miércoles, 25 de mayo de 2016

Párate un momento: El Evangelio del día 26 DE MAYO – JUEVES – 8~ SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO San Felipe Neri, presbítero





26 DE MAYO – JUEVES –
8~ SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
San Felipe Neri, presbítero
      
       Evangelio según san Marcos 10,46-52

       En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego
Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
       “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”.
       Muchos le regañaban para que se callara.  Pero él gritaba más:
       “Hijo de David, ten compasión de mí”.   Jesús se detuvo y dijo:
 “Llamadlo”.  
       Llamaron al ciego, diciéndole:
       “Ánimo, levántate, que te llama”.
       Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
       Jesús le dijo:
       “¿Qué quieres que haga por ti?”
       El ciego le contestó:
       “Maestro, que pueda ver”.
       Jesús le dijo:
       “Anda, tu fe te ha curado”.
        Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

       1.   Este relato empieza recordando una situación desesperada.  Un ciego, que vive mendigando, a la salida de la ciudad.  Es el momento en que este hombre se entera que pasa Jesús por allí.  Y fue la última vez que pasó. Si el ciego pierde aquella oportunidad, ciego y mendigo se habría quedado para el resto de sus días.  Jesús pasa.  Y el paso de Jesús cambia por completo la situación de aquel hombre tan desdichado, al que la gente no le dejaba ni expresar su desgraciada situación.  Sin embargo, el relato termina hablando de fe, de salvación, de seguimiento de Jesús.
       El paso de Jesús cambia radicalmente la vida de aquel mendigo ciego y menospreciado. Jesús hizo que la ceguera, la pobreza, el desprecio de la gente, todo aquello, se convirtiera en salud, esperanza, alegría y un futuro denso de las mejores ilusiones.

       2.   La ceguera simbolizaba, en Oriente, las tinieblas del espíritu y la dureza de corazón (Jn 6,9 s; Mt 15, 14; 23, 16-26; Jn 9,41; 12, 40; Rom 2, 19; 2 Cor 4,4; 2 Pe 1,9; 1Jn 2, 11; Ap 3, 17) (X. Léon-Dufour).
       Al devolver la vista a los ciegos, Jesús realiza un signo, que va asociado a la fe y a la salvación (Mc 10, 52; Jn 9, 38).  Quien reconoce este signo, está en disposición, como Pablo, de recobrar la vista (Hech 9, 8. 17 ss; 22,
Ti. 13; Ap 3, 18).
       Jesús, en definitiva, es “luz del mundo” (Jn 9, 5).

       3.   Se puede “ser ciego” o —lo que es más frecuente— “estar ciego”.  Estamos ciegos cuando no vemos la realidad tal cual es.  O cuando no vemos las causas que motivan
que las cosas vayan bien o mal.  Teniendo en cuenta que, para ver la realidad, es indispensable que estemos atentos a un principio fundamental: no es posible que veamos la realidad de lo que ocurre en la sociedad, si no vemos la sociedad como totalidad (Th. W. Adorno, J. Habermas).
       El que no está atento a la totalidad de lo que lo que ocurre en la sociedad, andará por la vida como ciego.  No se dará cuenta de las cosas que ocurren.  Ni de las causas que provocan lo que ocurre.  Y es claro que cuando el Evangelio no nos cura de esta ceguera, nuestra fe está mutilada.

San Felipe Neri, presbítero



San Felipe nació en Florencia, Italia, en 1515. Su padre se llamaba Francisco Neri. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo llamaba "Felipín el bueno". En su juventud dejó fama de amabilidad y alegría entre sus compañeros y amigos.

Habiendo quedado huérfano de madre, lo envió su padre a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que él llamó su primera "conversión". Y consistió en que se alejó de la casa del riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta. En adelante quería confiar solamente en Dios y no en riquezas o familiares pudientes.

Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, el cual le cedió una piecita debajo de una escalera y se comprometió a ofrecerle una comida al día si él les daba clases a sus hijos. La habitación de Felipe no tenía sino la cama y una sencilla mesa. Su alimentación consistía en una sola comida al día: un pan, un vaso de agua y unas aceitunas. El propietario de la casa, declaraba que desde que Felipe les daba clases a sus hijos, estos se comportaban como ángeles.

Los dos primeros años Felipe se ocupaba casi únicamente en leer, rezar, hacer penitencia y meditar. Por otros tres años estuvo haciendo estudios de filosofía y de teología.

Pero luego por inspiración de Dios se dedicó por completo a enseñar catecismo a las gentes pobres. Roma estaba en un estado de ignorancia religiosa espantable y la corrupción de costumbres era impresionante. Por 40 años Felipe será el mejor catequista de Roma y logrará transformar la ciudad.

Felipe había recibido de Dios el don de la alegría y de amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente, fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y niños de la calle y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación. Una de sus preguntas más frecuentes era esta: "amigo ¿y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?". Si la persona le demostraba buena voluntad, le explicaba los modos más fáciles para llegar a ser más piadosos y para comenzar a portarse como Dios quiere.

A aquellas personas que le demostraban mayores deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran pobrísimos y muy abandonados y necesitados de todo.

Otra de sus prácticas era llevar a las personas que deseaban empezar una vida nueva, a visitar en devota procesión los siete templos principales de Roma y en cada uno dedicarse un buen rato a orar y meditar. Y así con la caridad para los pobres y con la oración lograba transformar a muchísima gente.

Desde la mañana hasta el anochecer estaba enseñando catecismo a los niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales, y llevando grupos de gentes a las iglesias a rezar y meditar. Pero al anochecer se retiraba a algún sitio solitario a orar y a meditar en lo que Dios ha hecho por nosotros. Muchas veces pasó la noche entera rezando. Le encantaba irse a rezar en las puertas de los templos o en las catacumbas o grandes cuevas subterráneas de Roma donde están enterrados los antiguos mártires. Lo que más pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios. Y la vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando aquella noche rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamaba: "¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta alegría!". En adelante nuestro santo experimentaba tan grandes accesos de amor a Dios que todo su cuerpo de estremecía, y en pleno invierno tenía que abrir su camisa y descubrirse el pecho para mitigar un poco el fuego de amor que sentía hacia Nuestro Señor. Cuando lo fueron a enterrar notaron que tenía dos costillas saltadas y que estas se habían arqueado para darle puesto a su corazón que se había ensanchado notablemente.

En 1458 fundó con los más fervorosos de sus seguidores una cofradía o hermandad para socorrer a los pobres y para dedicarse a orar y meditar. Con ellos fundó un gran hospital llamado "De la Santísima Trinidad y los peregrinos", y allá durante el Año del Jubileo en 1757, atendieron a 145,000 peregrinos. Con las gentes que lo seguían fue propagando por toda Roma la costumbre de las "40 horas", que consistía en colocar en el altar principal de cada templo la Santa Hostia, bien visible, y dedicarse durante 40 horas a adorar a Cristo Sacramentado, turnándose las personas devotas en esta adoración.

A los 34 años todavía era un simple seglar. Pero a su confesor le pareció que haría inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y como había hecho ya los estudios necesarios, aunque él se sentía totalmente indigno, fue ordenado de sacerdote, en el año 1551.

Y apareció entonces en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. Ahora pasaba horas y horas en el confesionario y sus penitentes de todas las clases sociales cambiaban como por milagro. Leía en las conciencias los pecados más ocultos y obtenía impresionantes conversiones. Con grupos de personas que se habían confesado con él, se iba a las iglesias en procesión a orar, como penitencia por los pecados y a escuchar predicaciones. Así la conversión era más completa.

San Felipe quería irse de misionero al Asia, pero su director espiritual le dijo que debía dedicarse a misionar en Roma. Entonces se reunió con un grupo de sacerdotes y formó una asociación llamada el "Oratorio", porque hacían sonar una campana para llamar a las gentes a que llegaran a orar. El santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo reglamento y así nació la comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos o Filipenses. Esta congregación fue aprobada por el Papa en 1575 y ayudada por San Carlos Borromeo.

San Felipe tuvo siempre en don de la alegría. Donde quiera que él llegaba se formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Y a veces para ocultar los dones y cualidades sobrenaturales que había recibido del cielo, se hacía el medio payaso y hasta exageraba un poco sus chistes y chanzas. Las gentes se reían de buena gana y aunque a algunos muy seriotes les parecía que él debería ser un poco más serio, el santo lograba así que no lo tuvieran en fama de ser gran santo (aunque sí lo era de verdad).

En su casa de Roma reunía centenares de niños desamparados para educarlos y volverlos buenos cristianos. Estos muchachos hacían un ruido ensordecedor, y algunos educadores los regañaban fuertemente. Pero San Felipe les decía: "Haced todo el ruido que queráis, que a mí lo único que me interesa es que no ofendáis a Nuestro Señor. Lo importante es que no pequéis. Lo demás no me disgusta". Esta frase la repetirá después un gran imitador suyo, San Juan Bosco.

Una vez tuvo un ataque fortísimo de vesícula. El médico vino a hacerle un tratamiento, pero de pronto el santo exclamó: "Por favor háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María a curarme". Y quedó sanado inmediatamente. A varios enfermos los curó al imponerles las manos. A muchos les anunció lo que les iba a suceder en el futuro. En la oración le venían los éxtasis y se quedaba sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Muchas personas vieron que su rostro se llenaba de luces y resplandores mientras rezaba o mientras celebraba la Santa Misa. Y a pesar de todo esto se mantenía inmensamente humilde y se consideraba el último de todos y el más indigno pecador.

Los últimos años los dedicó a dar dirección espiritual. El Espíritu Santo le concedió el don de saber aconsejar muy bien, y aunque estaba muy débil de salud y no podía salir de su cuarto, por allí pasaban todos los días numerosas personas. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes, monjas, obreros, estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos querían pedirle un sabio consejo y volvían a sus casas llenos de paz y de deseos de ser mejores. Decían que toda Roma pasaba por su habitación. Empezó a sentir tales fervores y tan grandes éxtasis en la Santa Misa, después de la consagración, que el que le acolitaba, se iba después de la elevación y volvía dos horas después y alcanzaba a llegar para el final de la misa.

El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le dijo: "Padre, jamás lo había encontrado tan alegre", y él le respondió: "Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor". A la media noche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años.

Fue declarado santo en el año 1622 y en Roma lo consideraron como a su mejor catequista y director espiritual.



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