4 DE MAYO - MIÉRCOLES
6ª – Semana de Pascua
San José Mª Rubio, presbítero
Evangelio
según san Juan, 16;12-15
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
“Muchas cosas me quedan por deciros, pero no
podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os
guiará hasta la verdad plena. Pues lo
que hable no será suyo, hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por
venir. Él me glorificarás porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os
lo anunciará”.
1. Si
entendemos correctamente estas palabras de Jesús, tenemos que concluir que la
presencia y la acción del Espíritu prolonga y extiende, incesantemente y sin límites,
la revelación de Dios a los seres humanos, a todos los seres humanos. El Espíritu de la Verdad nos conduce a todos
hasta “La verdad plena”. Por tanto, no
se puede demostrar, en modo alguno lo que antiguamente enseñaban los teólogos que
explicaban el tratado sobre la revelación. Según aquellos teólogos, la revelación divina
quedó clausurada con la muerte del último apóstol. Semejante afirmación no es demostrable ante lo
que dice aquí Jesús sobre la incesante actividad reveladora del Espíritu.
2. Como
bien ha escrito Andrés Torres Queiruga, “entendiendo la revelación en su
más hondo
realismo, es decir, reconociendo que la presencia viva de Dios es también
acogida, aunque sea sin nombre, allí donde la “cultura” prolonga los auténticos
dinamismos de la creación, sobre todo en el amor y el servicio a la justicia -“porque tuve hambre y me disteis de comer”
también con ella se puede y se debe establecer un diálogo fraterno de
ofrecimiento y recepción: de anuncio del valor humano del Evangelio y de
acogida de los valores evangélicos de la “profecía externa”.
Es decir, de
la profecía que no viene, ni de la Biblia, ni de la lglesia, ni de la fe, sino
de todo ser humano que habla con buena voluntad, con rectitud y como expresión
de lo mejor que llevamos dentro de nosotros mismos.
3. En
definitiva, se trata de tener siempre presente que Dios es inabarcable. Y de Dios siempre tenemos que aprender. Y estar a la escucha de lo que nos quiere
decir en los acontecimientos de la vida y de la historia. Esta actitud de acogida
es, en el fondo, la actitud del que siempre está a la escucha de lo que le
revela el Espíritu de Dios. No podemos
vivir encerrados en la soledad y el aislamiento de nuestras ideas y de nuestros
problemas, como hacían los monjes antiguos. Atentos siempre a los “signos de
los tiempos”, a las voces de cada momento y de cada acontecimiento, así es como
podremos escuchar al Espíritu.
San José Mª Rubio, presbítero
Presbítero jesuita
Dalías
(Almería), 22-julio-1864
+
Madrid, 2-mayo-1929
B.
6-octubre-1985
C.
4-mayo-2003
«San José María Rubio vivió su sacerdocio, primero
como diocesano y después como jesuita, con una entrega total al apostolado de
la Palabra y de los sacramentos, dedicando largas horas al confesonario y
dirigiendo numerosas tandas de ejercicios espirituales en las que formó a
muchos cristianos que luego morirían mártires durante la persecución religiosa
en España». Con estas palabras sintetizaba Juan Pablo II la trayectoria de
santidad y apostolado del padre Rubio, cuando lo canonizó en Madrid, el 4 de
mayo de 2003.
Sencillo y profundo al mismo tiempo, de temperamento
retraído, serio y hasta tímido o débil, la vida del apóstol de Madrid, José
María Rubio, puede sintetizarse en su famosa frase: «Hacer lo que Dios quiere y
querer lo que Dios hace». Andaluz de origen, vio la luz en la villa almeriense
de Dalias el 22 de julio de 1864. Hijo de una familia numerosa (13 hermanos de
los que quedaron sólo seis) vivió una infancia campesina. De él dijo su abuelo:
«Yo me moriré, pero el que viva verá que este niño será un hombre importante y
que valdrá mucho para Dios. Aún niño, se lo llevó un tío canónigo a Almería y
luego al Seminario de Granada, donde otro canónigo, Joaquín Torres Asensio, se
convertiría en su autoritario protector y se lo llevará consigo a Madrid, donde
José María celebró su primera misa, el 8 de octubre de 1887, en la colegiata de
San Isidro.
Destinado como coadjutor a la localidad de Chinchón,
donde el joven sacerdote comienza a tener fama de santo, y más tarde como
párroco de Estremera, se caracteriza por su vida de oración y ayuda a los
pobres y enfermos, dando cuanto tenía a los demás. Débil de carácter, en contra
de su voluntad, se deja convencer por don Joaquín para presentarse a oposiciones
de canónigo en Madrid, que perdió. Pero su protector obtuvo entonces que le
nombraran profesor de latín del Seminario de Madrid. Ya entonces confiesa en
secreto a sus amigos su deseo de ser jesuita.
Capellán
de las religiosas Bernardas, comienza su fama como excelente confesor y de su
austeridad y horas de entrega generosa al trabajo, además de sus catequesis a
niñas pobres, su entrega a los traperos o sus tandas de ejercicios. Ya era
conocido en Madrid, pues durante el estreno de la escandalosa Electra, de
Galdós, cuando el público gritó contra el padre Carreño, incluyó en los
insultos al «jesuita Rubio», cuando aún no había ingresado en la Compañía de
Jesús.
Muerto don Joaquín, en 1908 comenzó su noviciado en
Granada, siendo luego destinado a Sevilla y Manresa, donde realizó su año de
Tercera Probación. Cuando los superiores le dicen que su lugar de trabajo
apostólico será Madrid, pide por favor que le manden a un sitio donde nadie le
conozca. Llegado a la capital, su madre acababa de morir: «Me he abrazado con
la santísima voluntad de Dios, que así lo ha querido», escribió.
Su extraordinaria actividad apostólica, desde la
residencia jesuítica de la calle de la Flor, le hizo en seguida buscado y
admirado por todo el mundo, a pesar de carecer de las cualidades humanas de sus
brillantes compañeros, como el predicador padre Alfonso Torres. Revestido de
sobrepelliz y con el bonete sobre su cabeza ligeramente ladeada, despedía una
luz especial, un aura invisible, un magnetismo sobrenatural. Humanamente hablando
su elocuencia era un desastre, pero sus sermones cautivaban a la gente. Y es
que vivía cuanto predicaba.
Mientras, seguía atendiendo a algunos pueblos pequeños de la provincia de
Madrid con sus provechosas misiones. Incorporado definitivamente a la Compañía
con sus últimos votos, el 2 de febrero de 1917, no obtuvo el grado de profeso
de cuatro votos o «estado mayor» de los jesuitas, sino el de «coadjutor
espiritual». No hizo valer que era doctor en Derecho Canónico, ni habló nunca
de esta humillación, debida a que no había hecho el examen ad gradum, que
exigía la orden para pertenecer al grupo selecto de los profesos. Acosado por
una temporada de escrúpulos, fue tomado a broma por fundar los discípulos de
San Juan e incluso sometido a un registro policial acusado de crear un nuevo
instituto religioso. El caso es que los superiores le prohibieron este
ministerio. «No busco más que cumplir la santísima voluntad de Dios», repetía.
También le quitaron de director de las Marías de los Sagrarios y de director de
un boletín del Sagrado Corazón. «Debo ser tonto. No me cuesta obedecer»,
añadía.
Mientras, hasta tres horas había de permanecer en la
fila el pueblo de Madrid para confesarse con él. Hacía esperar a las marquesas,
si estaba atendiendo a una mujer pobre. Gozaba de dones místicos e incluso de
capacidades sobrenaturales o insólitas como bilocación, telepatía, profecía y
videncia. A veces pronosticaba el futuro, estaba a la vez en el confesonario y
visitando a un enfermo, o escuchaba una llamada de socorro a distancia y hasta
el aviso de una madre fallecida para ir a atender a su hijo incrédulo.
Se hizo famoso el suceso de un día de carnaval en
que, llamado a llevar los últimos sacramentos a un enfermo, un grupo de
juerguistas le habían preparado una trampa en una casa de citas. Uno de ellos
pretendía en una cama hacer el papel de moribundo para burla y regocijo de los
demás y dar ocasión de fotografiar al incauto sacerdote. Al entrar José María
en el prostíbulo con la intención de atender al enfermo, descubrió que éste
estaba realmente muerto. El pánico y la impresión fue tal que dos personas se
hicieron religiosos poco después, entre ellos el famoso radiofonista padre
Venancio Marcos.
Sin embargo, su principal labor la ejerció en los
suburbios más pobres de Madrid, particularmente en La Ventilla, donde los
movimientos revolucionarios encendían ya a la clase obrera. Fundó escuelas,
predicó la palabra de Dios y fue formador de cristianos que llegarían a morir
mártires años después. Fue consejero también de Luz Rodríguez-Casanova (-8 de
enero), fundadora de las Apostólicas de Jesús, empeñadas como él en la
solidaridad y evangelización de los más pobres.
Su testamento fue una charla a las «Marías de los
Sagrarios», en la que les exhortó a realizar una «liga secreta» de personas que
busquen la perfección en medio del mundo, con lo que se adelantaba a su tiempo
y a los institutos y movimientos laicales. Presintió su propia muerte y llegó a
despedirse de sus amigos. En la enfermería de los jesuitas en Aranjuez, tras
haber partido en pedazos sus apuntes espirituales por humildad y después de
decir «si el Señor quiere llevarme ahora, estoy preparado», «abandono,
abandono» y «ahora me voy», falleció sentado en una butaca y con los ojos
puestos en el cielo, el jueves 2 de mayo de 1929. En todo Madrid se repetía:
«¡Ha muerto un santo!» Miles de personas asistieron a su entierro y ulterior
traslado al templo del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja, donde reposan
sus restos en el claustro, que no han dejado de ser visitados por el pueblo de
Madrid. Fue beatificado por Juan Pablo II el 6 de octubre de 1985.
No habían pasado ocho años, cuando, en la luminosa
mañana del 4 de mayo de 2003, el mismo Juan Pablo II, en su quinta visita
apostólica a España, canonizaba en la madrileña plaza de Colón, al padre Rubio,
junto con otros cuatro beatos españoles: Ángela de la Cruz (-5 de noviembre),
Pedro Poveda (-28 de julio), Maravillas de Jesús (-11 de diciembre) y Genoveva
Torres (-4 de enero).
«Los nuevos santos —dijo el papa— se presentan hoy
ante nosotros como verdaderos discípulos del Señor y testigos de su
Resurrección.»
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