9 DE MAYO – LUNES –
7ª - SEMANA DE PASCUA –C
Stª. Catalina de Bolonia,
virgen
Evangelio
según san Juan 16, 29-33
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:
“Ahora
sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas
que te preguntemos; por ello creemos que saliste de Dios”.
Les
contestó Jesús:
“¿Ahora creéis?
Pues mirad: está
para llegar la hora; mejor, ya ha llegado, en que os dispersaréis cada cual por
su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el
Padre. Os he hablado de esto, para que
encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis
luchas, pero tened valor: Yo he vencido
al mundo”.
1. Lo
que aquí dice Jesús cuando les hace ver a los discípulos que su fe es tan
débil, que lo van a dejar solo, eso nos lleva a pensar que la experiencia
religiosa tiene el peligro de engañarnos, a veces. Por la sencilla razón de que se trata siempre
de una experiencia subjetiva, que se vive en la propia intimidad. Y, sobre todo, porque es una experiencia cuya
verdad y objetividad no se puede jamás verificar.
En cuanto que el término de tal
experiencia es Dios, al que no conocemos y con el que no podemos hablar
directamente. Si en la vida corriente,
cualquiera se puede engañar a sí mismo,
¡cuánto más en este tipo de experiencias; que siempre entrañan su buena
dosis de misterio o de posible alucinación!
2. Algo
de esto es lo que les ocurría a los discípulos de Jesús. Cuando aquellos hombres aseguraban que Jesús
hablaba claro y se sentían seguros en su compañía, entonces exactamente es
cuando Jesús les dice: “ha llegado la hora en que todos me vais a dejar solo”. O sea, cuando los discípulos se sentían más
seguros, es cuando Jesús les dice que todos van a ser unos cobardes ante el
peligro que les puede amenazar.
3. Los
apóstoles vivían engañados porque no les había llegado el momento de la prueba.
Seguramente, hasta entonces no se habían sentido amenazados, no se habían visto
en peligro. Pero, en cuanto llega el peligro
y les amenaza el miedo, abandonan a Jesús.
Es fácil pensar que se sigue a Jesús mientras
el presunto seguimiento da seguridad, vida en paz, reconocimiento y buen
nombre.
La verdad del discipulado se comprueba en
el peligro, cuando se siente amenazado, cuando puede perder su imagen, su
seguridad, su vida en paz y sosiego. Es
fácil sentirse bien en las instituciones religiosas cuando la institución
proporciona seguridad económica y prestigio personal. Seguir creyendo y en la lucha, cuando todo eso
se pierde, eso ya es otro asunto.
Stª. Catalina de Bolonia,
virgen
Bolonia (Italia), 8-septiembre-1413
+ Bolonia, 9-marzo-1463
C. 22-mayo-1712
+ Bolonia, 9-marzo-1463
C. 22-mayo-1712
Catalina Vigri, excepcional maestra
y mística franciscana, «de muy fino ingenio y totalmente ordenada», nació en
Bolonia el 8 de septiembre de 1413. Durante 5 años recibió una esmerada
educación humanística en la corte de Ferrara, aprendiendo retórica, letras,
poesía, canto, pintura y miniatura, de modo que leía y escribía con elegancia
en latín. Fueron años determinantes. Ferrara era por entonces un centro
importante de creación en el arte, las letras, la filosofía y la
espiritualidad. Era apreciada en los ambientes de la aristocracia ferrarense,
hasta el punto de que muchas señoras deseaban retenerla en sus casas, aun a
costa de sacarla del monasterio. A pesar de ello, dejó el lujoso ambiente cortesano
no por desprecio o desilusión, sino porque no podía satisfacer en él sus
inmensas exigencias de amor y de gloria, atraída por una realidad más
consistente y preciosa que las perspectivas que le ofrecía la señorial ciudad,
y guiada por el instinto del cielo, lo mismo que les sucedió a Francisco y a
Clara de Asís. Así, después de clarificar ciertas cuestiones sobre qué
espiritualidad seguir y qué forma de vida quería elegir, tomó la firme decisión
de dedicarse a Dios en el monasterio de Ferrara, muy unido a San Bernardino y a
los franciscanos de la Observancia.
Suele establecerse un paralelismo
entre Santa Catalina y San Bernardino de Siena, almas gemelas y complementarias
en su misión y en la vivencia del carisma, semejante al que se dio entre San
Francisco y Santa Clara. Ante Bernardino profesó Catalina la regla de Santa
Clara de Asís el 1432, distinguiéndose pronto por la humildad y la delicadeza
para con las hermanas enfermas, a la vez que estrechaba su unión con Cristo. Lo
dice ella así: Cuando salí del siglo, mi único objeto fue hacer la
voluntad de Dios y para quererlo amar con amor perfectísimo, y día y noche no
pensaba ni pedía otra cosa, sino que pudiera, supiera y tratara de amar y
conocer a Dios.
En el convento del «Corpus Domini»,
de Ferrara, ejerció de hornera, portera, maestra de novicias, hermana pobre con
todas, consolando llena de piedad a las atribuladas con toda reverencia. Aquí
comenzó su nueva experiencia íntima, el descubrimiento de la presencia del
Amado en la interioridad, sentida como encuentro de la criatura con su Dios, y
la necesidad de conservar el secreto ante la dificultad de expresarlo con
palabras. Aquí tuvo que vencer dificultades, pues Dios no siempre reserva dulzura
y suavidad de espíritu y paz mental a sus siervos fieles, y tuvo la
terrible experiencia de tener que luchar con el demonio durante cinco años,
sufriendo diversas tentaciones bajo forma de apariciones diabólicas, que la
pusieron al borde de la desesperación, si no fuera porque sabía que el
pecado más grande es el de la desesperación. Superadas las pruebas con
la ayuda de la gracia y con la práctica de la ascesis y del discernimiento
racional, le produjeron un gozo profundo en su espíritu, convirtiéndola en alma
eminentemente contemplativa, hasta disfrutar de éxtasis, visiones y
predicciones del futuro. Hasta esto llega la capacidad y la dignidad de la
persona humana, como brilla de forma particular en los santos.
Salió de Ferrara, junto con otras 14
hermanas y con su madre, el 22 de julio de 1456, destinada al monasterio del
«Corpus Domini», de Bolonia, construido ese año. Fueron recibidas con gran
alborozo del pueblo y de las máximas autoridades, y con su vida lograron pronto
la simpatía de todos. Dios le reveló que era su voluntad que aceptara el oficio
de abadesa. Tenía entonces 43 años y no muy buena salud. Ejerció el cargo
santamente hasta su muerte, ayudándose del consejo de las hermanas en la
solución de los problemas, dando un significativo desarrollo al monasterio
durante su mandato y dejando un ejemplo de magisterio para sus sucesoras. Vivió
el último año de su vida más como ciudadana del cielo que de la tierra, y,
purificada por los dolores y la enfermedad, murió el 9 de marzo de 1463, a los
50 años de edad, diciendo a sus hermanas: Mi fin ha llegado y me marcho
alegremente; siempre me ha sido grato padecer por Cristo. Yo os dejo la paz de
Cristo; os doy mi paz; amaos mutuamente y así conseguiréis que yo sea siempre
vuestra abogada ante Dios. Cerrando los ojos, se durmió susurrando
tres veces: ¿Jesús, Jesús, Jesús! Su rostro se volvió luminoso
y hermosísimo; su cuerpo, incorrupto, es objeto de gran veneración. Se la
representa sentada en una cátedra con el libro y el crucifijo en las manos.
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