10 DE MAYO – MARTES –
7ª ~ SEMANA DE PASCUA - C
San Juan de Ávila, presbítero
Evangelio
según san Juan 17, 1-11 a
En aquel tiempo,
Jesús levantando los ojos al cielo, dijo:
“Padre,
ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por
el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le
confiaste.
Esta
es la vida eterna: Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
Yo
te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame
cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese.
He
manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran,
y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti; porque
yo les he comunicado las palabras
que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han
creído que tú me has enviado.
Te
ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste y son
tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo y lo tuyo
mío, y en ellos he sido glorificado. Ya
no voy a estar en el mundo; pero
ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.
1. El
evangelio de Juan no habla de la oración de Jesús. Es significativo que, después de la multiplicación
de los panes, los evangelios de Mateo y Marcos dicen que Jesús se retiró al
monte y allí se puso a orar (Mt 14, 23 a; Mc 6,46), en tanto que Juan se limita
a indicar que Jesús, al darse cuenta de que la multitud, satisfecha por lo que
había comido, lo quiso nombrar su rey, él se retiró al monte para estar solo
(Jn 6,15). Pero no alude para nada a la
oración. El IV evangelio tampoco alude a
la oración de Getsemaní, por más que haya quien piensa que hay indicaciones indirectas
de tal oración (R. E. Brown).
Este evangelio concentra la experiencia
directa de oración de Jesús en el capítulo 17, en el texto que aquí tratamos.
2. La
oración de Jesús es sosegada, vivida en profunda paz. En un diálogo de intimidad ante el Padre y con
el Padre. En el que todo se concentra en
un sentimiento estremecedor: en la muerte humillante de Jesús, es en lo que
Dios resulta más glorificado, enaltecido. Al Dios de Jesús no se le enaltece con el
poder y el triunfo, sino en el extremo opuesto, en lo que el mundo más
desprecia. Es la gran “contradicción”
del Evangelio, que no nos entra en la cabeza y, menos aún, en el corazón.
3. Pero,
sobre todo, la oración de Jesús se concentra en los discípulos: “Te ruego por
ellos, no por el mundo” (Jn 17, 9). A
Jesús no le interesa el “orden establecido” el sistema. Solo le interesa el bien de los seres humanos.
Aunque eso no lleve al “orden” (“kósmo”)’
sino posiblemente al “desorden” (“kaos”). Por eso Jesús pide por ellos. Lo necesitan.
Lo necesitamos todos y en todos los tiempos, si es que somos seguidores
del Evangelio.
San Juan de Ávila, presbítero
SAN JUAN DE ÁVILA (1499-1569)
Presbítero y Doctor de la Iglesia
Patrono del Clero Secular de España
JUAN DE ÁVILA nació el día de la
Epifanía, 6 de enero, en Almódovar del Campo (Ciudad Real, entonces diócesis de
Toledo), hijo único de unos padres muy cristianos y en muy buena posición
económica y social. A los 14 años lo llevaron a estudiar Leyes a la Universidad
de Salamanca, pero abandonó estos estudios al concluir el cuarto curso, decidió
regresar al domicilio familiar para dedicarse a reflexionar y orar.
Con el propósito de hacerse
sacerdote y marchar después como misionero a las Indias, en 1520 realizó
estudios de Artes y Teología en la prestigiosa Universidad de Alcalá. Recibida
la ordenación de presbítero en 1529, celebró la primera Misa solemne en la
parroquia de su pueblo. Como ya habían muerto sus padres, para festejar el
acontecimiento invitó a su mesa a doce pobres y decidió vendar su cuantiosa
fortuna procedente de las minas de plata que poseía la familia y darlo todo a
los más necesitados. A continuación marchó a Sevilla para esperar el momento de
embarcar hacia Nueva España (México).
Mientras tanto se dedicó a la
predicación en la ciudad y en las localidades cercanas. Allí se encontró con el
sacerdote amigo Fernando de Contreras, mayor que él y prestigioso catequista, a
quien había conocido cuando éste se doctoraba en Alcalá. Entusiasmadamente por
el modo de predicar del joven sacerdote Ávila, consiguió que el Arzobispo
hispalense le hiciera desistir de su idea de ir a América para quedarse en
Andalucía, donde urgía consolidar la fe de los creyentes después de siglos de
dominación musulmana. Juan de Ávila permaneció en Sevilla, compartiendo casa,
pobreza y vida de oración con Fernando de Contreras y, a la vez que se dedicaba
asiduamente a la predicación y a la dirección espiritual de personas, continuó
estudios de Teología en el Colegio Santo Tomás de Sevilla.
Pero sus éxitos apostólicos se
vieron pronto nublados por una denuncia a la Inquisición, acusado de haber
sostenido algunas doctrinas sospechosas. Mientras tuvo lugar el proceso, entre
1531 y 1533 quedó recluido en la cárcel. Allí se dedicó asiduamente a la
oración, y durante esta dura situación recibió la gracia de penetrar con
singular profundidad en el misterio del amor de Dios y el gran “beneficio”
hecho a la humanidad por Jesuscristo nuestro Redentor. En adelante será éste el
eje de su vida espiritual y uno de los temas centrales de su actividad
evangelizadora. En la cárcel escribió la primera versión de su obra más
conocida, el tratado de vida espiritual Audi, filta, dedicado a doña Sancha
Carrillo, una distinguida joven a quien seguía orientando espiritualmente
después de su clamorosa conversión.
Emitida la sentencia absolutoria en
1533, continuó predicando con notable éxito ante el pueblo de y las
autoridades, pero prefirió trasladarse a Córdoba, diócesis en la que quedó
incardinado, y donde conoció a su discípulo, amigo y primer biógrafo, el
dominico Fray Luis de Granada. Poco después, en 1536, fijó su residencia en
Granada, donde también continuó estudios y comienza a figurar con el título de
Maestro.
Viviendo muy pobremente y
dedicándose a la oración y a la predicación, fue centrando su interés en
mejorar la formación de quienes se preparaban para el sacerdocio, para lo que
fundó Colegios mayores y menores, que después de Trento, habrían de convertirse
en seminarios conciliares. Para el Maestro de Ávila, la reforma de Iglesia, que
cada vez consideraba más necesaria, pasaba por la mayor santidad de clérigos,
religiosos y fieles.
Sonadas conversiones como las del
Marqués de Llombat, que llegó a ser san Francisco de Borja, o la de Juan Cidad
-san Juan de Dios- y, sobre todo, su dedicación a la gente sencilla junto con
la fundación de los niños y jóvenes, jalonan la vida del Maestro de Ávila.
Fundó incluso una Universidad, la de Baeza (Jaén), que durante siglos fue un
destacado referente para la cualificada formación de los sacerdotes.
Después de recorres Andalucía y
parte de Extremadura orando y predicando, ya enfermo, en 1554 se retiró
definitivamente a Montilla (Córdoba), donde ejerció su apostolado a través de
abundante correspondencia y perfiló algunas de sus obras. Además de un
catecismo o Doctrina cristiana en verso para que lo cantaran los niños y
evangelizaran así a los mayores, el Maestro de Ávila es autor del conocido
Tratado del amor de Dios, del Tratado sobre el sacerdocio y de otros escritos
menores.
Aquejado de fortísimos dolores, con
un Crucifijo entre las manos y acompañado de sus discípulos y amigos, el
Maestro de Ávila entregó su alma al Señor en su humilde casa de Montilla en la
mañana del 10 de mayo de 1569. Santa Teresa de Jesús, al enterarse de la
noticia, no dudó en exclamar: lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran
columna.
En 1623 se instruyó en la
archidiócesis de Toledo su Causa de canonización. El papa Benedicto XIV aprobó
y elogió su doctrina y escritos en 1742. El 4 de abril de 1894 León XIII lo
beatificó. En 1946 fue nombrado patrono del clero secular de España por Pío XII
y Pablo VI lo canonizó el 31 de mayo de 1970. Fue proclamado Doctor de la
Iglesia el 7 de octubre de 2012, junto a Santa Hildegarda de Bilden, por el
papa Benedicto XVI.
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