25 DE ABRIL – LUNES –
5ª ~ SEMANA DE PASCUA
San Marcos Evangelista
Evangelio
según san Marcos 16, 15-20
En
aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:
“Id
al mundo entero y proclamad el
Evangelio a toda la creación. El
que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será
condenado. A los que crean, les
acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas
nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les
hará daño. Impondrán las manos a los
enfermos, y quedarán sanos”.
Después
de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba
confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
1. Qué
cosa más bella. Somos partícipes de la
misión de Cristo en el mundo. En todo
el mundo. Estamos convocados a comunicar al mundo entero
que Cristo está vivo. Que está entre
nosotros. Y nos acompañarán signos milagrosos.
Esos que proceden de la misericordia de
Dios. De su ternura, de su cercanía para
con el hombre y la mujer. Especialmente para
quien más sufre.
1. Pregonar el Evangelio en todas partes
sintiendo cómo el Señor coopera con nosotros es un privilegio. Y una responsabilidad. También una gracia.
Hoy habría mucho que hablar sobre la cuestión de
por qué no resuena con fuerza y convicción la palabra del Evangelio, por qué
guardamos los cristianos un silencio sospechoso acerca de lo que creemos, a
pesar de la llamada a la “nueva evangelización”. Cada uno hará su propio
análisis y apuntará su particular interpretación.
Pero en la fiesta de san Marcos, escuchando el Evangelio y mirando al evangelizador, no podemos sino proclamar con seguridad y agradecimiento dónde está la fuente y en qué consiste la fuerza de nuestra palabra.
El evangelizador no habla porque así se lo recomienda un estudio sociológico del momento, ni porque se lo dicte la “prudencia” política, ni porque “le nace decir lo que piensa”. Sin más, se le ha impuesto una presencia y un mandato, desde fuera, sin coacción, pero con la autoridad de quien es digno de todo crédito: «Ve al mundo entero y proclama el Evangelio a toda la creación» (cf. Mc 16,15). Es decir, que evangelizamos por obediencia, bien que gozosa y confiadamente.
Nuestra palabra, por otra parte, no se presenta como una más en el mercado de las ideas o de las opiniones, sino que tiene todo el peso de los mensajes fuertes y definitivos. De su aceptación o rechazo dependen la vida o la muerte; y su verdad, su capacidad de convicción, viene por la vía testimonial, es decir, aparece acreditada por signos de poder en favor de los necesitados. Por eso es, propiamente, una “proclamación”, una declaración pública, feliz, entusiasmada, de un hecho decisivo y salvador.
¿Por qué, pues, nuestro silencio? ¿Miedo, timidez? Decía san Justino que «aquellos ignorantes e incapaces de elocuencia, persuadieron por la virtud a todo el género humano». El signo o milagro de la virtud es nuestra elocuencia. Dejemos al menos que el Señor en medio de nosotros y con nosotros realice su obra: estaba «colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).
Pero en la fiesta de san Marcos, escuchando el Evangelio y mirando al evangelizador, no podemos sino proclamar con seguridad y agradecimiento dónde está la fuente y en qué consiste la fuerza de nuestra palabra.
El evangelizador no habla porque así se lo recomienda un estudio sociológico del momento, ni porque se lo dicte la “prudencia” política, ni porque “le nace decir lo que piensa”. Sin más, se le ha impuesto una presencia y un mandato, desde fuera, sin coacción, pero con la autoridad de quien es digno de todo crédito: «Ve al mundo entero y proclama el Evangelio a toda la creación» (cf. Mc 16,15). Es decir, que evangelizamos por obediencia, bien que gozosa y confiadamente.
Nuestra palabra, por otra parte, no se presenta como una más en el mercado de las ideas o de las opiniones, sino que tiene todo el peso de los mensajes fuertes y definitivos. De su aceptación o rechazo dependen la vida o la muerte; y su verdad, su capacidad de convicción, viene por la vía testimonial, es decir, aparece acreditada por signos de poder en favor de los necesitados. Por eso es, propiamente, una “proclamación”, una declaración pública, feliz, entusiasmada, de un hecho decisivo y salvador.
¿Por qué, pues, nuestro silencio? ¿Miedo, timidez? Decía san Justino que «aquellos ignorantes e incapaces de elocuencia, persuadieron por la virtud a todo el género humano». El signo o milagro de la virtud es nuestra elocuencia. Dejemos al menos que el Señor en medio de nosotros y con nosotros realice su obra: estaba «colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).
San Marcos Evangelista
Marcos es
considerado por la tradición cristiana el autor del evangelio que lleva su
nombre. Puesto que él no fue discípulo directo de Jesús, por lo que basó su
relato -siempre según la tradición- en las enseñanzas de Pedro. El autor más
antiguo que asignó a Marcos la autoría de este evangelio fue Papías de
Hierápolis, en la primera mitad del siglo II, en un testimonio citado por
Eusebio de Cesarea.
Desde el siglo
II se dio por sentado que Marcos era el autor de este evangelio. Aunque es
imposible tener ningún tipo de certeza a este respecto, se ha aducido
convincentemente que no hay ninguna razón por la cual los primeros cristianos
tuvieran que adjudicar la autoría de este evangelio a un personaje desconocido
que no fue discípulo directo de Jesús, en lugar de atribuírsela a uno de los
apóstoles.
En el 828,
las reliquias atribuidas a San Marcos fueron llevadas de Alejandría por
navegantes italianos, que las trasladaron a Venecia, donde se conservan en la
Basílica de San Marcos, construida expresamente para albergar sus restos. Los
coptos creen que la cabeza del santo quedó en Alejandría. Cada año, en el día
30 del mes de Babah, la Iglesia Copta conmemora la consagración de la iglesia
de San Marcos, y la aparición de la cabeza del santo en la iglesia copta de San
Marcos, en Alejandría, donde se conservaría su cabeza.
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