8 de abril - Viernes –
2ª – Semana de Pascua
San Dionisio de Corinto,
Obispo
Evangelio según san Juan 6, 1-15
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la
otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades).
Lo seguía mucha gente porque había visto
los signos que hacía con los enfermos.
Subió Jesús entonces a la montaña y se
sentó allí con sus discípulos. Estaba
cerca la Pascua, la fiesta de los judíos.
Jesús entonces levantó los ojos y, al ver
que acudía mucha gente, dice a Felipe:
“¿Con qué compraremos panes para que
coman estos?
(Lo decía para tentarlo, pues bien sabía
él lo que iba a hacer).
Felipe le contestó:
“Doscientos denarios de pan no bastan
para que a cada uno le toque un pedazo”.
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano
de Simón Pedro le dice:
“Aquí hay un muchacho que tiene cinco
panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos?”
Jesús dijo:
“Decid a la gente que se sienten en el
suelo”.
Había mucha hierba en aquel sitio. Se
sentaron: solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de
gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que
quisieron del pescado.
Cuando se saciaron dice a sus discípulos:
“Recoged los pedazos que han sobrado; que
nada se desperdicie”.
Los recogieron y llenaron doce canastos
con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían
comido.
La gente entonces, al ver el signo que
había hecho, decía:
“Este sí es el profeta que tenía que
venir al mundo”.
Jesús, sabiendo que iban a llevárselo
para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo.
1. Es un hecho que este relato al que le
conceden tanta importancia los cuatro evangelios, que los repiten hasta seis
veces (Mc 6, 30-4; Mt 14, 13-21; Lc 9, 10-17; Jn. 6, 1-14; Mc 8, 1-10; Mt 15,
32-39), sin embargo no ha tenido, en grandes períodos de la vida de la Iglesia,
unas consecuencias que hayan sido patentes y palpables.
Los
miles y millones de pobres, que no tienen qué comer, siguen pasando hambre.
Como la pasaban antes de venir Jesús al mundo. Y somos muchos los creyentes en
Jesús, que hemos leído (y leemos tantas veces) este
relato, pero seguimos tan campantes en nuestra vida. Y que cada cual se apañe como pueda.
2. Lo más que dan de sí las religiones es
promover limitadas manifestaciones de caridad y beneficencia. Pero, ¿qué pasa con esto de las creencias
religiosas, que no son capaces de influir en la economía mundial para que se
organice y se gestione de otra manera? Porque sabemos de sobra que el sistema
económico global está pensado y gestionado de forma, que el efecto creciente
que produce es la concentración de la riqueza, cada día más y más, en menos y
menos personas. De forma que la
desigualdad, en riqueza y en derechos fundamentales, es cada día que pasa más
aterradora. La dinámica de la economía y
del derecho es tal que se ha orientado por el camino exactamente opuesto al que
marca el Evangelio. Entonces, ¿qué es lo
que manda en nuestras vidas, el deseo de riqueza o el Evangelio?
3. Respuesta: en el Evangelio hemos puesto
nuestras “creencias”, en el dinero hemos
puesto nuestras “convicciones”. Una
creencia es una idea. Una “convicción se
define por el hecho de que orientamos nuestro comportamiento conforme a ella” (J.
Habermas, Ch. S. Peirce). Nuestras
“ideas” son las de Jesús, nuestras “convicciones” son las del dinero. Seguiremos pensando en esto más adelante.
San Dionisio de Corinto,
Obispo
Pertenece
a las primeras generaciones de cristianos. Es uno de los primitivos eslabones
de la larga cadena que sólo tendrá fin cuando acabe el tiempo. Por el momento
en que vivió, resulta que con él entramos en contacto con la antiquísima etapa
en que la Iglesia está aún, como aprendiendo a andar, dando sus primeros pasos;
su expresión en palabras sólo se siente en la tierra como un balbuceo y la
gente que conoce y sigue a Cristo son poco más que un puñado de hombres y
mujeres echados al mundo, como a voleo, por la mano del sembrador y desparramados
por el orbe.
Dionisio fue un obispo que destaca
por su celo apostólico y se aprecia en él la preocupación ordinaria de un
hombre de gobierno. Rebasa los límites geográficos del terruño en donde viven
sus fieles y se vuelca allá donde hay una necesidad que él puede aliviar o
encauzar. En su vida resuena el eco paulino de sentir la preocupación por todas
las iglesias. Aún la organización eclesiástica -distinta de la de hoy- no
entiende de intromisiones; la acción pastoral es aceptada como buena en cualquier
terreno en donde hay cristianos.
Posiblemente
el obispo Dionisio pensaba que si se puede hacer el bien, es pecado no hacerlo.
Todas las energías se aprovechan, porque son pocos los brazos, es extenso el
campo de labranza... y corto el tiempo. Siendo la labor tan amplia, el estilo
que impera es prestar atención espiritual a los fieles cristianos donde quiera
que se encuentren sin sentirse coartado por el espacio; la jurisdicción
territorial vino después. Él se siente responsable de todos porque todos sirven
al mismo Señor y tienen el mismo Dueño.
Los
discípulos -pocos para lo que es el mundo- se tratan mucho entre ellos, todo lo
que pueden; traen y llevan noticias de unos y de otros; todos se encuentran
inquietos, ocupados por la suerte del "misterio" y dispuestos siempre
a darlo a conocer. Las dificultades para el contacto son muchas, lentas y hasta
peligrosas algunas veces, pero por las vías van los carros y por los mares los
veleros; lo que sirve a los hombres para la guerra, las conquistas, la cultura
o el dinero, el cristiano lo usa —como uno más— para extender también el Reino.
Se saben familia numerosa esparcida por el universo; tienen intereses,
dificultades, proyectos y anhelos comunes ¡lógico que se sientan unidos en un
entorno adverso en tantas ocasiones!
Y en este sentido tuvo mucho que ver
Corinto, —junto al istmo y al golfo del mismo nombre— que en este tiempo es la
ciudad más rica y próspera de Grecia, aunque no llega al prestigio intelectual
de Atenas. Corinto es la sede de Dionisio; fue, no hace mucho, aquella iglesia
que fundó Pablo con la predicación de los primeros tiempos y que luego atendió,
vigiló sus pasos, guió su vida y alentó su caminar. Tiene una situación
privilegiada: es una ciudad con dos puertos, un importante nudo de
comunicaciones en donde se mezcla el sabio griego con el comerciante latino y
el rico oriental; allí viven hermanadas la grandeza y el vicio, la avaricia, la
trampa, la insidia y el desconcierto; todas las razas tienen sitio y también
los colores y los esclavos y los dueños. El barullo de los mercados es trajín
en los puertos. Hay intercambio de culturas, de pensamiento.
Entre los
miles que van vienen, de vez en cuando un cristiano se acerca, contacta, trae
noticias y lleva nuevas a otro sitio del Imperio. ¡Cómo aprovechó Dionisio sus
posibilidades! Porque resalta su condición de escritor. Que se tengan noticias,
mandó cartas a los cristianos Lacedemonios, instruyéndoles en la fe y
exhortándoles a la concordia y la paz; a los Atenienses, estimulándoles para
que no decaiga su fe; a los cristianos de Nicomedia para impugnar muy
eruditamente la herejía de Marción; a la iglesia de Creta a la que da pistas
para que sus cristianos aprendan a descubrir la estrategia que emplean los
herejes cuando difunden el error. En la carta que mandó al Ponto expone a los
bautizados enseñanzas sobre las Sagradas Escrituras, les aclara la doctrina
sobre la castidad y la grandeza del matrimonio; también los anima para que sean
generosos con aquellos pecadores que, arrepentidos, quieran volver desde el
pecado. Igualmente escribió carta a los fieles de Roma en tiempos del papa
Sotero; en ella, elogia los notables gestos de caridad que tienen los romanos
con los pobres y testifica su personal veneración a los Vicarios de Cristo.
La vida de
este obispo griego —incansable articulista— terminó en el último tercio del
siglo II.
Sin
moverse de Corinto, ejerció un fecundo apostolado epistolar que no conoció
fronteras; el papel, la pluma y el mar Mediterráneo fueron sus cómplices
generosos en la difusión de la fe.
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