26 DE MAYO – JUEVES –
8~ SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
San Felipe Neri, presbítero
Evangelio
según san Marcos 10,46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus
discípulos y bastante gente, el ciego
Bartimeo (el hijo de Timeo)
estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que era Jesús Nazareno,
empezó a gritar:
“Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”.
Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
“Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo:
“Llamadlo”.
Llamaron al ciego, diciéndole:
“Ánimo, levántate, que te llama”.
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
“¿Qué quieres que haga por ti?”
El ciego le contestó:
“Maestro, que pueda ver”.
Jesús le dijo:
“Anda, tu fe te ha curado”.
Y al momento recobró la
vista y lo seguía por el camino.
1. Este
relato empieza recordando una situación desesperada. Un ciego, que vive mendigando, a la salida de
la ciudad. Es el momento en que este
hombre se entera que pasa Jesús por allí. Y fue la última vez que pasó. Si el ciego
pierde aquella oportunidad, ciego y mendigo se habría quedado para el resto de
sus días. Jesús pasa. Y el paso de Jesús cambia por completo la
situación de aquel hombre tan desdichado, al que la gente no le dejaba ni
expresar su desgraciada situación. Sin
embargo, el relato termina hablando de fe, de salvación, de seguimiento de
Jesús.
El paso de Jesús cambia radicalmente la
vida de aquel mendigo ciego y menospreciado. Jesús hizo que la ceguera, la
pobreza, el desprecio de la gente, todo aquello, se convirtiera en salud,
esperanza, alegría y un futuro denso de las mejores ilusiones.
2. La
ceguera simbolizaba, en Oriente, las tinieblas del espíritu y la dureza de
corazón (Jn 6,9 s; Mt 15, 14; 23, 16-26; Jn 9,41; 12, 40; Rom 2, 19; 2 Cor 4,4;
2 Pe 1,9; 1Jn 2, 11; Ap 3, 17) (X. Léon-Dufour).
Al devolver la vista a los ciegos, Jesús
realiza un signo, que va asociado a la fe y a la salvación (Mc 10, 52; Jn 9,
38). Quien reconoce este signo, está en
disposición, como Pablo, de recobrar la vista (Hech 9, 8. 17 ss; 22,
Ti. 13; Ap
3, 18).
Jesús, en definitiva, es “luz del mundo”
(Jn 9, 5).
3. Se
puede “ser ciego” o —lo que es más frecuente— “estar ciego”. Estamos ciegos cuando no vemos la realidad tal
cual es. O cuando no vemos las causas
que motivan
que las
cosas vayan bien o mal. Teniendo en
cuenta que, para ver la realidad, es indispensable que estemos atentos a un
principio fundamental: no es posible que veamos la realidad de lo que ocurre en
la sociedad, si no vemos la sociedad como totalidad (Th. W. Adorno, J.
Habermas).
El que no está atento a la totalidad de
lo que lo que ocurre en la sociedad, andará por la vida como ciego. No se dará cuenta de las cosas que ocurren. Ni de las causas que provocan lo que ocurre. Y es claro que cuando el Evangelio no nos cura
de esta ceguera, nuestra fe está mutilada.
San Felipe Neri, presbítero
San Felipe nació en Florencia, Italia, en 1515. Su
padre se llamaba Francisco Neri. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan
grande bondad, que la gente lo llamaba "Felipín el bueno". En su
juventud dejó fama de amabilidad y alegría entre sus compañeros y amigos.
Habiendo quedado huérfano de madre, lo envió su
padre a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus
bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el
dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que él llamó su primera
"conversión". Y consistió en que se alejó de la casa del riquísimo
tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta. En
adelante quería confiar solamente en Dios y no en riquezas o familiares
pudientes.
Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano
suyo de Florencia, el cual le cedió una piecita debajo de una escalera y se
comprometió a ofrecerle una comida al día si él les daba clases a sus hijos. La
habitación de Felipe no tenía sino la cama y una sencilla mesa. Su alimentación
consistía en una sola comida al día: un pan, un vaso de agua y unas aceitunas.
El propietario de la casa, declaraba que desde que Felipe les daba clases a sus
hijos, estos se comportaban como ángeles.
Los dos primeros años Felipe se ocupaba casi
únicamente en leer, rezar, hacer penitencia y meditar. Por otros tres años
estuvo haciendo estudios de filosofía y de teología.
Pero luego por inspiración de Dios se dedicó por
completo a enseñar catecismo a las gentes pobres. Roma estaba en un estado de
ignorancia religiosa espantable y la corrupción de costumbres era
impresionante. Por 40 años Felipe será el mejor catequista de Roma y logrará
transformar la ciudad.
Felipe había recibido de Dios el don de la alegría y
de amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente,
fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y niños de la
calle y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación. Una de sus
preguntas más frecuentes era esta: "amigo ¿y cuándo vamos a empezar a
volvernos mejores?". Si la persona le demostraba buena voluntad, le
explicaba los modos más fáciles para llegar a ser más piadosos y para comenzar
a portarse como Dios quiere.
A aquellas personas que le demostraban mayores
deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender
enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran pobrísimos y muy
abandonados y necesitados de todo.
Otra de sus prácticas era llevar a las personas que
deseaban empezar una vida nueva, a visitar en devota procesión los siete
templos principales de Roma y en cada uno dedicarse un buen rato a orar y
meditar. Y así con la caridad para los pobres y con la oración lograba
transformar a muchísima gente.
Desde la mañana hasta el anochecer estaba enseñando
catecismo a los niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales, y
llevando grupos de gentes a las iglesias a rezar y meditar. Pero al anochecer
se retiraba a algún sitio solitario a orar y a meditar en lo que Dios ha hecho
por nosotros. Muchas veces pasó la noche entera rezando. Le encantaba irse a
rezar en las puertas de los templos o en las catacumbas o grandes cuevas
subterráneas de Roma donde están enterrados los antiguos mártires. Lo que más
pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios. Y la
vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando aquella noche rezando con gran fe,
pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le
saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción
exclamaba: "¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta
alegría!". En adelante nuestro santo experimentaba tan grandes accesos de
amor a Dios que todo su cuerpo de estremecía, y en pleno invierno tenía que
abrir su camisa y descubrirse el pecho para mitigar un poco el fuego de amor
que sentía hacia Nuestro Señor. Cuando lo fueron a enterrar notaron que tenía
dos costillas saltadas y que estas se habían arqueado para darle puesto a su
corazón que se había ensanchado notablemente.
En 1458 fundó con los más fervorosos de sus
seguidores una cofradía o hermandad para socorrer a los pobres y para dedicarse
a orar y meditar. Con ellos fundó un gran hospital llamado "De la
Santísima Trinidad y los peregrinos", y allá durante el Año del Jubileo en
1757, atendieron a 145,000 peregrinos. Con las gentes que lo seguían fue
propagando por toda Roma la costumbre de las "40 horas", que
consistía en colocar en el altar principal de cada templo la Santa Hostia, bien
visible, y dedicarse durante 40 horas a adorar a Cristo Sacramentado,
turnándose las personas devotas en esta adoración.
A los 34 años todavía era un simple seglar. Pero a
su confesor le pareció que haría inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y
como había hecho ya los estudios necesarios, aunque él se sentía totalmente
indigno, fue ordenado de sacerdote, en el año 1551.
Y apareció entonces en Felipe otro carisma o regalo
generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. Ahora pasaba horas y
horas en el confesionario y sus penitentes de todas las clases sociales
cambiaban como por milagro. Leía en las conciencias los pecados más ocultos y
obtenía impresionantes conversiones. Con grupos de personas que se habían
confesado con él, se iba a las iglesias en procesión a orar, como penitencia por
los pecados y a escuchar predicaciones. Así la conversión era más completa.
San Felipe quería irse de misionero al Asia, pero su
director espiritual le dijo que debía dedicarse a misionar en Roma. Entonces se
reunió con un grupo de sacerdotes y formó una asociación llamada el
"Oratorio", porque hacían sonar una campana para llamar a las gentes
a que llegaran a orar. El santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo
reglamento y así nació la comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos o
Filipenses. Esta congregación fue aprobada por el Papa en 1575 y ayudada por
San Carlos Borromeo.
San Felipe tuvo siempre en don de la alegría. Donde
quiera que él llegaba se formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Y a veces
para ocultar los dones y cualidades sobrenaturales que había recibido del
cielo, se hacía el medio payaso y hasta exageraba un poco sus chistes y
chanzas. Las gentes se reían de buena gana y aunque a algunos muy seriotes les
parecía que él debería ser un poco más serio, el santo lograba así que no lo
tuvieran en fama de ser gran santo (aunque sí lo era de verdad).
En su casa de Roma reunía centenares de niños
desamparados para educarlos y volverlos buenos cristianos. Estos muchachos
hacían un ruido ensordecedor, y algunos educadores los regañaban fuertemente.
Pero San Felipe les decía: "Haced todo el ruido que queráis, que a mí lo
único que me interesa es que no ofendáis a Nuestro Señor. Lo importante es que
no pequéis. Lo demás no me disgusta". Esta frase la repetirá después un
gran imitador suyo, San Juan Bosco.
Una vez tuvo un ataque fortísimo de vesícula. El
médico vino a hacerle un tratamiento, pero de pronto el santo exclamó:
"Por favor háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María
a curarme". Y quedó sanado inmediatamente. A varios enfermos los curó al
imponerles las manos. A muchos les anunció lo que les iba a suceder en el
futuro. En la oración le venían los éxtasis y se quedaba sin darse cuenta de lo
que sucedía a su alrededor. Muchas personas vieron que su rostro se llenaba de
luces y resplandores mientras rezaba o mientras celebraba la Santa Misa. Y a
pesar de todo esto se mantenía inmensamente humilde y se consideraba el último
de todos y el más indigno pecador.
Los últimos años los dedicó a dar dirección
espiritual. El Espíritu Santo le concedió el don de saber aconsejar muy bien, y
aunque estaba muy débil de salud y no podía salir de su cuarto, por allí
pasaban todos los días numerosas personas. Los Cardenales de Roma, obispos,
sacerdotes, monjas, obreros, estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos,
todos querían pedirle un sabio consejo y volvían a sus casas llenos de paz y de
deseos de ser mejores. Decían que toda Roma pasaba por su habitación. Empezó a
sentir tales fervores y tan grandes éxtasis en la Santa Misa, después de la
consagración, que el que le acolitaba, se iba después de la elevación y volvía
dos horas después y alcanzaba a llegar para el final de la misa.
El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan
extraordinariamente contento que le dijo: "Padre, jamás lo había
encontrado tan alegre", y él le respondió: "Me alegré cuando me dijeron:
vayamos a la casa del Señor". A la media noche le dio un ataque y
levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró
dulcemente. Tenía 80 años.
Fue declarado santo en el año 1622 y en Roma lo
consideraron como a su mejor catequista y director espiritual.
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