16 de SEPTIEMBRE – LUNES –
24ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (2,1-8):
Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas
y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los
constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible
con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador,
que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de
la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate
por todos.
Este
es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio –digo la
verdad, no miento– yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los
gentiles en la fe y en la verdad.
Quiero,
pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos
piadosas, sin ira ni discusiones.
Palabra
de Dios
Salmo:
27
R/.
Salva, Señor, a tu pueblo
Escucha, Señor, mi súplica
cuando te pido ayuda
y levanto las manos
hacia tu santuario. R/.
El Señor es mi fuerza y mi escudo,
en él confía mi corazón;
él me socorrió y mi
corazón se alegra
y le canta agradecido. R/.
El Señor es la fuerza de su pueblo,
el apoyo y la salvación
de su Mesías.
Salva, Señor, a tu
pueblo
y bendícelo porque es
tuyo;
apaciéntalo y condúcelo
para siempre. R/.
Lectura
del santo Evangelio según san Lucas (7,1-10):
En aquel tiempo, cuando terminó Jesús de hablar a la gente, entró
en Cafarnaúm. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado, a
quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los
judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado.
Ellos
presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente:
«Merece
que se lo concedas porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la
sinagoga.»
Jesús
se fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió a
unos amigos a decirle:
«Señor,
no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco
me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará
sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y
le digo a uno: "ve", y va; al otro: "ven", y viene; y a mi
criado: "haz esto", y lo hace.»
Al
oír esto, Jesús se admiró de él, y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo:
«Os
digo que ni en Israel he encontrado tanta fe.»
Y
al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.
Palabra
del Señor
1.
Las religiones y las culturas separan y dividen a la gente. Con frecuencia, crean serios
enfrentamientos y hasta conflictos
morales. En el caso de este relato, no olvidemos que el centurión era un
oficial extranjero (ekatontárches, literalmente "jefe" o
"militar") (F. G. Untergassmair), que seguramente estaba al servicio
de Herodes (F. Bovon).
Es verdad que, por lo que dice Lucas,
se trataba de un buen hombre, que hasta les había construido una sinagoga a los
judíos. Además, se trataba de un hombre
humilde, que se preocupaba de la salud de su criado y ni se consideraba
digno de que Jesús viniera a su casa.
2.
Para Jesús, lo que importa en la vida es la bondad, la humanidad, que no
se fija en las creencias de cada cual, en el
rol social que uno tiene u ocupa.
Jesús solo se fija en lo importante,
en lo esencial. Y lo esencial no son las
creencias o las prácticas que cada uno ha
aprendido en su nación o su cultura. Lo esencial es la bondad entrañable que cada cual vive y que moviliza
la conducta de cada persona. Por eso,
sin duda, Jesús dice que no ha visto en Israel una persona con tanta fe, como
la que tiene este militar extranjero, que seguramente era romano.
Queda patente, por eso mismo, que lo
decisivo para Jesús, no es la "creencia religiosa", sino la
"bondad con los enfermos y los que sufren".
3.
Esto era tan importante para Jesús, que le causaba admiración (Lc 7, 9
a). Y llegó a decir que la fe del centurión
pagano era más grande que la de cualquier israelita (Lc 7, 9 b).
La fe, para los evangelios, es la
confianza, la seguridad, en Jesús. La convicción firme de que Jesús y su
Evangelio es la solución de los problemas que nos agobian.
Dicho de otra manera, lo decisivo (para
Jesús) no es la "fe", sino el "seguimiento" de Jesús, que
iguala nuestra conducta con la suya.
San
Cornelio. Papa. Año 253.
Cornelio
significa: "fuerte como un cuerno".
Este
Pontífice fue martirizado en la persecución del emperador Decio en el año 253.
Su
Pontificado se vió amargado por la rebelión de un hereje llamado Novaciano que
proclamaba que la Iglesia Católica no tenía poder para perdonar pecados y que
por lo tanto el que alguna vez hubiera renegado de su fe, nunca más podía ser
admitido en la Santa Iglesia.
El
hereje afirmaba también que ciertos pecados como la fornicación e impureza y el
adulterio, no podían ser perdonados jamás. El Papa Cornelio se le opuso y
declaró que si un pecador se arrepiente en verdad y quiere empezar una vida
nueva de conversión, la Santa Iglesia puede y debe perdonarle sus antiguas
faltas y admitirlo otra vez entre los fieles. A San Cornelio lo apoyaron San
Cipriano desde Africa y todos los demás obispos de occidente.
El
gobierno del perseguidor Decio lo desterró de Roma y a causa de los
sufrimientos y malos tratos que recibió, murió en el destierro, como un mártir.
San
Cipriano. Obispo de Cartago y mártir. Año 258.
San
Cipriano. Este fue el Santo más importante del África y el más brillante de los
obispos de este continente, antes de que apareciera San Agustín.
Había
nacido en el año 200 en Cartago (norte de África) y se dedicó a la labor de
educador, conferencista y orador público. Tenía una inteligencia privilegiada,
una gran habilidad para hablar en público, y una personalidad brillante y
simpática que le conseguía un impresionante ascendiente sobre los demás.
Llegado
a la mayoría de edad se convirtió al cristianismo por el ejemplo y las palabras
de un santo sacerdote llamado Cecilio. Se hizo bautizar y una vez bautizado
hizo el juramento de permanecer siempre casto, y de no contraer matrimonio
(celibato se llama a este modo de vivir). A las gentes les llenó de admiración
el tal voto o juramento, porque esto no se acostumbraba en aquellos tiempos.
Desde
su conversión, descubrió Cipriano que la S. Biblia contiene tesoros
maravillosos de buenas enseñanzas y se dedicó con toda su brillante
inteligencia a estudiar este Libro Santo y a leer los comentarios que los
antiguos santos habían escrito, respecto de la Sagrada Escritura. Hizo el
sacrificio de renunciar a sus literatos mundanos que tanto le agradaban antes,
y en adelante ya nunca citará ni siquiera una frase de un autor que no sea
cristiano católico. Escribió un comentario acerca del Padrenuestro, tan bello,
que hasta ahora no ha sido superado por otro autor.
Fue
ordenado sacerdote, y en el año 248 al morir el obispo de Cartago, el pueblo y
los sacerdotes aclamaron a Cipriano como el más digno para ser el nuevo obispo
de la ciudad.
Él
se resistía y quería huir o esconderse, pero al fin se dio cuenta de que era
inútil oponerse al querer popular y aceptó tan importante cargo, diciendo:
"Me parece que Dios ha expresado su voluntad por medio del clamor del
pueblo y de la aclamación de los sacerdotes". Y llegó a ser el más
importante de todos los obispos que tuvo Cartago.
Un
escritor de ese tiempo dejó este retrato de la bondad y venerabilidad de
Cipriano: "Era majestuoso y venerable, inspiraba confianza a primera vista
y nadie podía mirarle sin sentir veneración hacia él. Tenía una agradable
mezcla de alegría y venerabilidad, de manera que los que lo trataban no sabían
qué hacer más: si quererlo o venerarlo, porque merecía el más grande respeto y
el mayor amor".
En
el año 251 el emperador Decio decreta una terrible persecución contra los
cristianos. Le interesaba sobre todo acabar con los obispos y destruir los
libros sagrados. Y para que el mal a la religión sea mayor invita a todos los
que quieren renegar de la religión cristiana a que quemen incienso ante los
dioses y ya con eso quedan perdonados. Muchísimos caen en esta trampa, y con
tal de no perder sus bienes, su libertad y su vida misma, queman incienso ante
las imágenes de los ídolos paganos, y reniegan de la santa religión. El mal es
inmenso.
Cipriano,
con gran prudencia, viendo que lo que primero buscan es acabar con todos los
jefes de la Iglesia, huye y se esconde, pero desde su escondite envía continuas
cartas a los creyentes invitándolos a no abandonar la religión por nada en la
vida. Los paganos recorren las calles de Cartago gritando: "Pedimos que
Cipriano sea echado a los leones". Pero no lo lograron encontrar para
echarlo a las fieras.
Hubo
un corto período de paz y Cipriano volvió a su cargo de obispo. Pero encontró
que algunos aceptaban sin más en la Iglesia a los que habían apostatado de la
religión, sin exigirles hacer penitencia de ninguna clase. Se opuso a esta
relajación y en adelante a todo renegado que quiso volver a la Iglesia le
exigió que hiciera antes cierto tiempo de penitencia. Así preparaba a los
creyentes para que en las próximas persecuciones no se dejaran dominar por el
miedo y no renegaran tan fácilmente de sus creencias. Muchos se oponían a esta
severidad, pero era necesaria para prevenir el peligro de apostatas en la
próxima persecución que ya se avecinaba. Y sucedió que cuando vinieron después
las más espantables persecuciones, los cristianos prefirieron morir antes que
quemar incienso a los dioses de los paganos. Y fueron mártires gloriosos.
El
año 252, llega la peste de tifo negro a Cartago y empiezan a morir cristianos
por centenares y quedan miles de huérfanos. El obispo Cipriano se dedica a
repartir ayudas a los que han quedado en la miseria. Vende todo lo más valioso
que hay en su casa episcopal, y pronuncia unos de los sermones más bellos que
se han compuesto en la Iglesia Católica acerca de la limosna. Todavía hoy al
leer tan emocionantes sermones, siente uno un deseo inmenso de dedicarse a
ayudar a los necesitados. Sus oyentes se conmovieron al escucharle tan
impresionantes enseñanzas y fueron generosísimos en auxiliar a las víctimas de
la epidemia.
El
año 257 el emperador Valeriano decretó una violentísima persecución contra los
cristianos. Pena de destierro para todo creyente que asistiera a un acto de
culto cristiano, y pena de muerte para cualquier obispo o sacerdote que se
atreviera a celebrar una ceremonia religiosa. A Cipriano le decretan en el año
157 pena de destierro, pero como donde quiera que vaya sigue celebrando
ceremonias religiosas, en el año 258 le decretan pena de muerte. Se conservan
las actas de la última audiencia que los jueces le hicieron para condenarlo al
martirio. Son muy interesantes. Dicen así:
El
juez: El emperador Valeriano ha dado órdenes de que no se permite celebrar
ningún otro culto, sino el de nuestros dioses. Ud. ¿Qué responde?
Cipriano:
Yo soy cristiano y soy obispo. No reconozco a ningún otro Dios, sino al único y
verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. A El rezamos cada día los
cristianos.
El
14 de septiembre una gran multitud de cristianos se reunió frente a la casa del
juez. Este le preguntó al mártir: "¿Es usted el responsable de toda esta
gente?
Cipriano:
Si, lo soy.
El
juez: El emperador le ordena que ofrezca sacrificios a los dioses.
Cipriano:
No lo haré nunca.
El
juez: Píenselo bien.
Cipriano:
Lo que le han ordenado hacer, hágalo pronto. Que en estas cosas tan importantes
mi decisión es irrevocable, y no va a cambiar.
El
juez Valerio consultó a sus consejeros y luego de mala gana dictó esta
sentencia: "Ya que se niega a obedecer las órdenes del emperador Valeriano
y no quiere adorar a nuestros dioses, y es responsable de que todo este gentío
siga sus creencias religiosas, Cipriano: queda condenado a muerte. Le cortarán
la cabeza con una espada".
Al
oír la sentencia, Cipriano exclamó: ¡Gracias sean dadas a Dios!
Toda
la inmensa multitud gritaba: "Que nos maten también a nosotros, junto con
él", y lo siguieron en gran tumulto hacia el sitio del martirio.
Al
llegar al lugar donde lo iban a matar Cipriano mandó regalarle 25 monedas de
oro al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Los fieles colocaron sábanas
blancas en el suelo para recoger su sangre y llevarla como reliquias.
El
santo obispo se vendó él mismo los ojos y se arrodilló. El verdugo le cortó la
cabeza con un golpe de espada. Esa noche los fieles llevaron en solemne
procesión, con antorchas y cantos, el cuerpo del glorioso mártir para darle
honrosa sepultura.
A los
pocos días murió de repente el juez Valerio. Pocas semanas después, el
emperador Valeriano fue hecho prisionero por sus enemigos en una guerra en
Persia y esclavo prisionero estuvo hasta su muerte.
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