6 de MARZO
– MIÉRCOLES DE CENIZA –
“INICIO DE LA CUARESMA”
En el inicio de la
Cuaresma recordemos las palabras que el año pasado pronunciaba el papa
Francisco: «La Cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia
sobre todo lo que intenta aplastarnos o reducirnos a algo que no sea acorde a
la dignidad de los hijos de Dios.
La Cuaresma es el camino
de la esclavitud a la libertad, del seguimiento a la alegría, de la muerte a la
vida».
De hecho, la llamada a
la conversión que resuena con fuerza este día nos abre a un nuevo horizonte;
nos recuerda que hay un camino para el hombre que va mucho más lejos de lo que
imaginamos y que solo podemos descubrir volviéndonos hacia Dios. Ese camino
toma una forma concreta en el seguimiento de Cristo.
San Lorenzo de Brindis
señalaba que en el Antiguo Testamento veíamos las obras buenas que Dios ha
hecho, y en el Nuevo se dice que Jesús todo lo ha hecho bien. Y comentaba: «Es
verdad que muchos hacen cosas buenas, pero no las hacen bien, como es el caso
de los hipócritas que hacen ciertas cosas buenas, pero con un mal espíritus y con
una intención perversa y falsa».
Daba, pues, a entender que
la auténtica conversión pasa por abrirnos a la gracia de Dios, a dejar que
Cristo realice en nosotros su obra sana y nos impulse a obrar según él.
Así, la imposición de la
ceniza cobra un sentido especial y nos recuerda nuestra fragilidad. Somos polvo
y estamos llamados a volver al polvo. Pero además el gesto nos recuerda la cercanía de Dios,
que nos ama en nuestra debilidad y que quiere infundirnos nueva vida. Para ello
hemos de volvernos a él y redescubrir su misericordia, la conversión.
El evangelio habla de
los peligros de una falsa conversión o de que esta se quede en lo superficial.
Cuando realizamos nuestras obras para ser aplaudidos o nos complacemos en
ellas, es como si estuviéramos olvidando nuestro fin, que es la amistad con
Dios. Esa es la llamada a dejarnos reconciliar con él de que habla san Pablo.
Nos lo recuerda el profeta Joel: «Rasgad vuestros corazones, no vuestros
vestidos», porque todas las obras, incluso aquellas que parecen más gratuitas y
desinteresadas, como la oración, el ayuno o la limosna, han de ser movidas por
el amor de Dios.
Jesús, al llamarnos a
entrar en nuestro interior, señala así mismo que este es el lugar del encuentro
del hombre con Dios, y nos recuerda que
antes de lo que nosotros podamos hacer, está su amor que nos precede. Actuar ante los hombres, dejarse ver por
ellos, no es más que el reverso de otra actitud que es la de estar pendientes
de ellos.
Regresar al corazón, a
lo escondido, es descubrir aquello que Dios ve y darnos cuenta de la necesidad
que tenemos de ser sanados en lo más profundo. La Cuaresma nos lo recuerda para
que nuestro corazón no se endurezca.
En el salmo 50, se nos
dice que nuestros pecados pueden ser rojos como la grana, pero que Dios los
puede volver blancos como la nieve.
Por eso, la Cuaresma es un tiempo de gracia, y san Pablo nos recuerda que Dios
quiere que suceda algo ahora. A la gracia, que es el don de Dios, respondemos
con nuestra receptividad, con nuestra conversión. Las prácticas cuaresmales
conducen al desapego y, al mismo tiempo, al descubrimiento de la maravilla de
que es el amor de Dios el que nos salva.
Somos polvo, pero somos amados
infinitamente.
Un polvo que se reconoce
sostenido por Dios en la oración, que no se confunde sobre sí mismo (ayuno), y que se abre a las
necesidades del hermano (limosna).
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