29 de SEPTIEMBRE – DOMINGO –
26ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
de la profecía de Amós (6,1a.4-7):
Esto dice el Señor omnipotente:
«¡Ay de
aquellos que se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría!
Se
acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del
rebaño y terneros del establo;
tartamudean como insensatos
e inventan como David instrumentos
musicales; beben el vino en elegantes copas, se ungen con el mejor de los
aceites pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José.
Por eso
irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se acabará la orgía de los
disolutos».
Palabra
de Dios
Salmo:
145,7.8-9a.9bc-10
R/.Aleluya
V/.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los
oprimidos,
da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los
cautivos. R/.
V/.
El Señor abre los ojos al ciego,
Señor endereza a los que ya
se doblan,
el Señor ama a los justos.
El Señor guarda a los
peregrinos. R/.
V/.
Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los
malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en
edad R/.
Lectura
de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (6,11-16):
Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la
paciencia, la mansedumbre.
Combate el buen combate de
la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste
noblemente delante de muchos testigos.
Delante
de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan
noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento
sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que,
en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los
reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita
una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.
A él
honor y poder eterno. Amén.
Palabra
de Dios
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (16,19-31):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había
un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un
mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con
ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y
le lamían las llagas.
Sucedió
que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió
también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los
tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y
gritando, dijo:
“Padre
Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y
me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero
Abrahán le dijo:
«Hijo,
recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por
eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y,
además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que
quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de
ahí hasta nosotros”.
Él
dijo:
“Te
ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco
hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan
a este lugar de tormento”.
Abrahán
le dice:
“Tienen
a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.
Pero él
le dijo:
“No,
padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán
le dijo:
«Si no
escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un
muerto”».
Palabra
del Señor
Los
zapatos de Susana.
‒ Judas, se me han roto los zapatos. Tienes que darme
dinero para comprarme unos nuevos.
‒ ¿Cuánto necesitas? ‒ pregunta Judas sin entusiasmo.
‒ He visto unos muy sencillos. Sólo cuestan seiscientos
veinticinco euros.
Judas
pega un salto.
‒ ¡Seiscientos
veinticinco euros! ¿Estás loca, Susana? ¡Estos que llevo puestos me costaron
treinta!
‒ Pues el bolso que hace juego con los zapatos cuesta
mil cuatrocientos cincuenta.
Bartolomé
sonríe contemplando la escena. Susana es la gran bienhechora del grupo, ha
entregado todo su dinero, sin reservarse nada, y ahora está poniendo en un aprieto
a Judas. “Judas no tiene sentido del humor”, piensa Bartolomé. “Se cree que
Susana va en serio”.
‒ A mí
no me parecen caros esos zapatos ‒comenta
para incordiar‒. Yo creo que deberías darle el dinero.
‒ No tenemos ni trescientos euros, estúpido.
‒ Entonces no podré alquilar la suite de lujo que cuesta veinte mil euros
la noche.
‒ ¿No
tenéis cosas más serias de las que hablar? ‒interviene Jesús‒.
‒ Esto es muy serio, maestro. ¿Sabes cómo tira el dinero la gente, el lujo con que viven
algunos?
‒ Claro que lo sé. Basta ver la televisión.
‒ Tú
estás muy atrasado, maestro.
Tienes que meterte en Internet. Buscar en Google. Casas de lujo, relojes de
lujo, coches de lujo, zapatos de lujo… No te imaginas la sorpresa que te ibas a llevar.
‒ Sorpresa, no. Indignación. Prefiero no mirar.
‒ Y los cabrones que gastan el dinero de esa forma, ¿se salvarán? ‒pregunta
Tomás con deseo de provocar a
Jesús.
‒ Ya deberías saber la respuesta. Os conté una historia sobre ese
tema.
‒ Yo no la recuerdo.
‒ Estarías
fuera, como siempre.
‒ Cuéntala
otra vez, maestro ‒pide Pedro‒.
Jesús
se sienta, se concentra un momento y comienza:
‒ Había
un hombre rico que se vestía
en los mejores sastres de Nueva York, viajaba en su avión particular, miraba la hora en un
reloj de oro con brillantes, comía en los restaurantes más lujosos y habitaba en un palacete de cuarenta
habitaciones en medio de un bosque inmenso. ¿Sabéis cuánto gastó un día en una
comida en un restaurante del sur de Francia?
Rebuscó
en la mochila y finalmente consiguió encontrar una factura que enseñó a todos.
‒ Ciento siete mil quinientos veinticuatro euros. Hice
una fotocopia del periódico porque no me lo podía creer.
‒ ¡Por
una sola comida!
‒ Cuando iba a la ciudad en su deportivo ‒continuó Jesús‒, el rico pasaba delante de un mendigo sentado a la
entrada de una pobre choza, fabricada con cartones y cubierta con una chapa de
uralita. El mendigo lo miraba con envidia y el rico apartaba la mirada. El
mendigo acudió una vez a la mansión del rico para pedir algo de comer. Pero
encontró la verja cerrada y el guardia de seguridad lo despidió con malos
modos. Al cabo del tiempo murió el mendigo y fue al paraíso. Poco después, el
rico se estrelló con su deportivo a doscientos por hora, murió, lo enterraron,
y fue a parar al infierno. Estando allí, achicharrándose vivo, levantando los
ojos, vio a lo lejos al mendigo, y le grito: “Por favor, tráeme un vaso de
agua, aunque sólo sea un vasito; me muero de sed y me torturan estas llamas.”
Pero el mendigo le contestó: “Lo siento, tío. Recuerda que tú tuviste de todo
en la otra vida mientras yo me moría de hambre. Ahora se han cambiado las
tornas. Además, aunque te parezca que estoy cerca, entre nosotros hay un abismo
que nadie puede cruzar.” El rico guardó silencio un momento y luego preguntó:
“¿Cómo te llamas?” El mendigo le contestó: “Si me hubieras preguntado mi nombre
en la otra vida, también me habrías dado de comer. Pero tú siempre apartabas la
mirada. Por eso estás ahora al otro lado del abismo”.
Menos
Tomás, todos recordaban la historia, que siempre les impresionaba. Fue Susana
quien rompió el encanto.
‒ Cuando yo enseñaba catequesis, contaba una historia parecida que me
habían enseñado las monjas de pequeña. ¿Os la
cuento?
Y
la contó sin esperar permiso de nadie:
- Había un hombre rico que se vestía de púrpura y
de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado
Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse
de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban
a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo
llevaron al seno de Abraham.
(El seno de Abrahán es como el paraíso, explicó Susana, y Abrahán es el que
se encarga de organizarlo todo allí.) Se murió también el rico, y lo
enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando
los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre
Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y
me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.”
Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida,
y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú
padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso,
para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan
pasar de ahí hasta nosotros.
‒ Se parece mucho, pero a mí me gusta más lo de los
aviones y el deportivo ‒opinó Leví.
‒ Todavía
no he terminado ‒lo cortó Susana‒.
Mi historia sigue diciendo que el rico le insistió a Abrahán:
“Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque
tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también
ellos a este lugar de tormento.” Abraham le dice: “Tienen a Moisés y a los
profetas; que los escuchen.” El rico contestó: “No, padre Abraham. Pero si un
muerto va a verlos, se arrepentirán.” Abraham le dijo: “Si no escuchan a Moisés
y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.”
Cuando
Susana calló, Bartolomé comentó irónico:
‒ El problema es que hoy día nadie cree en el infierno. Habría que cambiar la historia. Por
ejemplo, que al mendigo le toque la primitiva y el rico se arruine.
‒ No seas tonto, Bartolomé ‒lo
cortó
María‒. Eso sí que no se lo cree nadie.
¿Dónde
se basa esta historia?
La parábola del rico y
Lázaro, exclusiva del evangelio de Lucas, se inspira en un texto del profeta
Amós, elegido este domingo como primera lectura. Este profeta del siglo VIII
a.C. vivió una situación muy parecida, en ciertos aspectos, a la de hoy: gente millonaria,
que puede permitirse toda clase de lujos, y gente que llega a duras penas a fin
de mes o incluso pasa hambre.
El profeta se
dirige a la clase alta de las dos capitales, Jerusalén (Sión) y Samaria, y
denuncia su forma de vida:
«Os acostáis en lechos de marfil, os arrellanáis en divanes, coméis
carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa,
inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís
con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José».
El lujo se extiende a
todos los ámbitos: al mobiliario,
con lechos y divanes de marfil, mientras la inmensa mayoría de la gente duerme
en el suelo; a la comida,
a base de carne de carnero y de ternera, cuando los pobres se contentan con pan
y agua, unas uvas y un poco de queso; a la bebida en
copas refinadas o de gran tamaño (el término hebreo puede interpretarse de
ambos modos); a los perfumes carísimos,
mientras los pobres sólo huelen a sudor.
Y esta gente que se
permite toda clase de lujos “no se duele del desastre de José”.
José no es una persona
concreta sino todo el país, conocido entonces como Casa de José porque sus
tribus principales eran Efraín y Manasés, los dos hijos del patriarca José.
Lo que dice el profeta es
que esa gente que vive con toda clase de lujos no se preocupa lo más mínimo del
sufrimiento de millones de personas que lo pasan mal. Como castigo, les anuncia
la invasión de un ejército extranjero que pondrá fin a sus orgías y los
deportará.
El cambio
que introduce la parábola
La parábola cambia
radicalmente el tema del castigo. Mientras Amós piensa qué ocurrirá en esta
vida, mediante la invasión de los asirios, Jesús lo desplaza a la otra vida. Él
no se hace ilusiones; en esta vida, el rico seguirá disfrutando, y el pobre
pasando hambre. Este cambio radical en el punto de vista ayuda a entender otras
afirmaciones del evangelio de Lucas.
En el Magnificat, María
pronuncia unas palabras que, aplicadas a nuestro mundo, resultan estúpidas o de
un cinismo blasfemo cuando dice que Dios “a los hambrientos los colma
de bienes y a los ricos los despide vacíos”. A la luz de la parábola del
rico y Lázaro queda claro cuándo tendrá lugar esa revolución.
Lo mismo afirma el
comienzo del Discurso en la llanura (equivalente en Lucas al Sermón del monte
de Mateo), que contrasta la situación presente (ahora) con la
futura.
“Dichosos los pobres, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos los
que ahora pasáis hambre, porque seréis saciados. Dichosos los
que ahora lloráis, porque reiréis…
Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya recibís vuestro consuelo. ¡Ay
de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque pasaréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque lloraréis y haréis duelo”. (Lc 6,20-25).
El rico no
era un criminal
Lo que más debe
intranquilizarnos (porque la parábola pretende sacudir la conciencia) es que el
rico no es un explotador ni un criminal, no se dice que pagara un salario de
miseria a sus obreros ni que se hubiera enriquecido con el narcotráfico. Lo que
denuncia la parábola es su forma exquisita de vestir (púrpura y lino) y de
comer (banqueteaba espléndidamente todos los días), sin fijarse en el pobre que
está tendido a su puerta. Es la injusticia indirecta causada por el egoísmo.
¿Dos textos
trasnochados?
Tanto Amós como Jesús
viven en una sociedad muy distinta de la nuestra (al menos de la del Primer
Mundo). Entonces no existía la clase media. La riqueza se acumulaba en pocas
manos, mientras la mayor parte del pueblo vivía en circunstancias muy duras. Aplicar
la parábola a los multimillonarios de hoy día, jeques árabes, grandes
industriales, artistas de cine, deportistas de élite… supondría dejar con la
conciencia tranquila a los millones de personas que vivimos en circunstancias
infinitamente mejores que la inmensa mayoría de la población mundial. Si ahora
mismo resulta difícil resistir su mirada, mucho más difícil será cuando nos
mire Dios.
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