27 de SEPTIEMBRE – VIERNES –
25ª – SEMANA DEL T. O. – C –
San Vicente Paúl
Lectura
de la profecía de Ageo (2,1-9):
El año segundo del reinado de Darío, el día veintiuno del séptimo
mes, vino la palabra del Señor por medio del profeta Ageo:
«Di
a Zorobabel, hijo de Salatiel, gobernador de Judea, y a Josué, hijo de Josadak,
sumo sacerdote, y al resto del pueblo: "¿Quién entre vosotros vive
todavía, de los que vieron este templo en su esplendor primitivo? ¿Y qué veis
vosotros ahora? ¿No es como si no existiese ante vuestros ojos? ¡Ánimo!,
Zorobabel –oráculo del Señor–, ¡Ánimo!, Josué, hijo de Josadak, sumo sacerdote;
¡Ánimo!, pueblo entero –oráculo del Señor–, a la obra, que yo estoy con
vosotros –oráculo del Señor de los ejércitos-.
La
palabra pactada con vosotros cuando salíais de Egipto, y mi espíritu habitan
con vosotros: no temáis.
Así
dice el Señor de los ejércitos:
Todavía un poco más, y agitaré cielo y tierra,
mar y continentes. Pondré en movimiento los pueblos; vendrán las riquezas de
todo el mundo, y llenaré de gloria este templo –dice el Señor de los
ejércitos–.
Mía
es la plata y mío es el oro –dice el Señor de los ejércitos–. La gloria de este
segundo templo será mayor que la del primero –dice el Señor de los ejércitos–;
y en este sitio daré la paz –oráculo del Señor de los ejércitos. –"»
Palabra
de Dios
Salmo:
42,1.2.3.4
R/.
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios
mío»
Hazme justicia, oh Dios,
defiende mi causa contra
gente sin piedad,
sálvame del hombre
traidor y malvado. R/.
Tú eres mi Dios y protector,
¿por qué me rechazas?,
¿por qué voy andando
sombrío,
hostigado por mi
enemigo? R/.
Envía tu luz y tu verdad:
que ellas me guíen
y me conduzcan hasta tu
monte santo,
hasta tu morada. R/.
Que yo me acerque al altar de Dios,
al Dios de mi alegría;
que te dé gracias al son
de la citara,
Dios, Dios mío. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (9,18-22):
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus
discípulos, les preguntó:
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos
contestaron:
«Unos
que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno
de los antiguos profetas.»
Él
les preguntó:
«Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro
tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»
Él
les prohibió terminantemente decírselo a nadie.
Y
añadió:
«El
Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos
sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.»
Palabra
del Señor
1.
Lo importante en la vida no está en el puesto que cada cual ocupa o
ejerce, sino en cómo lo desempeña y cómo se porta. Y es que, a la vista de este
relato (tal como lo resume Lucas), no parece que a Jesús le interesara conocer
si los discípulos sabían o no sabían si Jesús era el Mesías, sino explicar a
sus seguidores cómo iba a realizar su
mesianismo.
O sea, lo que Jesús quería dejar claro
no es que él era el Mesías, sino cómo iba a ser y actuar el Mesías que Jesús
encarnaba.
Sin duda, los apóstoles sabían que Jesús
era el Mesías. El problema que tenían aquellos hombres es que ellos se
imaginaban, esperaban y querían otro modelo de mesianismo.
2.
Este estado de cosas, y las
equivocadas expectativas de los apóstoles, es lo que explica por qué
Jesús, a región seguido de la confesión de Pedro sobre el mesianismo que realizaba
el mismo Jesús, les explica a los discípulos que
ese mesianismo no se va a efectuar mediante el
éxito, la gloria y el triunfo,
sino todo lo contrario: en la persecución, el
fracaso y la muerte. Lo cual quiere
decir que Jesús frustró la visión
triunfalista, que tenían tantos israelitas sobre el Mesías y el Mesianismo.
3.
Esta frustración de la imagen popular del Mesías es de tal manera
determinante para entender el Evangelio, que necesita alguna explicación.
El punto capital, en este asunto, está
en lo siguiente: en el A. T. hay dos personas, investidas de un cargo importante,
que expresamente son calificadas de
"mesías", es decir, ungidas por Dios para salvar al pueblo. Estas dos
personas fueron el "sumo sacerdote" (en cuanto responsable del culto
oficial) y el "rey".
Hay que atribuir un influjo profundísimo
en la formación de la idea del mesías, como una aparición histórica que, día a
día, se iba transformando en
sobrehumana, al recuerdo cada vez más intenso del gobierno glorioso y
afortunado del rey David, el primer rey de Judá (cf. Is 9, 1-6; 11, 1 ss).
Por eso el motivo predominante del
mesianismo, en Israel, estaba profundamente asociado a la realeza
dominante y gloriosa (K. H. Rengstorf). Y esto
es lo que explica la frustración de los discípulos cuando Jesús les anuncia el final
de fracaso y muerte en cruz, que le aguardaba. Lo que menos se podían imaginar
aquellos hombres era un "mesías crucificado", es decir, fracasado,
excluido. Y excluido precisamente por los sumos sacerdotes, los representantes
oficiales de la religión.
Esto era incomprensible para un judío
del s. I. Y lo sigue siendo para la mayoría de los cristianos del s. XXI. En
esto radica nuestro problema capital. Y el problema
que no resuelve la Iglesia.
Por esto, sin duda, hoy nos encontramos
con la extraña situación de que, cuando
en Roma tenemos un Papa, como es el caso
de Francisco, hombre sencillo, cercano a
los pobres y marginados, este Papa es menospreciado y hasta rechazado por
amplios sectores del clero y de los cristianos más conservadores y religiosos.
Se repite lo que vivió Jesús.
1580
– 1660.
Nació
en Pouy (Gascuña, Francia) en 1580
–aunque algunas autoridades han dicho
1576–, y murió en París el 27 de septiembre de 1660. Nacido
en una familia campesina, estudió humanidades en Dax con los Cordeleros, y
Teología, estudios interrumpidos por una breve estancia en Zaragoza, en
Toulouse, donde se graduó. Se ordenó sacerdote en 1600 y permaneció en Toulouse
o en sus proximidades trabajando como tutor mientras continuaba con sus propios
estudios. En 1605, regresó a Marsella, donde había ido a causa de una herencia,
pero allí fue hecho prisionero por piratas turcos, que lo llevaron a Túnez. Fue
vendido como esclavo, pero escapó en 1607 con su amo, un renegado al que
convirtió. De regreso a Francia, fue a Aviñón a ver al vicelegado papal, al que
siguió a Roma para continuar sus estudios. Fue enviado de vuelta a Francia en
1609, en una misión secreta cerca de Enrique IV; fue nombrado capellán de la
reina Margarita de Valois, y se le ofreció la pequeña abadía de
Saint-Léonard-de-Chaume. A petición del señor de Bérulle, fundador del
Oratorio, se encargó de la parroquia de Clichy, cerca de París, pero varios
meses más tarde (1612) entró al servicio de los Gondi, una ilustre familia
francesa, para educar a los hijos de Philippe-Emmanuel de Gondi. Llegó a ser el
director espiritual de la señora de Gondi. Con la ayuda de ésta, comenzó a
fundar misiones en sus terrenos; pero, para eludir el aprecio de que era
objeto, dejó a los Gondi y, con la aprobación del señor de Bérulle, se nombró
cura de Chatillon-les-Dombes (Bresse), donde convirtió a varios protestantes y
fundó la primera cofradía de caridad para asistencia de los pobres. Los Gondi
le pidieron que volviera y lo hizo cinco meses después, reanudando las misiones
campesinas. Varios cultos sacerdotes de París, seducidos por su ejemplo, se
unieron a él. En casi todas estas misiones se fundó una cofradía de caridad
para asistencia de los pobres; entre éstas se destacan las de Joigny, Châlons,
Mâcon y Trévoux, que duraron hasta la Revolución.
Después
de los pobres, la atención de Vicente se dirigió hacia los condenados a
galeras, que estaban sometidos al señor de Gondi como general de las galeras de
Francia. Antes de ser conducidos a bordo de las galeras o cuando la enfermedad
los obligaba a desembarcar, los condenados eran apiñados en húmedos calabozos
con grilletes en los tobillos, y su única comida era pan negro y agua; y
estaban cubiertos de llagas y sabandijas. Su estado moral era más espantoso aún
que su sufrimiento físico. Vicente deseaba aliviar ambos. Asistido por un
sacerdote, comenzó a visitar a los condenados a galeras de París, a los que
hablaba empleando palabras dulces, prestándoles cualquier servicio, por muy
repulsivo que fuera. De este modo se ganó sus corazones, convirtió a muchos de
ellos y logró que varias personas que venían a visitarlos intercedieran por
ellos. Vicente compró una casa y estableció en ella un hospital. Poco después
Luis XIII lo nombró capellán real de las galeras, título que Vicente aprovechó
para visitar las galeras de Marsella, donde los condenados eran tan desdichados
como en París; los colmó de sus cuidados, además de planear construir un
hospital para ellos, pero esto no pudo hacerlo hasta diez años más tarde.
Mientras tanto, fundó, en la galera de Burdeos, como en las de Marsella, una
misión, que fue coronada por el éxito (1625).
Sociedad
de la Misión
El
bien llevado a cabo por estas misiones llevó a Vicente, con el impulso de la
señora de Gondi, a fundar su instituto religioso de sacerdotes dedicado a la
evangelización del pueblo: la Sociedad de la Misión.
Por
experiencia, San Vicente había aprendido que el bien que hacían las misiones no
podía durar a menos que hubiera sacerdotes que se ocuparan de ello, pero en esa
época había pocos en Francia. Desde el Concilio de Trento los obispos habían
estado esforzándose por fundar seminarios para su formación, pero estos
seminarios encontraron muchos obstáculos, el mayor de los cuales eran las
guerras de religión. De los veinte fundados, en 1625 no sobrevivían ni diez. La
asamblea general del clero francés expresó el deseo de que los candidatos a las
Sagradas Órdenes fueran admitidos solamente después de unos días de
recogimiento y retiro. A petición del obispo de Beauvais, Potierdes Gesvres,
Vicente emprendió en Beauvais (septiembre de 1628) el primero de estos retiros.
Según su plan, comprendían conferencias ascéticas e instrucciones acerca del
conocimiento de lo más indispensable para los sacerdotes. Su principal servicio
fue que dieron lugar a lo que posteriormente se llamaron seminarios. Al
principio sólo duraban diez días, pero ampliándolos gradualmente a 15 ó 20
días, luego a uno, dos o tres meses antes de cada orden, los obispos
consiguieron prolongar el periodo de estancia a dos o tres años entre la
filosofía y el acceso al sacerdocio. Existían unos seminarios llamados de
ordenandos, luego seminarios mayores, cuando se fundaron los seminarios
menores. Nadie hizo más que Vicente en lo que atañe a esta doble creación. Ya
en 1635 había establecido un seminario en el Collège des Bons-Enfants. Ayudado
por Richelieu, que le dio mil coronas, sólo admitió a eclesiásticos que
estudiaran teología (seminario mayor), fundando paralelamente un seminario
menor llamado de San Carlos para sacerdotes que estudiaran humanidades (1642).
Había enviado a algunos de sus sacerdotes al obispo de Annecy (1641) para
dirigir su seminario, y colaboró con los obispos para fundar otros en sus
diócesis facilitándoles sacerdotes para dirigirlos. Así, a su muerte había
aceptado la dirección de once seminarios. Antes de la Revolución su
congregación dirigía en Francia cincuenta y tres seminarios mayores y nueve
menores, esto es, un tercio de todos los de Francia.
La
conferencia eclesiástica completó la labor de los seminarios. Desde 1633 San
Vicente celebró una cada martes en Saint-Lazare, en la que se reunían todos los
sacerdotes deseosos de conferenciar en común sobre las virtudes y las funciones
de su estado. Participaron, entre otros, Bossuet y Tronson. Con las
conferencias, San Vicente instituyó en St.-Lazare retiros abiertos para laicos
y sacerdotes. Se estima que en los veinte últimos años de la vida de San
Vicente asistían con regularidad más de ochocientas personas al año, más de
20.000 en total. Estos retiros contribuían en gran medida a infundir un
espíritu cristiano en el pueblo, pero imponían gravosos sacrificios a la casa
de St.-Lazare. Nada se exigía a los participantes; cuando se trataba del
bienestar de las almas, Vicente no reparaba en gastos. Ante las quejas de sus
compañeros, que deseaban dificultar la admisión a los retiros, un día consintió
en ello. Al atardecer nunca había habido tantos admitidos; cuando un fraile le
informó azorado de que no cabían más, Vicente le respondió: “Bueno, dadles mi
habitación”.
Obras
de caridad
Vicente
de Paúl había establecido las Hijas de la Caridad casi al mismo tiempo que los
ejercicios para ordenandos. Al principio se pretendía que éstas ayudaran a las
conferencias de caridad. Cuando estas conferencias se establecieron en París
(1629), las damas que se unieron a ellas estaban ansiosas por dar limosnas y visitar
a los pobres, pero a menudo no sabían cómo ocuparse de ellos y enviaban a sus
criados en su lugar para que hicieran lo que fuera necesario. Vicente concibió
la idea de reclutar a jóvenes piadosas para este servicio. Al principio fueron
distribuidas individualmente por las diversas parroquias en que estaban
establecidas las conferencias y visitaban a los pobres con estas damas de las
conferencias o, cuando era necesario, se ocupaban de ellas en su ausencia. En
el reclutamiento, la formación y la dirección de estas servidoras de los
pobres, Vicente encontró estimable ayuda en la señorita Legras. Cuando su
número aumentó, las agrupó en una comunidad bajo su dirección, pronunciando él
una conferencia semanal apropiada a su condición. (Para más detalles, véase
Hermanas de la Caridad.) Junto a las Hijas de la Caridad, Vicente de Paúl
obtuvo para los pobres los servicios de las Damas de la Caridad, a petición del
arzobispo de París. Agrupó (1634) bajo este nombre a algunas mujeres piadosas
que estaban decididas a atender a los pobres enfermos que entraran en el
Hôtel-Dieu hasta un número de 20 mil ó 25 mil por año; también visitan las
cárceles. Entre ellas había hasta 200 damas del más alto rango. Tras haber
redactado su regla, San Vicente apoyó y estimuló su caritativo celo. Gracias a
ellas, fue capaz de recoger las enormes sumas que distribuían en socorro de
todos los desgraciados. Entre las obras que podía llevar a cabo gracias a esa
colaboración, una de las más importantes era el auxilio a los pródigos, que en
esta época eran deliberadamente deformados por personas sin escrúpulos para
poder explotar la piedad de la gente. Otros eran recogidos en un asilo
municipal llamado “La couche”, donde a menudo eran maltratados o se les dejaba
morir de hambre. Las Damas de la Caridad empezaron por adquirir un grupo de
doce niños, que fueron instalados en una casa especial confiada a las Hijas de
la Caridad y cuatro enfermeras. Así, años más tarde, el número de niños alcanzó
la cantidad de 4 mil; su mantenimiento costaba 30 mil libras, que ascendió a 40
mil con el incremento en el número de niños.
Con la
ayuda de un generoso desconocido, que puso a su disposición la suma de 10 mil
libras, Vicente fundó el Hospicio del Nombre de Jesús, donde cuarenta ancianos
y ancianas hallaron un refugio y trabajo adecuado para ellos. En la actualidad
se llama Hospital de los Incurables. La misma beneficencia se extendió a todos
los pobres de París, pero la creación del Hospital General fue una idea de las
Damas de la Caridad, en particular de la duquesa de Aiguillon. Vicente hizo
suya la idea y contribuyó como nadie a la realización de una de las mayores
obras de caridad del siglo XVII; la acogida de 40 mil pobres en un asilo donde
encontrarían un trabajo útil. En respuesta a la petición de San Vicente, las
contribuciones llegaron a raudales. El Rey cedió los terrenos de la Salpétrière
para la construcción del hospital, con un capital de 50 mil libras y una
dotación de 3 mil. El cardenal Mazarino envió 100 mil libras; el presidente de
Lamoignon, 20 mil coronas; y la señora de Bullion, 60 mil libras. San Vicente
encargó la tarea a las Hijas de la Caridad y las apoyó con todo su poder.
La
caridad de San Vicente no se limitaba a París, sino que llegaba a todas las
provincias desoladas por la miseria. Durante el periodo francés de la guerra de
los Treinta Años, Lorena, Trois-Évêchés, el Franco Condado y Champaña
padecieron durante casi un cuarto de siglo todos los horrores y los azotes de
la guerra. Vicente solicitó a las Damas de la Caridad su ayuda urgente; se
estima que con sus reiteradas peticiones consiguió 12 mil libras. Cuando se
acabó el dinero, volvió a recoger limosnas, que enviaba sin tardanza a los
distritos más afectados. Cuando las contribuciones empezaron a disminuir,
Vicente decidió imprimir y divulgar las cuentas que le enviaban de esos
distritos desolados; esto tuvo mucho éxito, llegando a publicar un periódico
llamado “Le magasin charitable”. Vicente lo aprovechó para fundar en las
provincias arruinadas los “potages économiques”, una tradición que permanece en
nuestras modernas cocinas económicas. Él mismo compiló cuidadosamente las
instrucciones relativas al modo de preparación de estos “potages” y la cantidad
de grasa, mantequilla, verduras y pan que se debían emplear. Apoyó la fundación
de congregaciones que se encargaban de enterrar a los muertos y de eliminar la
suciedad, permanente causa de enfermedades. Frecuentemente las dirigían
misioneros y Hermanas de la Caridad. Al mismo tiempo, con el propósito de
apartarlas de la brutalidad de los soldados, llevó a París a 200 jóvenes, que
alojó en varios conventos, y numerosos niños, que acogió en St.-Lazare. Incluso
fundó una organización especial para auxilio de los nobles de Lorena que habían
buscado refugio en París. Tras la paz general, dirigió su preocupación y sus
limosnas a los católicos irlandeses e ingleses que habían sido expulsados de su
país.
Todas
estas actividades habían hecho famoso a Vicente de Paúl en París e incluso en
la Corte. Richelieu a veces lo recibía y escuchaba favorablemente sus
peticiones; lo ayudó en sus primeras fundaciones de seminarios y estableció una
casa para sus misioneros en el pueblo de Richelieu. En su lecho de muerte Luis
XIII deseaba ser asistido por él: “Oh, señor Vicente”, decía, “si recupero la
salud, no nombraré a ningún obispo que no haya pasado tres años con vos”. Su
viuda, Ana de Austria, nombró a Vicente miembro del Consejo de Conciencia,
encargado de las propuestas de beneficios. Estos honores no alteraron la
modestia y la sencillez de Vicente. Sólo iba a la Corte por necesidad,
vistiendo un sencillo atuendo. No empleaba su influencia más que para el
bienestar de los pobres y en interés de la Iglesia. Bajo Mazarino, cuando París
se levantó en la época de la Fronda (1649) contra la regente Ana de Austria,
que fue obligada a retirarse a St.-Germain-en-Laye, Vicente afrontó todos los
riesgos implorando clemencia para ella en nombre del pueblo de París y osó
aconsejarle el sacrificio del cardenal ministro para evitar los males que la
guerra amenazaba con llevar al pueblo. También reconvino al mismo Mazarino. Su
consejo no fue escuchado. San Vicente redobló entonces sus esfuerzos para
aliviar los males de la guerra en París. Su beneficencia socorría diariamente a
15 mil ó 16 mil refugiados; sólo en la parroquia de San Pablo las Hermanas de
la Caridad ofrecían sopa diariamente a 500 pobres, aparte de cuidar a 60 u 80
enfermos. En aquel tiempo, Vicente, sin preocuparse por los peligros que
corría, multiplicó cartas y visitas a la Corte de St. Denis para conseguir paz
y clemencia; incluso escribió una carta al Papa pidiéndole que interviniera e
interpusiera su mediación para acelerar la paz entre las dos partes.
El
jansenismo también manifestó su apego a la fe y el uso de sus influencias en su
defensa. Cuando Duvergier de Hauranne, más tarde abad de St. Cyran, llegó a
París (aproximadamente en 1621), Vicente de Paúl mostró algún interés en él por
ser compatriota y sacerdote como él y por percibir en él sabiduría y piedad.
Pero, cuando se informó mejor acerca de los fundamentos de sus ideas sobre la
gracia, lejos de ser engañado por ellas, se esforzó por apartarlo del camino
del error. Cuando el “Augustinus” de Jansenio y “Comunión Frecuente” de Arnauld
revelaron las auténticas ideas y opiniones de la secta, Vicente se dispuso a
combatir; persuadió al obispo de Lavaur, Abra de Raconis, para que escribiera
contra ellas. En el Consejo de Conciencia se opuso a la admisión a beneficios
de cualquiera que las compartiera, y se unió al canciller y al nuncio en la
busca de medios para resistir su progreso. A iniciativa suya algunos obispos de
St. Lazare decidieron informar al Papa de estos errores. San Vicente persuadió
a ochenta y cinco obispos para que solicitaran la condena de las cinco famosas
proposiciones, y convenció a Ana de Austria para que escribiera al Papa para
acelerar su decisión. Cuando las cinco proposiciones hubieron sido condenadas
por Inocencio X (1655) y Alejandro VII (1656), Vicente procuró que todos
aceptaran esta sentencia. Su celo por la Fe, empero, no le hizo olvidar su
caridad, lo cual demostró con St. Cyran, a quien Richelieu había encarcelado
(1638); se dice que asistió a su funeral. Una vez Inocencio X hubo anunciado su
decisión, fue a los solitarios de Port-Royal para felicitarlos por su
intención, previamente manifestada, de someterse por completo. Además, rogó a
los predicadores conocidos por su celo antijansenista que evitaran en sus
sermones todo aquello que pudiera amargar a sus adversarios. Las órdenes
religiosas también se beneficiaron de la gran influencia de Vicente. No sólo
ejerció mucho tiempo la dirección de las Hermanas de la Visitación, fundadas
por Francisco de Sales, sino que también recibió en París a las Religiosas del
Santísimo Sacramento, apoyó la existencia de las Hijas de la Cruz (cuyo
objetivo era educar a muchachas campesinas) y animó la reforma de los
benedictinos, los cistercienses, los antonianos, los agustinos, los premonstratenses
y la Congregación de Grandmont. El cardenal de La Rochefoucault, a quien se
había encomendado la reforma de las órdenes religiosas de Francia, nombró a
Vicente su mano derecha y le obligó a permanecer en el Consejo de Conciencia.
El
celo y la caridad de Vicente atravesaron las fronteras de Francia. Ya en 1638
encargó a sus sacerdotes que predicaran a los pastores de la Campania, que
ofrecieran en Roma y Génova los ejercicios para ordenandos y que establecieran
misiones en Saboya y Piamonte. Envió otras a Irlanda, Escocia, las Hébridas,
Polonia y Madagascar (1648-60). De todas las obras llevadas a cabo en el
extranjero, quizá ninguna le interesó tanto como la de los pobres esclavos de
Berbería, cuya suerte compartió una vez. Había entre 25 mil y 30 mil de estos
desgraciados repartidos sobre todo entre Túnez, Argel y Bizerta. Cristianos en
su mayor parte, habían sido apartados de sus familias por los corsarios turcos.
Eran tratados como auténticas bestias de cargas, condenados a terribles
trabajos, sin ningún cuidado físico o espiritual. Vicente no dejó nada por
hacer para enviarles ayuda, y, ya en 1645, les envió un sacerdote y un fraile,
que fueron seguidos por otros. Vicente incluso había hecho que uno de ellos
fuera investido con la dignidad de cónsul para que pudiera trabajar más
eficazmente para los esclavos. Les envió frecuentes misiones y les aseguró los
servicios de la religión. Al mismo tiempo actuaron como agentes con sus
familias y fueron capaces de liberar a algunos de ellos. A la muerte de San
Vicente, estos misioneros habían rescatado a 1.200 esclavos, habiendo gastado
1.200.000 libras en los esclavos de Berbería, por no mencionar las ofensas y
persecuciones de todo tipo que ellos mismos padecieron por parte de los turcos.
Esta vida exterior, tan fructífera en obras, tenía su origen en un profundo
espíritu religioso y en una vida interior de maravillosa intensidad. Era
particularmente fiel a las obligaciones de su estado, obedeciendo con atención
las sugerencias de fe y piedad y consagrándose con devoción a la oración, la
meditación y los ejercicios religiosos y ascéticos. De mente práctica y
prudente, no dejó nada al azar; su desconfianza en sí mismo sólo era igualada
por su confianza en la Providencia. Cuando fundó la Sociedad de la Misión y las
Hermanas de la Caridad, se abstuvo de darles instrucciones fijas por
adelantado; sólo tras varios intentos y una larga experiencia decidió en los
últimos años de su vida darles reglas definitivas. Su celo por las almas no
conocía límite; todas las ocasiones eran para él oportunidades para ponerlo en
práctica. Cuando murió, los pobres de París perdieron a su mejor amigo y la
humanidad, un benefactor sin par en tiempos modernos.
Cuarenta
años después (1705), el Superior General de los lazaristas solicitó la
iniciación del proceso de canonización. Muchos obispos, entre ellos Bossuet,
Fénelon, Fléchier y el Cardenal de Noailles, apoyaron la petición. El 13 de
agosto de 1729 fue beatificado por Benedicto XIII, y canonizado por Clemente
XII el 16 de junio de 1737. En 1885 León XIII lo nombró patrón de las Hermanas
de la Caridad. En el curso de su larga y ajetreada vida, Vicente de Paúl
escribió un gran número de cartas, estimadas en no menos de 30 mil. Tras su
muerte se comenzó la tarea de recopilarlas, y en el siglo XVIII se habían
reunido 7 mil; muchas se han perdido desde entonces. Las que se han conservado
se publicaron con errores bajo el título de “Lettres et conférences de St.
Vincent de Paul” (supplément, Paris, 1888); “Lettres inédites de saint Vincent
de Paul” (coste in “Revue de Gascogne”, 1909, 1911); “Lettres choisies de saint
Vincent de Paul" (Paris, 1911); el total de cartas publicadas es de unas
3.200. También se han recogido y publicado sus “Conférences aux
missionaires" (Paris, 1882) y “Conférences aux Filles de la Charité”
(Paris, 1882).
ANTOINE
DEGERT
(Fuente:
enciclopedia católica)
No hay comentarios:
Publicar un comentario