jueves, 7 de abril de 2016

Párate un momento: Evangelio del día 8 de abril - Viernes – 2ª – Semana de Pascua





8 de abril   - Viernes –
2ª – Semana de Pascua
San Dionisio de Corinto, Obispo

       Evangelio según san Juan 6, 1-15

       En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades).
       Lo seguía mucha gente porque había visto los signos que hacía con los enfermos.
       Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.  Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos.  
       Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
       “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?
       (Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer).
       Felipe le contestó:
       “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”.
       Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro le dice:
       “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos?”
       Jesús dijo:
       “Decid a la gente que se sienten en el suelo”.
       Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron: solo los hombres eran unos cinco mil.  Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.  
       Cuando se saciaron dice a sus discípulos:
       “Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie”.
       Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido.  
       La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
       “Este sí es el profeta que tenía que venir al mundo”.
       Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo.

       1.   Es un hecho que este relato al que le conceden tanta importancia los cuatro evangelios, que los repiten hasta seis veces (Mc 6, 30-4; Mt 14, 13-21; Lc 9, 10-17; Jn. 6, 1-14; Mc 8, 1-10; Mt 15, 32-39), sin embargo no ha tenido, en grandes períodos de la vida de la Iglesia, unas consecuencias que hayan sido patentes y palpables.
       Los miles y millones de pobres, que no tienen qué comer, siguen pasando hambre.
Como la pasaban antes de venir Jesús al mundo.  Y somos muchos los creyentes en
Jesús, que hemos leído (y leemos tantas veces) este relato, pero seguimos tan campantes en nuestra vida.  Y que cada cual se apañe como pueda.

       2.   Lo más que dan de sí las religiones es promover limitadas manifestaciones de caridad y beneficencia.  Pero, ¿qué pasa con esto de las creencias religiosas, que no son capaces de influir en la economía mundial para que se organice y se gestione de otra manera? Porque sabemos de sobra que el sistema económico global está pensado y gestionado de forma, que el efecto creciente que produce es la concentración de la riqueza, cada día más y más, en menos y menos personas.  De forma que la desigualdad, en riqueza y en derechos fundamentales, es cada día que pasa más aterradora.  La dinámica de la economía y del derecho es tal que se ha orientado por el camino exactamente opuesto al que marca el Evangelio.  Entonces, ¿qué es lo que manda en nuestras vidas, el deseo de riqueza o el Evangelio?

       3.   Respuesta: en el Evangelio hemos puesto nuestras “creencias”,  en el dinero hemos puesto nuestras “convicciones”.  Una creencia es una idea.  Una “convicción se define por el hecho de que orientamos nuestro comportamiento conforme a ella” (J. Habermas, Ch. S. Peirce).  Nuestras “ideas” son las de Jesús, nuestras “convicciones” son las del dinero.  Seguiremos pensando en esto más adelante.

San Dionisio de Corinto, Obispo

Pertenece a las primeras generaciones de cristianos. Es uno de los primitivos eslabones de la larga cadena que sólo tendrá fin cuando acabe el tiempo. Por el momento en que vivió, resulta que con él entramos en contacto con la antiquísima etapa en que la Iglesia está aún, como aprendiendo a andar, dando sus primeros pasos; su expresión en palabras sólo se siente en la tierra como un balbuceo y la gente que conoce y sigue a Cristo son poco más que un puñado de hombres y mujeres echados al mundo, como a voleo, por la mano del sembrador y desparramados por el orbe.
Dionisio fue un obispo que destaca por su celo apostólico y se aprecia en él la preocupación ordinaria de un hombre de gobierno. Rebasa los límites geográficos del terruño en donde viven sus fieles y se vuelca allá donde hay una necesidad que él puede aliviar o encauzar. En su vida resuena el eco paulino de sentir la preocupación por todas las iglesias. Aún la organización eclesiástica -distinta de la de hoy- no entiende de intromisiones; la acción pastoral es aceptada como buena en cualquier terreno en donde hay cristianos.

Posiblemente el obispo Dionisio pensaba que si se puede hacer el bien, es pecado no hacerlo. Todas las energías se aprovechan, porque son pocos los brazos, es extenso el campo de labranza... y corto el tiempo. Siendo la labor tan amplia, el estilo que impera es prestar atención espiritual a los fieles cristianos donde quiera que se encuentren sin sentirse coartado por el espacio; la jurisdicción territorial vino después. Él se siente responsable de todos porque todos sirven al mismo Señor y tienen el mismo Dueño.

Los discípulos -pocos para lo que es el mundo- se tratan mucho entre ellos, todo lo que pueden; traen y llevan noticias de unos y de otros; todos se encuentran inquietos, ocupados por la suerte del "misterio" y dispuestos siempre a darlo a conocer. Las dificultades para el contacto son muchas, lentas y hasta peligrosas algunas veces, pero por las vías van los carros y por los mares los veleros; lo que sirve a los hombres para la guerra, las conquistas, la cultura o el dinero, el cristiano lo usa —como uno más— para extender también el Reino. Se saben familia numerosa esparcida por el universo; tienen intereses, dificultades, proyectos y anhelos comunes ¡lógico que se sientan unidos en un entorno adverso en tantas ocasiones!

Y en este sentido tuvo mucho que ver Corinto, —junto al istmo y al golfo del mismo nombre— que en este tiempo es la ciudad más rica y próspera de Grecia, aunque no llega al prestigio intelectual de Atenas. Corinto es la sede de Dionisio; fue, no hace mucho, aquella iglesia que fundó Pablo con la predicación de los primeros tiempos y que luego atendió, vigiló sus pasos, guió su vida y alentó su caminar. Tiene una situación privilegiada: es una ciudad con dos puertos, un importante nudo de comunicaciones en donde se mezcla el sabio griego con el comerciante latino y el rico oriental; allí viven hermanadas la grandeza y el vicio, la avaricia, la trampa, la insidia y el desconcierto; todas las razas tienen sitio y también los colores y los esclavos y los dueños. El barullo de los mercados es trajín en los puertos. Hay intercambio de culturas, de pensamiento.

Entre los miles que van vienen, de vez en cuando un cristiano se acerca, contacta, trae noticias y lleva nuevas a otro sitio del Imperio. ¡Cómo aprovechó Dionisio sus posibilidades! Porque resalta su condición de escritor. Que se tengan noticias, mandó cartas a los cristianos Lacedemonios, instruyéndoles en la fe y exhortándoles a la concordia y la paz; a los Atenienses, estimulándoles para que no decaiga su fe; a los cristianos de Nicomedia para impugnar muy eruditamente la herejía de Marción; a la iglesia de Creta a la que da pistas para que sus cristianos aprendan a descubrir la estrategia que emplean los herejes cuando difunden el error. En la carta que mandó al Ponto expone a los bautizados enseñanzas sobre las Sagradas Escrituras, les aclara la doctrina sobre la castidad y la grandeza del matrimonio; también los anima para que sean generosos con aquellos pecadores que, arrepentidos, quieran volver desde el pecado. Igualmente escribió carta a los fieles de Roma en tiempos del papa Sotero; en ella, elogia los notables gestos de caridad que tienen los romanos con los pobres y testifica su personal veneración a los Vicarios de Cristo.

La vida de este obispo griego —incansable articulista— terminó en el último tercio del siglo II.

Sin moverse de Corinto, ejerció un fecundo apostolado epistolar que no conoció fronteras; el papel, la pluma y el mar Mediterráneo fueron sus cómplices generosos en la difusión de la fe.




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