18 DE MARZO – MIÉRCOLES –
3 – SEMANA DE CUARESMA – A –
Lectura
del libro del Deuteronomio (4,1.5-9):
MOISÉS habló al pueblo, diciendo:
«Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que,
cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor,
Dios de vuestros padres, os va a dar.
Mirad: yo os enseño los mandatos y decretos, como me mandó el Señor, mi
Dios, para que los cumpláis en la tierra donde vais a entrar para tomar
posesión de ella.
Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra
inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de
todos estos mandatos, dirán:
“Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación”.
Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos
como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?
Y ¿dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan
justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?
Pero, ten cuidado y guárdate bien de
olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón
mientras vivas; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos».
Palabra de Dios
Salmo:
147,12-13.15-16.19-20
R/.
Glorifica al Señor, Jerusalén
V/. Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión.
Que ha reforzado los cerrojos de tus
puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
R/.
V/. Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza. R/.
V/. Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (5,17-19):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a
abolir, sino a dar plenitud.
En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de
cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe
así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos».
Palabra del Señor
1.
Para comprender la importancia y el significado de la advertencia sobre
la ley, que aquí hace Jesús, conviene recordar que, en la formación del
judaísmo, es determinante la reforma que llevó a cabo Esdras y que se afianzó
en los siglos IV y III.
El punto capital de esta reforma
consistió en establecer la Ley como el elemento constitutivo de la comunidad
judía, toda ella fundamentada en la observancia exacta de la Ley (Torá) (J.
Bright).
Por eso Jesús advierte que él no ha
venido a abolir la Ley. Jesús era judío. Y, de no haber dejado muy clara su
postura respeto a la Ley, el judaísmo del s. I ni le habría prestado atención.
2.
Pero el planteamiento de Jesús va mucho más lejos. Porque afirma que "no ha venido a abolir
la ley, sino a darle cumplimiento".
El verbo "pleróo", que
utiliza este evangelio para hablar del
"cumplimiento", significa dos cosas:
1) Hacer respetar la Ley.
2) Modificar la Ley mediante sus
enseñanzas (G. Strecker, H. Hübner).
Jesús, en efecto, fue siempre un buen
israelita. Pero no solo eso. Además, Jesús subordinó la observancia de la Ley a
las necesidades y carencias de los seres humanos.
Las curaciones de enfermos son
características en este sentido. Jesús curó enfermos precisamente en los días
que eso estaba prohibido por la Ley religiosa.
Para Jesús, el problema humano de la
salud estaba antes que el problema religioso de la observancia de la Ley
Sagrada.
Para Jesús, lo más sagrado es el bien
del ser humano.
3. ¿Qué significa esto? Este
comportamiento de Jesús, y sus enseñanzas a este respecto, entrañan un criterio
y un principio de acción, que es decisivo en la vida, a saber: la ética sin
misericordia lleva directamente a la dictadura.
Así es. Todos los dictadores y
tiranos, que en el mundo han sido, oprimieron, maltrataron y hasta mataron a la
gente, explicando semejante conducta y justificando sus atrocidades con
argumentos éticos de la más alta significación: la defensa de la justicia, de
los derechos, del bien de la patria, de la dignidad de las clases trabajadoras,
la protección de la propiedad, el fomento de la fe y de la religión, etc.
Pero de sobra sabemos que, cuando todo
eso se hace sin entrañas de misericordia hacia cada ser humano en su situación
concreta, lo que se impone no es la ética, sino la barbarie, que machaca
literalmente a los individuos y a los pueblos.
Lo decisivo, para Jesús, no fue la
ética, sino la misericordia.
SAN CIRILO DE JERUSALEN, Obispo y Doctor
Le tocó vivir en
una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Justo las de las controversias
cristológicas en torno a la divinidad de Jesucristo. Se hacía cada vez más
necesario llegar a fórmulas que precisaran los conceptos que se discutían; y
esto no siempre se hizo en clima de seriedad científica, ni con espíritu
apostólico buscando el bien de los cristianos. Se enredaron unos y otros en la
controversia, poniendo excesivo énfasis en la defensa de los prestigios
personales, tantas veces enmarañados con el afán de poder y de influencia;
subieron de tono las envidias, los odios y rencores con evidente falta de
respeto a la caridad, a la dignidad de las personas, a la veneración a los
pastores. No fue precisamente una etapa que pueda presentarse como modélica y
ejemplar en los comportamientos. Hubo santos como Cirilo y herejes también. Los
apasionamientos hicieron que el estilo no fuera irreprochable.
Cirilo nació en
Jerusalén alrededor del año 315. Sin que se sepa mucho más de su niñez, se le
conoce como monje dedicado al estudio de la Sagrada Escritura y a la vida de
oración y penitencia. Alrededor de sus treinta años se ordenó sacerdote; pronto
pasó a ser obispo de Jerusalén, a la muerte de san Máximo, su predecesor; fue
amigo de Hilario de Poitiers en Seleucia y de Atanasio. También san Jerónimo
habla de él, pero con datos no excesivamente conformes con la historia.
Sus primeros años
de obispo jerosolimitano fueron de una actividad intensa constatada por Basilio
en Grande, que describe el estado floreciente de aquella Iglesia cuando la
visitó, en el 357.
Después de un
decenio de paz, comenzó para Cirilo un verdadero calvario. Se vio envuelto en
una controversia con el metropolita de Cesarea, llamado Acacio. Era la disputa
por la jurisdicción entre las dos sedes; pero aquello desembocó en una lucha
doctrinal. Por medio estaba el pasado concilio de Nicea, y del mismo modo que
Cirilo era incondicional al concilio, Acacio era enemigo acérrimo. Vinieron
sínodos y apelaciones al emperador Constancio y el empleo de la fuerza; el
resultado fue que Cirilo tiene que salir a su primer destierro camino de
Antioquía. La recuperó en el año 362, siendo ya emperador Juliano el Apóstata;
las tensiones entre Cesarea y Jerusalén volvieron a ponerse de manifiesto a la
muerte de Acacio por el hecho de nombrar Cirilo un sucesor legítimo que no
aceptaron los arrianos; así que, en el 367, comenzó un nuevo destierro, esta
vez por once años. Al subir Graciano al Imperio pudo regresar Cirilo a su sede
jerosolimitana, a finales del 378, para intentar poner en su sitio las piedras
rotas por tanta desunión y herejía, procurando que la diócesis y sus fieles
recuperaran el antiguo fervor.
Murió el
peregrino errante en el año 386, después de haber conseguido pacificar algo las
turbulencias y conseguir la unión con la Iglesia de algunos grupos separados.
Los sufrimientos
no solo fueron físicos, sino también morales; en el apasionamiento de las
peleas y diatribas no faltó quien le tachó de arriano, viendo en algunos actos
de su prudencia concesiones a la galería de los separados; pero Cirilo se
mostró siempre como defensor sin fisura de la fe que profesaba la Iglesia de
Roma y estuvo incondicionalmente unido a ella.
Y eso que tenía un
espíritu pacífico y conciliador, más amigo de enseñar que de polemizar. Su
mejor elogio es el permanente odio de los arrianos, que en todo tiempo vieron
en él un enemigo implacable.
Nombrado doctor
de la Iglesia en 1882 por su enseñanza firme y constante, sin concesiones, con
toda la precisión terminológica que cabía esperar en un catequista más que en
un teólogo. Sus escritos son principalmente catequesis –obras maestras en su
género– y pertenecen al primer período de paz en su sede de Jerusalén: una
exposición sencilla y pastoral de la fe cristiana. Caben distinguirse las
Catequesis que predicó a sus fieles de Jerusalén en la Cuaresma del año 384;
unas, concretamente dieciocho, las dirigió a los catecúmenos, en la basílica de
la Resurrección –esa que construyó Constantino sobre el lugar donde estuvo el
sepulcro del Señor– y los temas desarrollados versan sobre el pecado, la
penitencia y el bautismo, con algunos comentarios sistemáticos sobre los
diversos artículos del Símbolo; otras –las que se llaman Mistagógicas– las
predicó en la capilla del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de ese
mismo año y las dirigió a los neófitos –cristianos recién bautizados–,
explicándoles las ceremonias del bautismo, e instruyéndoles sobre la Eucaristía
y la liturgia de la Iglesia.
Quien piense que
la historia de la Teología y de la Liturgia se ha escrito por maniáticos que
ocuparon sendos despachos bien montados se equivoca; detrás de cada tratado o
de cada disposición cultual hay toda una complicada trama forjada con la vida
de hombres que decidieron ser fieles a los datos revelados, aunque eso les
llevara a soportar las mayores penalidades.
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