1 DE ABRIL – MIÉRCOLES –
5 – SEMANA DE CUARESMA – A –
SAN HUGO
Lectura
de la profecIa de Daniel (3,14-20.91-92.95):
EN aquellos días, el rey Nabucodonosor dijo:
«¿Es cierto, Sidrac, Misac y Abdénago, que no teméis a mis dioses ni
adoráis la estatua de oro que he erigido? Mirad: si al oír tocar la trompa, la
flauta, la cítara, el laúd, el arpa, la vihuela y todos los demás instrumentos,
estáis dispuestos a postraros adorando la estatua que he hecho, hacedlo; pero,
si no la adoráis, seréis arrojados inmediatamente al horno encendido, y ¿qué
dios os librará de mis manos?».
Sidrac, Misac y Abdénago contestaron al rey Nabucodonosor:
«A eso no tenemos por qué responderte. Si nuestro Dios a quien veneramos
puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y
aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni
adoramos la estatua de oro que has erigido».
Entonces Nabucodonosor, furioso contra Sidrac, Misac y Abdénago, y con el
rostro desencajado por la rabia, mandó encender el horno siete veces más fuerte
que de costumbre, y ordenó a sus soldados más robustos que atasen a Sidrac,
Misac y Abdénago y los echasen en el horno encendido.
Entonces el rey Nabucodonosor se alarmó, se levantó y preguntó, estupefacto,
a sus consejeros:
«¿No eran tres los hombres que atamos y echamos al horno?».
Le respondieron:
«Así es, majestad».
Preguntó:
«Entonces, ¿cómo es que veo cuatro hombres, sin atar, paseando por el fuego
sin sufrir daño alguno? Y el cuarto parece un ser divino».
Nabucodonosor, entonces, dijo:
«Bendito sea el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, que envió un ángel a
salvar a sus siervos, que, confiando en él, desobedecieron el decreto real y
entregaron sus cuerpos antes que venerar y adorar a otros dioses fuera del
suyo».
Palabra de Dios
Salmo:
Dn 3,52.53.54.55.56
R/.
A ti gloria y alabanza por los siglos
V/. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres.
Bendito tu nombre, santo y glorioso. R/.
V/. Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R/.
V/. Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.
V/. Bendito eres tú, que sentado sobre querubines sondeas
los abismos. R/.
V/. Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (8,31-42):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos que habían
creído en él:
«Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis
la verdad, y la verdad os hará libres».
Le replicaron:
«Somos linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices
tú: “Seréis libres”?».
Jesús les contestó:
«En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo. El
esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y
si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Ya sé que sois linaje de
Abrahán; sin embargo, tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en
vosotros. Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre, pero vosotros hacéis lo
que le habéis oído a vuestro padre».
Ellos replicaron:
«Nuestro padre es Abrahán».
Jesús les dijo:
«Si fuerais hijos de Abrahán, haríais lo que hizo Abrahán. Sin embargo,
tratáis de matarme a mí, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios;
y eso no lo hizo Abrahán. Vosotros hacéis lo que hace vuestro padre».
Le replicaron:
«Nosotros no somos hijos de
prostitución; tenemos un solo padre: Dios».
Jesús les contestó:
«Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y he
venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió».
Palabra del Señor
1. La enseñanza fundamental de este diálogo
tenso (y hasta conflictivo) de Jesús con los judíos se centra en esta
afirmación fundamental: la fe en Jesús
hace libres a los creyentes. Por tanto, las personas
que, por lo que sea, viven sometidas, atadas, dependientes de quien sea o de lo que sea, tales personas
no tienen, ni pueden tener, fe en Jesús.
La fe en Jesús se
manifiesta en la libertad con que el creyente procede en su vida, en su forma
de pensar, en sus relaciones con los demás, sobre todo en su relación con el
poder y los poderosos que dominan
nuestras vidas.
2. Lo extraño es que, según el v. 31, Jesús les
habla a los que "habían creído" en él. Y, sin embargo, poco después
el texto afirma que aquellos que se supone
que ya creían, aquellos precisamente se enfrentan a
Jesús hasta amenazarle de muerte.
- ¿Cómo se explica
esta contradicción?
Por lo que dice el
conjunto del texto, aquellos hombres tenían una fe incipiente, imperfecta.
Creían sin haber afrontado en serio el problema de la libertad a la que lleva
la fe verdadera.
3. Esta fe incipiente, que se queda a medio
camino, está demasiado extendida en la Iglesia.
Somos muchos los "creyentes esclavos" y, por eso mismo,
"creyentes" que nos imaginamos que lo somos, pero no lo somos de verdad y con todas sus consecuencias.
Hasta el extremo de
que, si se nos presentan situaciones de incompatibilidad entre el Evangelio y
la libertad, preferimos prescindir del Evangelio, para seguir atados y esclavos
de nuestros intereses. Esto es lo que más abunda en la Iglesia, por desgracia.
SAN HUGO
San Hugo,
Obispo (año 1132)
Hugo
significa "el inteligente".
Hay 16 santos
o beatos que llevan el nombre de Hugo. Los dos más famosos son San Hugo, Abad
de Cluny (1109), y San Hugo, obispo de quien vamos a hablar hoy.
San Hugo
nació en Francia en el año 1052. Su padre Odilón, que se había casado dos
veces, al quedar viudo por segunda vez se hizo monje cartujo y murió en el
convento a la edad de cien años, teniendo el consuelo de que su hijo que ya era
obispo, le aplicara los últimos sacramentos y le ayudara a bien morir.
A los 28
años nuestro santo ya era instruido en ciencias eclesiásticas y tan agradable
en su trato y de tan excelente conducta que su obispo lo llevó como secretario
a una reunión de obispos que se celebraba en Avignon en el año 1080 para tratar
de poner remedio a los desórdenes que había en la diócesis de Grenoble. Allá en
esa reunión o Sínodo, los obispos opinaron que el más adaptado para poner orden
en Grenoble era el joven Hugo y le propusieron que se hiciera ordenar de
sacerdote porque era un laico. El se oponía porque era muy tímido y porque se
creía indigno, pero el Delegado del Sumo Pontífice logró convencerlo y le
confirió la ordenación sacerdotal. Luego se lo llevó a Roma para que el Papa
Gregorio VII lo ordenara de obispo.
En Roma el
Pontífice lo recibió muy amablemente. Hugo le consultó acerca de las dos cosas
que más le preocupaban: su timidez y convicción de que no era digno de ser obispo,
y las tentaciones terribles de malos pensamientos que lo asaltaban muchas
veces. El Pontífice lo animó diciéndole que "cuando Dios da un cargo o una
responsabilidad, se compromete a darle a la persona las gracias o ayudas que
necesita para lograr cumplir bien con esa obligación", y que los
pensamientos, aunque lleguen por montones a la cabeza, con tal de que no se
consientan ni se dejen estar con gusto en nuestro cerebro, no son pecado ni
quitan la amistad con Dios.
Gregorio VII
ordenó de obispo al joven Hugo que sólo tenía 28 años, y lo envió a dirigir la
diócesis de Grenoble, en Francia. Allá estará de obispo por 50 años, aunque
renunciará el cargo ante 5 Pontífices, pero ninguno le aceptará la renuncia.
Al llegar a
Grenoble encontró que la situación de su diócesis era desastrosa y quedó
aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los cargos eclesiásticos se
concedían a quien pagaba más dinero (Simonía se llama este pecado). Los
sacerdotes no se preocupaban por cumplir buen su celibato. Los laicos se habían
apoderado de los bienes de la Iglesia. En el obispado no había ni siquiera con
qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía casi en religión y la
ignorancia era total.
Por varios
años se dedicó a combatir valientemente todos estos abusos. Y aunque se echó en
contra la enemistad de muchos que deseaban seguir por el camino de la maldad,
sin embargo, la mayoría acepto sus recomendaciones y el cambio fue total y
admirable. El dedicaba largas horas a la oración y a la meditación y recorría
su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar
el bien.
Todos veían
con admiración los cambios tan importantes en la ciudad, en los pueblos y en
los campos desde que Hugo era obispo. El único que parecía no darse cuenta de
todos estos éxitos era él mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil para
este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia. Pero el Sumo
Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a
volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra
vez a su diócesis a seguir siendo obispo. Al volver del convento parecía como
Moisés cuando volvió del Monte Sinaí que llegaba lleno de resplandores. Las
gentes notaron que ahora llegaba más santo, más elocuente predicador y más
fervoroso en todo.
Un día llegó
San Bruno con 6 amigos a pedirle a San Hugo que les concediera un sitio donde
fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse santos a
base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo obispo les
dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas tierras desiertas y apartadas fue
fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo (hablan el
domingo de Pascua) y donde el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus
religiosos a una gran santidad.
Se dice que
al construir la casa para los Cartujos no se encontraba agua por ninguna parte.
Y que San Hugo con una gran fe, recordando que cuando Moisés golpeó la roca, de
ella brotó agua en abundancia, se dedicó a cavar el suelo con mucha fe y
oración y obtuvo que brotara una fuente de agua que abasteció a todo el gran
convento.
En adelante
San Bruno fue el director espiritual del obispo Hugo, hasta el final de su
vida. Y se cumplió lo que dice el Libro de los Proverbios: "Triunfa quien
pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones". A veces se retiraba
de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a meditar y a hacer
penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus propias palabras
"Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y lo demás se lo
comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes, que mueven a
admiración". Para San Hugo sus días en la Cartuja eran como un oasis en
medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba
varios días allí, su director San Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente
de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.
Los
sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad
las órdenes y consejos del Santo obispo. Pero los relajados, y sobre todo
muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este Monseñor no tenían
toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y se esforzaron por
hacerlo sufrir todo lo que pudieron. El callaba y soportaba todo con paciencia
por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los enemigos de la
santidad se le unían las enfermedades. Trastornos gástricos que le producían
dolores y le impedían digerir los alimentos. Un dolor de cabeza continuo por
más de 40 años (que no lo sabían sino su médico y su director espiritual y que
nadie podía sospechar porque su semblante era siempre alegre y de buen humor).
Y el martirio de los malos pensamientos que como moscas inoportunas lo rodearon
toda su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o
los admitiera con gusto en su cerebro.
Varias veces
fue a Roma a visitar al Papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de obispo
porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual II, ni
Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia porque sabían que era un gran
apóstol y que si se creía indigno, ello se debía más a su humildad, que a que
en realidad no estuviera cumpliendo bien sus oficios de obispo. Cuando ya muy
anciano le pidió al Papa Honorio II que lo librara de aquel cargo porque estaba
muy viejo, débil y enfermo, el Sumo Pontífice le respondió: "Prefiero de
obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que esté lleno de
juventud y de salud"
Era un gran
orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían
profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que, en medio de sus sermones,
grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a suplicar a grandes
voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían
numerosas conversiones.
Tenía gran
horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba hablar contra otros
exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así". Y no aceptaba quejas
contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.
Una vez,
cuando por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y gran escasez de
alimentos, vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos de especial
valor que había en su casa y con ese dinero compró alimentos para los pobres. Y
muchos ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así lograron
conseguir comida para la gente que se moría de hambre.
Al final de
su vida la artritis le producía dolores inmensos y continuos pero nadie se daba
cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla de sonrisas
para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a Dios y
salvación de las almas.
Un día al
verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "- Padre, ¿por qué llora,
si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado? - ". Y él
le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus propios
ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname aun de
aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no recuerdo".
Poco antes de
su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba eran los Salmos y el
Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y rezando padres nuestros…
Murió cuando
estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa Inocencio II lo
declaró santo, dos años después de su muerte.