sin
límites!" Puesto que el perdón sin límites lo tenemos siempre asegurado.
3.
Esta parábola viene a decirnos que esa escapatoria no vale. Porque Dios
te
perdona, si tú perdonas. Dios te perdona,
mientras tú perdonas. La medida de tu
perdón hacia los demás, esa misma es la medida
del perdón que Dios te concede a ti. Y esto es así, porque, en definitiva, el
pecado no es nuestra ofensa a Dios, sino nuestra ofensa a los demás. Porque en
el "otro" está "Dios". Tu conducta con el "otro",
esa es tu conducta de "Dios". Porque Dios está en cada ser humano: Lo
que hicisteis con uno de estos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 31-46).
San Braulio de Zaragoza
En
Zaragoza, en la Hispania Tarraconense, san Braulio, obispo, que siendo amigo
íntimo de [san Isidoro], colaboró con él para restaurar la disciplina
eclesiástica en toda Hispania, siendo su semejante en elocuencia y ciencia.
Vida
de San Braulio de Zaragoza
Hacia el penúltimo decenio del siglo VI nace Braulio, quien más
tarde habría de ser obispo de Zaragoza y el más ilustre prelado, después de San
Isidoro, en la primera mitad del siglo VII de la España visigótica.
Aunque ignoramos el nombre de la
madre y el del lugar de su nacimiento, ciertos indicios y alusiones de sus
cartas parecen apuntar hacia Gerona, en tanto que otros orientan hacia Zaragoza
nos es conocido, por San Eugenio de Toledo, el de su padre, Gregorio; y por San
Ildefonso y el mismo Braulio, el de otro hermano suyo mayor, Juan, que habría
de ser su predecesor en la sede zaragozana. El propio Braulio nos habla,
además, en la dedicatoria de la Vida de San Millán, de otro hermano,
Frunimiano, abad de cierto monasterio; y en sus cartas, de dos hermanas:
Pomponia, abadesa, y Basila, acogida en la flor de su juventud y temprana
viudez al mismo monasterio de Pomponia, superando así, como dice el ya citado
San Eugenio, con el brillo de sus méritos el lustre de su linaje.
Los nombres de los miembros todos
de la familia revelan claramente el origen hispano-romano de ésta; y como el
mismo padre, Gregorio, terminó siendo obispo, según parece indicarlo un himno
de San Eugenio, de una diócesis no identificada —¿tal vez de Osma?—, se nos
ofrece aquí un ejemplar no raro en aquella época —baste recordar el del mismo
San Isidoro, con dos hermanos obispos, Leandro y Fulgencio, y una hermana
abadesa, Florentina— de una familia ilustre, de probada ortodoxia y
religiosidad, con fácil y casi hereditario acceso a las altas jerarquías
eclesiásticas.
La primera formación piadosa y
cultural la recibió Braulio de su hermano mayor, Juan, a quien llama su maestro
en la vida común, en la piedad y en la doctrina; verosímilmente, en la escuela
aneja al monasterio de Santa Engracia, en la misma Zaragoza, del que debió de
ser abad dicho Juan, antes de su promoción al episcopado.
De otro pasaje de las cartas de
San Braulio parece deducirse que tampoco fue ajeno a aquella formación su
hermano Frunimiano.
San Ildefonso nos habla del docto
magisterio de Juan en las sagradas letras y de su pericia en el cómputo
eclesiástico y en la liturgia, para la que hubo de componer algunos himnos y
otras piezas elegantes; y San Eugenio lo celebra como distinguido en toda clase
de disciplinas, y a quien la misma Grecia se inclina; frase esta última que
parece aludir a su formación humanística.
Con tan competente maestro logró
Braulio adquirir aquella perfecta y amplia formación, de la que tan gallarda
muestra nos dejó particularmente en su epistolario, no sólo en todo el ámbito entonces
explorado de las ciencias eclesiásticas, sino también en las letras clásicas y
aun en la poesía y la música, ya que también Braulio, como su maestro Juan y su
discípulo Eugenio, llegará a componer la letra y la melodía de himnos sagrados,
que fueron incorporados a la liturgia de la iglesia visigótica.
Pero la plenitud y madurez de
esta formación hubo de cuajar en la escuela y al lado del gran San Isidoro de
Sevilla. Empujado por la sed, nunca apagada, de aprender y atraído por el
prestigio de este gran doctor de la iglesia española, se traslada Braulio a
Sevilla, donde sin que podamos precisar fechas, debió de hacer prolongada
estancia o pasar parte de su juventud.
De esta permanencia de Braulio al
lado de Isidoro, más aún que en plan de discípulo y maestro en plan de
compañerismo íntimo y aun; de colaboración, data aquella profunda, tierna y
nunca entibiada amistad entre ambos hombres de cultura y siervos de Dios,
teñida, en todo caso, por un discreto matiz de protección paternal de parte del
anciano y renombrado arzobispo hacia el joven arcediano y más tarde obispo de
Zaragoza, que tan deliciosamente se revela en la mutua correspondencia.
De regreso ya Braulio en Zaragoza
y nombrado arcediano de la misma, probablemente al ser promovido el año 619 a
la sede episcopal su hermano Juan, le escribe Isidoro llamándole carísimo y
dilectísimo hermano. Señor en Cristo y amadísimo hijo; le manda algún libro y
le pide otro; le ofrece como obsequio y signo de amistad un anillo y un manto;
y hace votos por volver a verle alguna vez, para que, al que contristaste
alejándote, de nuevo le alegres presentándote. Corresponde Braulio con grandes
demostraciones de cariño y admiración al que llama el más grande de los obispos
y el más excelso de los hombres, luminar esplendoroso e inextinguible; expresa,
a su vez, vehementes anhelos de volver a encontrarse; le pide las actas de
cierto sínodo y, sobre todo, le ruega con insistencia el envío del libro de las
Etimologías, al que se cree con especial derecho, por la promesa que Isidoro le
tiene hecha, y por haber sido escrito a ruegos del mismo Braulio.
Promovido éste, por muerte de su
hermano Juan, el año 631, a la sede episcopal de Zaragoza, de nuevo escribe al
arzobispo de Sevilla una larga carta, llena de elegancia y de humor, en la que
simulando unas veces enfados, otras quejas doloridas, ya actitudes agresivas,
ya súplicas rendidas y humildes, trata con todo ello de obtener el envío tan
deseado y aún no conseguido, del libro de las Etimologías.
Esta vez el insaciable bibliófilo
obtiene su ferviente aspiración, puesto que recibe de Isidoro, junto con otros
códices, los de las Etimologías; aunque no como él los deseaba y había pedido
íntegros, enmendados y bien dispuestos, sino, precisamente, para que llevase a
cabo la enmienda —y ello es prueba del concepto que Braulio merecía a Isidoro—,
que el propio autor, por falta de salud, dice no poder terminar. En toda esta
correspondencia entre ambos siervos de Dios se advierte como una puja de mutua
estima y de deferencias, de respetos y de confianzas, de caridad y de humildad,
de piadosa devoción y de anhelos sobrenaturales, que encanta y edifica.
La presencia de ambos en el IV
Concilio de Toledo, del anciano Isidoro en el cenit de su prestigio y
autoridad, como presidente de la asamblea, y del recién nombrado y aún poco
conocido obispo de Zaragoza —apenas si llevaría dos años en tal puesto—, debió
de ser el último encuentro de los dos grandes amigos. Pero al fallecer, tres
años más tarde, el arzobispo de Sevilla, Braulio viene a recoger, como por
natural sucesión, la herencia moral y el prestigio de aquél, y a constituirse
la primera figura de la iglesia española.
Ya en el Concilio V de Toledo,
tres meses apenas de la muerte de San Isidoro, parece haber sido nuestro Santo
quien dirige las deliberaciones y redacta los cánones, ordenados casi
exclusivamente a la elección pacífica y seguridad de los reyes. Pero es, sobre
todo, en el concilio siguiente, el VI de Toledo, donde el prestigio del obispo
de Zaragoza se impone y resplandece. Sin ser él metropolitano, y a pesar de
hallarse presentes cinco de éstos: el de Narbona, el de Braga, el de Toledo, el
de Sevilla y el de Tarragona, San Braulio es el comisionado para contestar, en
nombre de la asamblea que reunía obispos, como rezan las Actas, de las Españas
y de las Galias, a la queja del papa Honorio I contra los obispos españoles,
por supuesta negligencia o sobrada lenidad en la defensa de la fe.
Esta queja del Papa, motivada al
parecer por una defectuosa información, tal vez por una interpretación inexacta
del canon LVII del Concilio IV de Toledo, en el que se censuraban las
conversiones de los judíos obtenidas por la coacción, es rechazada por el
portavoz de los obispos, con gran decisión y apostólica libertad, a la vez que
con respetuosa y filial veneración al Pontífice, e inequívoco reconocimiento
del primado de la cátedra romana. Por causas que ignoramos, San Braulio no
asistió al Concilio VII de Toledo, que fue presidido por su antiguo discípulo y
arcediano, ahora arzobispo de la sede primada, Eugenio, de quien él había hecho
un teólogo, un poeta y un santo. Las señaladas posición e influencia
preeminentes de San Braulio en la iglesia visigótica española perdurarán ya
hasta su muerte. A él acudirán de todas partes y personalidades las más
ilustres en busca de consuelo o de consejo y en demanda de soluciones para sus
dudas o cuestiones teológicas, escriturarias, canónicas o litúrgicas.
Entre otros: San Eugenio de
Toledo, discípulo y arcediano que había sido, como ya hemos dicho, de San
Braulio, y a quien éste, que tal vez le preparaba para sucesor suyo, cediera
para la sede primada, forzado tan sólo por las presiones del rey Chindasvinto;
y San Fructuoso, el legislador del monacato en la España visigótica y promovido
más tarde a la sede metropolitana de Braga. Por una frase de San Braulio,
respondiendo a éste, se ha querido deducir una relación de parentesco entre
ambos. Si ello fuera verdad, tendríamos a San Braulio emparentado con la
familia que dio un rey, Sisenando, al trono de Toledo. Los mismos reyes, como
Chindasvinto y Recesvinto, reciben de nuestro Santo consejo o lo solicitan en
asuntos de Estado los más importantes. Al primero le sugiere San Braulio la
conveniencia, para prevenir posibles perturbaciones en la elección de un
sucesor en la corona, de asociar ya en vida, como así se hizo, en el trono a su
hijo Recesvinto. Este, más tarde, le encarga con insistencia la revisión de un
códice —probablemente el proyecto del Fuero Juzgo, presentado en su día al
Concilio VIII de Toledo— en el que el rey tenía gran interés, y de cuya
laboriosa corrección por el prelado zaragozano le queda muy agradecido.
Para satisfacer a toda esta
correspondencia y al intercambio y copia de códices, a cuya búsqueda y
adquisición, por donde quiera que averiguase o sospechase su existencia, se
dedicó toda su vida con verdadera pasión de bibliófilo, hubo de organizar
nuestro Santo un escritorio, en el que, a veces, como él mismo dice, escaseaban
los materiales o pergaminos.
Ejemplo de esa pasión bibliófila
es su correspondencia con el célebre abad Tajón, quien habría de sucederle en
la sede zaragozana. Este, que había acudido también a Braulio con una consulta
teológica, y dejó escrito del mismo: ¿Hay en nuestra época hombre más
elocuente, más sabio, más familiarizado con los secretos de la ciencia?, había
logrado traer de Roma algunos escritos de San Gregorio Magno, aún no conocidos
en España, y nuestro Santo se apresura a rogarle, con gran encarecimiento, se
los deje para copiarlos. Por cierto que aquí hubo de echar en olvido, y aun
compensar con las más deferentes y afectuosas expresiones, las un tanto agrias
con que, tiempo atrás, se había visto obligado a responder a alguna
intemperancia del mismo Tajón, y de las que pueden ser muestra las siguientes
líneas, en las que se revela la cultura clásica del obispo de Zaragoza:
"También yo, si quisiera, podría replicar; ...que también yo, como dice
Flaco, aprendí letras, y tuve que sustraer con frecuencia la palma al azote de
la férula; y también a mí se podría aplicar lo de: huye lejos que lleva heno en
el cuerno; y aun aquello de Virgilio: también nosotros, padre, manejamos con
diestra fuerte los dardos y el hierro, y también de las heridas que hacemos
brota sangre... Pero soy siervo del amor y no quiero perder el tuyo, ni quiero
poner en mis palabras cosa de burla o desagradable, como aconseja Ovidio, ni
hacer, como dice Apio, alarde de facundia canina; ...antes, imitando la
humildad del Maestro y Señor Cristo, queremos seguir a aquel que dice: ofrecí
mi espalda a los azotes y mis mejillas a las bofetadas..."
Siempre en la correspondencia del
Santo aparece, por encima de todo, la más exquisita cortesía, la delicadeza, la
humildad —el encabezamiento ordinario de sus cartas es el de: Braulio, siervo
inútil de los santos de Dios—, la caridad, la bondad servicial, un gran sentido
de humanismo indulgente y un equilibrio ejemplar de consejo y de conducta.
La carta que cierra el
epistolario es la dirigida al abad San Fructuoso, en respuesta a las cuestiones
escriturísticas que éste le había propuesto, y viene a ser como un pequeño
tratado de exégesis bíblica, en el que se pone de manifiesto el gran
conocimiento en nuestro Santo de la patrística, del texto griego y de la verdad
hebraica. Hacia el final de esta carta, se lee como una especie de
presentimiento de su cercana muerte.
Ya en sus últimas cartas
anteriores venía hablando con frecuencia el obispo de Zaragoza de la debilidad
de sus fuerzas, de su inutilidad, de sus preocupaciones y contrariedades,
compañeras inseparables del cargo pastoral, pero que se hacen más sensibles
cuando las energías corporales van perdiendo su poder de resistencia, de sus
achaques, en especial de su falta de vista, cansada, sin duda, en la lectura
asidua de códices enrevesados y de letra difícil; pero en la última carta nos
dice algo más concreto: esperando estoy cada día el fin de mi doliente
condición mortal.
Y este presentimiento, que para
el Santo era una esperanza, se cumplió el mismo año de 651, fecha de la muerte
de San Braulio.
Su mejor elogio fúnebre pudo ser
el que en su carta le dirigía el mismo San Fructuoso, y que no era sino la
expresión del común sentir de la iglesia visigótica contemporánea: "Damos
gracias incesantes a nuestro Creador y Señor, que en estos últimos tiempos ha
hecho que seáis tal y tan grande pontífice, que en el mérito de la vida y el
don de la doctrina sigáis en todo los ejemplos apostólicos, digno de alcanzar
la inefable gloria de la patria suprema, junto con aquellos cuya vida
incontaminada imitáis en este tempestuoso mundo."
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