20 de Noviembre - Domingo
34º del Tiempo Ordinario. - Ciclo C
Jesucristo Rey del Universo
Lectura
del segundo libro de Samuel (5,1-3):
En aquellos días, todas las tribus
de Israel se presentaron ante David en Hebron y le dijeron:
«Hueso tuyo y carne tuya somos. Desde hace tiempo, cuando Saúl
reinaba sobre nosotros, eras tú el que dirigía las salidas y entradas de
Israel.
Por su parte, el Señor te ha dicho:
“Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”».
Los ancianos de Israel vinieron a ver al rey en Hebrón. El rey hizo
una alianza con ellos en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos le ungieron
como rey de Israel.
Sal
121,1-2.4-5
R/. Vamos alegres a la casa del Señor.
V/. Qué alegría cuando me dijeron:
¡«Vamos
a la casa del Señor»!
Ya
están pisando nuestros pies
tus
umbrales, Jerusalén. R/.
V/. Allá suben las tribus, las tribus del Señor,
según
la costumbre de Israel,
a
celebrar el nombre del Señor;
en
ella están los tribunales de justicia,
en
el palacio de David. R/.
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (1,12-20):
Hermanos:
Demos gracias a Dios Padre, que os ha hecho capaces de compartir la
herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado
al reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención, el
perdón de los pecados.
Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque
en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e
invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades;
todo fue creado por él
y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el
primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y
para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo
la paz por la sangre de su cruz.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (23,35-43):
En aquel tiempo, los magistrados
hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de
Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le
ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena?
Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de
lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
¿Cristo Rey contra Trump?
El título
puede resultar polémico y populista, pero pretende hacer caer en la cuenta de
la relación entre la fiesta de Cristo Rey y el momento actual. Cuando Achille
Ratti fue elegido Papa en febrero de 1922 y tomó el nombre de Pío XI, tenía la
experiencia reciente de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución rusa.
Pocos meses después, en octubre, Mussolini organizaba la marcha sobre Roma, que
llevaría al triunfo del fascismo. Un año más tarde (8 de noviembre de 1923)
Hitler intenta un golpe de estado en Munich. Pío XI, alarmado por las tensiones
crecientes en Europa y en todo el mundo, piensa que la única y verdadera
solución a los problemas de tipo social, político, económico, es atenerse al
mensaje del evangelio. Si Cristo fuese el rey de este mundo, muy distintas
serían las cosas. Entonces instituyó esta fiesta, aprovechando que en 1925 se
cumplían mil seiscientos años del concilio de Nicea, que proclamó la realeza de
Cristo al añadir al credo apostólico las palabras: “y su reino no tendrán
fin”.
Ha pasado casi un siglo. El lenguaje, como tantas cosas, ha cambiado; las
verdades profundas, no. No creo que muchos católicos se animen a decir hoy día
que la solución a los problemas que puede plantear el presidente Trump a nivel
nacional y mundial sea Cristo Rey. Pero sí debemos estar dispuestos a defender
los valores evangélicos del amor al prójimo, especialmente al más necesitado,
de reconocernos todos como hermanos, hijos del mismo Padre, de la compasión, la
justicia, la paz.
Inicialmente esta fiesta se celebraba el domingo anterior la de Todos los
Santos (1 de noviembre). La reforma del Concilio Vaticano II decidió cerrar el
año litúrgico con esta festividad, para subrayar la victoria final de Jesús.
Las lecturas varían en los tres ciclos y cada año ofrece un aspecto distinto de
la realeza de Jesús. ¿Qué une a las dos lecturas principales de hoy? La
concepción del rey como salvador en medio de las dificultades.
David, el rey salvador (2 Samuel 5, 1-3)
La
primera lectura sólo se comprende recordando los acontecimientos previos. Años
atrás, el primer rey israelita, Saúl, ha muerto luchando contra los filisteos.
Le ha sucedido un hijo bastante inútil, Isbaal, y el poder se concentra en las
manos del general Abner. Pero tensiones internas y externas llevarán al
asesinato de Abner y, más tarde, de Isbaal. Las tribus del norte, sin rey ni
general, se sienten desconcertadas. Y consideran que la única solución es
ofrecerle el trono a David, que ya es rey de Judá desde hace siete años. Y se
dirigen a la que entonces era capital de Judá, Hebrón (Jerusalén todavía no
había sido conquistada).
En aquellos
días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron:
‒ Hueso tuyo y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era
nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel. Además,
el Señor te ha prometido: "Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú
serás el jefe de Israel."
Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo
con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David
como rey de Israel.
Nosotros leemos estas palabras sin darle especial importancia. Pero el que los
del norte vengan a buscar la salvación en el rey del sur era entonces algo
inaudito, que sólo se explica por la necesidad urgente de un rey que los salve.
Jesús, el rey incapaz de salvar (Lucas 23, 35-43)
Los contemporáneos de Jesús también esperaban un rey con capacidad de salvar.
La lectura del evangelio se lo deja muy claro. Las autoridades, los soldados,
uno de los malhechores crucificado con Jesús, lo repiten hasta la saciedad.
Pronuncian los mayores títulos: Mesías de Dios, Elegido, rey de los judíos,
Mesías. Pero sólo están dispuestos a aplicárselos a Jesús si se salva a sí
mismo, o, como dice el otro crucificado, «sálvate a ti mismo y a nosotros». La
sorpresa aparece al final, en la petición del buen ladrón.
…
Pero el otro lo increpaba:
‒ ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es
justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha
faltado en nada.
Y decía:
‒ Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús le respondió:
‒ Te
lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.
El
evangelio de san Juan pone en boca de Jesús, durante el juicio ante Pilato, las
palabras: «Mi reino no es de este mundo». Y eso mismo dice aquí, no Jesús, sino
el que conocemos como «el buen ladrón». El reino de Jesús no se realiza en este
mundo, no es aquí donde realizará obras portentosas para que la gente lo acepte
como rey. Su reino se encuentra en una dimensión distinta, en la que entrará a
través de la muerte. Por eso, el buen ladrón no pide que lo salve. Sólo pide un
recuerdo: «acuérdate de mí».
A lo largo de su vida, Jesús escuchó muchas peticiones: de leprosos que
deseaban ser curados, de ciegos y cojos, de padres de niños difuntos, de
discípulos asustados por la tormenta… Pero esta resulta la petición más bella y
más sencilla: «Jesús, acuérdate de mí».
El buen ladrón pide muy poco. Pero hace falta una fe profundísima para creer
que ese ajusticiado, al que todos rechazan y del que todos se burlan, dentro de
poco será rey, y que un simple recuerdo suyo puede traer la felicidad. Así ocurre
en la promesa que Jesús le hace: «hoy
estarás conmigo en el paraíso».
«Acuérdate de mí» y «estarás conmigo»
son las dos caras de una misma moneda, de la intimidad plena entre el rey y su
súbdito, más satisfactoria que todas las prebendas y beneficios mundanos que
regalan otros reyes.
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