8 DE MARZO – DOMINGO –
2 – SEMANA DE CUARESMA – A –
Lectura del libro del Génesis (12,1-4a):
En aquellos días, el Señor dijo a Abrán:
«Sal
de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de
ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan.
Con tu nombre se bendecirán todas las
familias del mundo.»
Abrán
marchó, como le había dicho el Señor.
Palabra de Dios
Salmo: 32,4-5.18-19.20.22
R/. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (1,8b-10):
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él
nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque,
desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de
Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador
Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio
del Evangelio.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan
y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su
rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro,
entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor,
¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías.»
Todavía
estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz
desde la nube decía:
«Éste
es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al
oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús
se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos,
no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando
bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
«No
contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los
muertos.»
Palabra del Señor
Por la renuncia al triunfo.
Dentro
de poco más de un mes, cuando comience la Semana Santa, si el coronavirus lo
permite, nuestras calles verán pasar diversas imágenes de Jesucristo
crucificado. La gente las mirará con mayor o menor respeto. Pero nadie dirá:
“Era un terrorista y un blasfemo. Hicieron muy bien en matarlo”. Si
nuestra imagen de Jesús es positiva a pesar de su destino tan trágico se debe,
en gran parte, al evangelio de hoy.
El tema común a las
tres lecturas de este domingo es “por la renuncia al triunfo”.
En la primera,
Abrahán debe renunciar a su patria y a su familia, experiencia muy dura que
sólo conocen bien los que han tenido que emigrar. Pero obtendrá una nueva
tierra y una familia numerosa como las estrellas del cielo. Incluso todas las
familias del mundo se sentirán unidas a él y utilizarán su nombre para
bendecirse.
En la segunda
lectura, Timoteo deberá renunciar a una vida cómoda y tomar parte en el duro
trabajo de proclamar el evangelio. Pero obtendrá la vida inmortal que nos
consiguió Jesús a través de su muerte.
En el evangelio, si
recordamos el episodio inmediatamente anterior (el primer anuncio de la pasión
y resurrección) también queda claro el tema: Jesús, que renuncia a asegurarse
la vida, obtiene la victoria simbolizada en la transfiguración. Así lo anuncia
a los discípulos: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin
haber visto llegar a este Hombre como rey».
Esta manifestación
gloriosa de Jesús tendrá lugar seis días más tarde.
El relato de la
Transfiguración podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña (v.1),
la visión (vv.2-8), el descenso de la montaña (9-13). Desde un punto de vista literario es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas
utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento
para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene
recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a
Moisés.
La
teofanía del Sinaí
Dios no se
manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a
la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces
acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los
setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presencia de Dios se expresa
mediante la imagen de una nube espesa, desde la que habla (Ex 19,9). Es también
frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la
montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la
tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un
informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al
de las teofanías del Antiguo Testamento.
La subida a la montaña
Jesús sólo elige a
tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. La exclusión de los otros nueve no
debemos interpretarla sólo como un privilegio; la idea principal es que va a
ocurrir algo tan importante que no puede ser presenciado por todos. Se dice
que subieron «a una montaña alta y apartada». La tradición cristiana, que no se
contenta con estas indicaciones generales, la ha identificado con el monte
Tabor, que tiene poco de alto (575 m) y nada de apartado. Lo evangelistas
quieren indicar otra cosa: usan el frecuente simbolismo de la montaña como
morada o lugar de revelación de Dios. Entre los antiguos cananeos, el monte
Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo.
Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí (u Horeb). También el
Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en
Jerusalén.
Una montaña «alta y
apartada» aleja horizontalmente de los hombres y acerca verticalmente a Dios.
En ese contexto va a tener lugar la manifestación gloriosa de Jesús, sólo a
tres de los discípulos.
La visión
En ella hay cuatro
elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la
transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición
de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a
los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo.
1. La
transformación de Jesús la expresaba Marcos con
estas palabras: «sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no
es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). Mateo omite esta
comparación final y añade un dato nuevo: «su rostro brillaba como el sol». La
luz simboliza la gloria de Jesús, que los discípulos no habían percibido hasta
ahora de forma tan sorprendente.
2. «De pronto, se
les aparecieron Moisés y Elías conversando con él».
Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios
hablaba cara a cara. Sin Moisés, humanamente hablando, no habría existido el
pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión
en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de
sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por
tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia
a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípulos (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que
están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor
religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas,
llevando su obra a plenitud.
En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo
hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son simple consecuencia de lo que dice antes: «qué bien se está aquí». Cuando el primer anuncio de la
pasión, Pedro rechazó el sufrimiento y la muerte como forma de salvar. Ahora,
en la misma línea, considera preferible quedarse en lo alto del monte con
Jesús, Moisés y Elías que seguir a Jesús con la cruz.
3. Como en el Sinaí,
Dios se manifiesta en la nube y habla desde ella.
4. Sus primeras
palabras reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del
bautismo de Jesús, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero
aquí se añade un imperativo: "¡Escuchadlo!" La orden se relaciona
directamente con las anteriores palabras de Jesús, que han provocado tanto
escándalo en Pedro, y con la dura alternativa entre vida y muerte que ha
planteado a sus discípulos. Ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado.
"¡Escuchadlo!"
El descenso de la montaña
Dos hechos cuenta
Mt en este momento: La orden de Jesús de que no hablen de la visión hasta que
él resucite y la pregunta de los discípulos sobre la vuelta de Elías.
Lo primero coincide
con la prohibición de decir que él es el Mesías (Mt 16,20). No es momento ahora
de hablar del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después
de la resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el
escándalo de su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su
gloria.
El segundo tema,
sobre la vuelta de Elías, lo omite la liturgia.
Resumen
Este episodio no
está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles
y para todos nosotros.
Después de haber
escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que
impone a sus seguidores, tenemos tres experiencias complementarias:
1) vemos a Jesús
transfigurado de forma gloriosa;
2) contemplamos a
Moisés y Elías;
3) escuchamos la
voz del cielo.
Esto supone una
enseñanza creciente:
1) al ver
transformados su rostro y sus vestidos tenemos la experiencia de que su
destino final no es el fracaso, sino la gloria;
2) la aparición de
Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de
Israel y de la revelación de Dios;
3) la voz del cielo
nos dice que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de
Dios.
Tres ideas que
ayudan a superar el escándalo de Jesucristo crucificado.
San Juan
de Dios
San Juan de Dios, religioso, nacido en Portugal, que
después de una vida llena de peligros en la milicia humana, prestó ayuda con
constante caridad a los necesitados y enfermos en un hospital fundado por él, y
se asoció compañeros, con los cuales constituyó después la Orden de
Hospitalarios de San Juan de Dios. En este día, en la ciudad de Granada, en
España, pasó al eterno descanso.
Vida de San Juan de
Dios
Nació y murió un 8 de marzo. Nace en Portugal en 1495 y
muere en Granada, España, en 1550 a los 55 años.
De familia pobre pero muy piadosa. Su madre murió cuando
él era todavía joven. Su padre murió como religioso en un convento.
En su juventud fue pastor, muy apreciado por el dueño de
la finca donde trabajaba. Le propusieron que se casara con la hija del patrón y
así quedaría como heredero de aquellas posesiones, pero él dispuso permanecer
libre de compromisos económicos y caseros pues deseaba dedicarse a labores más
espirituales.
Estuvo de soldado bajo las órdenes del genio de la guerra,
Carlos V en batallas muy famosas. La vida militar lo hizo fuerte, resistente y
sufrido.
La Stma. Virgen lo salvó de ser ahorcado, pues una vez lo
pusieron en la guerra a cuidar un gran depósito y por no haber estado lo
suficientemente alerta, los enemigos se llevaron todo. Su coronel dispuso
mandarlo ahorcar, pero Juan se encomendó con toda fe a la Madre de Dios y logró
que le perdonaran la vida. Y dejó la milicia, porque para eso no era muy
adaptado.
Salido del ejército, quiso hacer un poco de apostolado y
se dedicó a hacer de vendedor ambulante de estampas y libros religiosos.
Cuando iba llegando a la ciudad de Granada vio a un niñito
muy pobre y muy necesitado y se ofreció bondadosamente a ayudarlo. Aquel
"pobrecito" era la representación de Jesús Niño, el cual le dijo:
"Granada será tu cruz", y desapareció.
Estando Juan en Granada de vendedor ambulante de libros
religiosos, de pronto llegó a predicar una misión el famosos Padre San Luis de
Ávila. Juan asistió a uno de sus elocuentes sermones, y en pleno sermón, cuando
el predicador hablaba contra la vida de pecado, nuestro hombre se arrodillo y
empezó a gritar: "Misericordia Señor, que soy un pecador", y salió
gritando por las calles, pidiendo perdón a Dios. Tenía unos 40 años.
Se confesó con San Juan de Ávila y se propuso una
penitencia muy especial: hacerse el loco para que la gente lo humillara y lo
hiciera sufrir muchísimo.
Repartió entre los pobres todo lo que tenía en su pequeña
librería, empezó a deambular por las calles de la ciudad pidiendo misericordia
a Dios por todos sus pecados.
La gente lo creyó loco y empezaron a atacarlo a pedradas y
golpes.
Al fin lo llevaron al manicomio y los encargados le dieron
fuertes palizas, pues ese era el medio que tenían en aquel tiempo para calmar a
los locos: azotarlos fuertemente. Pero ellos notaban que Juan no se disgustaba
por los azotes que le daban, sino que lo ofrecía todo a Dios. Pero al mismo
tiempo corregía a los guardias y les llamaba la atención por el modo tan brutal
que tenían de tratar a los pobres enfermos.
San Juan de Dios ante un enfermo que se asemeja a nuestro
Señor. Aquella estancia de Juan en ese manicomio, que era un verdadero
infierno, fue verdaderamente providencial, porque se dio cuenta del gran error
que es pretender curar las enfermedades mentales con métodos de tortura. Y
cuando quede libre fundará un hospital, y allí, aunque él sabe poco de
medicina, demostrará que él es mucho mejor que los médicos, sobre todo en lo
relativo a las enfermedades mentales, y enseñará con su ejemplo que a ciertos
enfermos hay que curarles primero el alma si se quiere obtener después la
curación de su cuerpo. Sus religiosos atienden enfermos mentales en todos los
continentes y con grandes y maravillosos resultados, empleando siempre los
métodos de la bondad y de la comprensión, en vez del rigor de la tortura.
Cuando San Juan de Ávila volvió a la ciudad y supo que a
su convertido lo tenían en un manicomio, fue y logró sacarlo y le aconsejó que
ya no hiciera más la penitencia de hacerse el loco para ser martirizado por las
gentes. Ahora se dedicará a una verdadera "locura de amor": gastar
toda su vida y sus energías a ayudar a los enfermos más miserables por amor a
Cristo Jesús, a quien ellos representan.
Juan alquila una casa vieja y allí empieza a recibir a
cualquier enfermo, mendigo, loco, anciano, huérfano y desamparado que le pida su
ayuda. Durante todo el día atiende a cada uno con el más exquisito cariño,
haciendo de enfermero, cocinero, barrendero, mandadero, padre, amigo y hermano
de todos. Por la noche se va por la calle pidiendo limosnas para sus pobres.
Pronto se hizo popular en toda Granada el grito de Juan en
las noches por las calles. Él iba con unos morrales y unas ollas gritando:
¡Haced el bien hermanos, para vuestro bien! Las gentes salían a la puerta de
sus casas y le regalaban cuanto les había sobrado de la comida del día. Al
volver cerca de medianoche se dedicaba a hacer aseo en el hospital, y a la
madrugada se echaba a dormir un rato debajo de una escalera. Un verdadero héroe
de la caridad.
El señor obispo, admirado por la gran obra de caridad que
Juan estaba haciendo, le añadió dos palabras a su nombre de pila, y empezó a
llamarlo "Juan de Dios", y así lo llamó toda la gente en adelante.
Luego, como este hombre cambiaba frecuentemente su vestido bueno por los
harapos de los pobres que encontraba en las calles, el prelado le dio una
túnica negra como uniforme; así se vistió hasta su muerte, y así han vestido
sus religiosos por varios siglos.
Un día su hospital se incendió y Juan de Dios entró varias
veces por entre las llamas a sacar a los enfermos y aunque pasaba por en medio
de enormes llamaradas no sufría quemaduras, y logró salvarles la vida a todos
aquellos pobres.
Otro día el río bajaba enormemente crecido y arrastraba
muchos troncos y palos. Juan necesitaba abundante leña para el invierno, porque
en Granada hace mucho frío y a los ancianos les gustaba calentarse alrededor de
la hoguera. Entonces se fue al río a sacar troncos, pero uno de sus compañeros,
muy joven, se adentró imprudentemente entre las violentas aguas y se lo llevó
la corriente. El santo se lanzó al agua a tratar de salvarle la vida, y como el
río bajaba supremamente frío, esto le hizo daño para su enfermedad de artritis
y empezó a sufrir espantosos dolores.
Después de tantísimos trabajos, ayunos y trasnochadas por
hacer el bien, y resfriados por ayudar a sus enfermos, la salud de Juan de Dios
se debilitó totalmente. El hacía todo lo posible porque nadie se diera cuenta
de los espantosos dolores que lo atormentaban día y noche, pero al fin ya no
fue capaz de simular más. Sobre todo, la artritis le tenía sus piernas
retorcidas y le causaba dolores indecibles. Entonces una venerable señora de la
ciudad obtuvo del señor obispo autorización para llevarlo a su casa y cuidarlo
un poco. El santo se fue ante el Santísimo Sacramento del altar y por largo
tiempo rezó con todo el fervor antes de despedirse de su amado hospital. Le
confió la dirección de su obra a Antonio Martín, un hombre a quien él había
convertido y había logrado que se hiciera religioso, y colaborador suyo, junto
con otro hombre a quien Antonio odiaba; y después de amigarlos, logró el santo
que le ayudaran en su obra en favor de los pobres, como dos buenos amigos.
Al llegar a la casa de la rica señora, exclamó Juan:
"Oh, estas comodidades son demasiado lujo para mí que soy tan miserable
pecador". Allí trataron de curarlo de su dolorosa enfermedad, pero ya era
demasiado tarde.
El 8 de marzo de 1550, sintiendo que le llegaba la muerte,
se arrodilló en el suelo y exclamó: "Jesús, Jesús, en tus manos me
encomiendo", y quedó muerto, así de rodillas. Había trabajado
incansablemente durante diez años dirigiendo su hospital de pobres, con tantos
problemas económicos que a veces ni se atrevía a salir a la calle a causa de
las muchísimas deudas que tenía; y con tanta humildad, que siendo el más grande
santo de la ciudad se creía el más indigno pecador. El que había sido apedreado
como loco, fue acompañado al cementerio por el obispo, las autoridades y todo
el pueblo, como un santo.
Después de muerto obtuvo de Dios muchos milagros en favor
de sus devotos y el Papa lo declaró santo en 1690. Es Patrono de los que
trabajan en hospitales y de los que propagan libros religiosos.
Fue beatificado por el papa Urbano VIII el 1 de septiembre
de 1630 y canonizado por el papa Alejandro VIII, el 16 de octubre de 1690. Fue
nombrado santo patrón de los hospitales y de los enfermos.
A su muerte su obra se extendió por toda España e
Italia y hoy día está presente en los cinco continentes.
Los religiosos Hospitalarios de San Juan de Dios son 1,500
y tienen 216 casas en el mundo para el servicio de los enfermos. Los primeros
beatos de Colombia pertenecieron a esta santa Comunidad.
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