3 DE NOVIEMBRE - JUEVES
31ª - SEMANA
DEL TIEMPO
San Martin de Porres
Evangelio según san Lucas 15,
1-10
En aquel
tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los
fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
"Este acoge a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo esta parábola:
"Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se
le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada,
hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros,
muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para
decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido". Os
digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde
una, ¿no enciende una lámpar y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la
encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las amigas y vecinas para decirles
"¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría habrá entre los
ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta'.
1. El capítulo 15 del evangelio de Lucas tiene
una unidad que lo constituye en un
bloque, que no se puede descomponer, separando
las tres parábolas y pretendiendo ver el significado de cada una, sin tener
siempre presente el capítulo entero en su conjunto. Si no se tiene en cuenta el
"todo", no es posible entender cada una de las "partes". Porque, por más
ilustrativo que sea cada uno de
los detalles de este capítulo, lo decisivo es la enseñanza que el Evangelio ofrece a partir del conjunto, es
decir, del capítulo en su totalidad.
2. Esto se comprende si
advertimos que, en este capítulo, se plantean tres grandes
temas, que
son los tres pilares sobre los que se
construye el genial monumento al
misterio profundo de Dios, que es este texto: 1) Jesús y sus amigos.
2) Los adversarios de Jesús y su acusación.
3) Dios, representado en el padre, la mujer
que busca la moneda y el pastor
que busca la oveja.
3. El eje central del capítulo es el pecado y
las distintas reacciones que provoca el pecado, el mal causado por el hombre.
Tres reacciones:
1) En Jesús, la amistad
que comparte la vida, simbolizada en la comensalía, presentando
al causante del mal, no como "pecador", sino como "perdido".
2) En los hombres de la
religión, la denuncia (letrados y fariseos) y la conducta intachable del
obediente (el hermano mayor).
3) En Dios, se ve a la
mujer, al pastor y al padre, que no pueden pasar sin lo que han perdido.
Porque, en definitiva,
Dios no es el "poderoso" que pide cuentas, sino el "amor"
que busca lo que se le ha extraviado; y
espera con añoranza al hijo que vuelve a
encontrar. Consecuencia: los hombres de la religión ven a Dios y al pecado como instrumento del poder de sometimiento que
tiene la observancia religiosa.
Mientras
que Jesús ve a Dios como cariño y bondad que
jamás juzga, ni reprocha, ni condena..., sino que acoge al extraviado
con alegría, fiesta y banquete.
Como es lógico, con un
Dios así no es posible organizar y mantener una religión de jerarquías y
condenas.
San Martin de Porres
San
Martín de Porres
(Lima, 1579 - 1639)
Religioso peruano de la orden de los dominicos que fue el primer santo
mulato de América. Era hijo de Juan de Porres, hidalgo pobre originario de
Burgos, y Ana Velásquez, una negra liberta, natural de Panamá.
Su padre, debido a su pobreza, no podía casarse con una mujer de su
condición, lo que no impidió su amancebamiento con Ana Velásquez. Fruto de ella
nació también Juana, dos años menor que Martín. Nacido en el barrio limeño de
San Sebastián, Martín de Porres fue bautizado el 9 de diciembre de 1579. El
documento bautismal revela que su padre no lo reconoció, pues por ser caballero
laico y soltero de una Orden Militar estaba obligado a guardar la continencia
de estado.
San Martín de Porres
Hacia 1586, el padre de Martín decidió llevarse a sus dos hijos a Guayaquil
con sus parientes. Sin embargo, los parientes sólo aceptaron a Juana, y Martín
de Porres hubo de regresar a Lima, donde fue puesto bajo el cuidado de doña
Isabel García Michel en el arrabal de Malambo, en la parte baja del barrio de
San Lázaro, habitado por negros y otros grupos raciales. En 1591 recibió el
sacramento de la Confirmación de manos del arzobispo Santo Toribio de
Mogrovejo.
Martín inició su aprendizaje de boticario en la casa de Mateo Pastor, quien
se casaría con la hija de su tutora. Esta experiencia sería clave para Martín,
conocido luego como gran herbolario y curador de enfermos, puesto que los
boticarios hacían curaciones menores y administraban remedios para los casos
comunes. También fue aprendiz de barbero, oficio que conllevaba conocimientos
de cirugía menor.
La proximidad del convento dominico de Nuestra Señora del Rosario y su
claustro conventual ejercieron una atracción sobre él. Sin embargo, entrar allí
no cambiaría su situación social y el trato que recibiría por ser mulato y
bastardo: no podía ser fraile de misa e incluso le prohibieron ser hermano
lego. En 1594, Martín entró en el convento en calidad de aspirante a conventual
sin opción al sacerdocio. Dentro del convento fue campanero y es fama que su
puntualidad y disciplina en la oración fueron ejemplares. Más aún, dormía muy
poco, entre tres a cuatro horas, y cuentan que, para no olvidarse de sus
funciones por el cansancio, un gato de tres colores entraba a la enfermería y
empezaba a rasguñarlo avisándole de su deber.
Sus hagiógrafos cuentan que tenía varias devociones, pero sobre todo creía
en el Santísimo Sacramento y en la Virgen María, en especial la Virgen del
Rosario, Patrona de la Orden dominica y protectora de los mulatos. Martín fue
seguidor de los modelos de santidad de Santo Domingo de Guzmán, San José, Santa
Catalina de Siena y San Vicente Ferrer. Sin embargo, a pesar de su encendido
fervor y devoción, no desarrolló una línea de misticismo propia. La vida
cotidiana del futuro santo era frugal en extremo. Era muy sobrio en el comer y
sencillo en el vestir (usó un simple hábito blanco toda su vida). Se dice que
cuando murió no hubo ropa con que amortajarlo, así que lo enterraron con su
propio hábito ya roído.
En el convento, Martín ejerció también como barbero, ropero, sangrador y
sacamuelas. Su celda quedaba en el claustro de la enfermería. Todo el aprendizaje
como herbolario en la botica y como barbero hicieron de Martín un curador de
enfermos, sobre todo de los más pobres y necesitados, a quienes no dudaba en
regalar la ropa de los enfermos. Su fama se hizo muy notoria y acudía gente muy
necesitada en grandes cantidades. Su labor era amplia: tomaba el pulso,
palpaba, vendaba, entablillaba, sacaba muelas, extirpaba lobanillos, suturaba,
succionaba heridas sangrantes e imponía las manos con destreza. En Martín
confluyeron las tradiciones medicinales española, andina y africana; solía
sembrar en un huerto una variedad de plantas que luego combinaba en remedios
para los pobres y enfermos. Debió de empezar su labor como enfermero entre 1604
y 1610.
La vida en el convento estaba regida por la obediencia a sus superiores,
pero en el caso de Martín la condición racial también era determinante. Su
humildad era puesta a prueba en muchas ocasiones. Parecía tener una concepción
muy pobre de sí mismo y hasta como miserable, y por lo tanto digno de malos
tratos. Aunque frecuentaba a la gente de color y a castas, nunca planteó
reivindicaciones sociales ni políticas; se dedicó únicamente a practicar la
caridad, que hizo extensiva a otros grupos étnicos. Todas estas dificultades no
impidieron que Martín fuera un fraile alegre. Sus contemporáneos señalan su
semblante alegre y risueño.
Otra de sus facultades fue la videncia. Se cuenta que su hermana Rosa había
sustraído una suma de dinero a su esposo, y se encontró con su hermano, el cual
inmediatamente le llamó la atención por lo que había hecho. Su hermana no salía
de su asombro, ya que nadie sabía del hurto. También tuvo facultades para
predecir la vida propia y ajena, incluido el momento de la muerte.
En
línea con la espiritualidad de la época, San Martín de Porres y su coetánea Santa Rosa de Lima practicaron
la mortificación del cuerpo. Martín se aplicaba tres disciplinas cada día: en
las pantorrillas, en las posaderas y en las espaldas, siguiendo un riguroso
horario y evitando mermar su salud para el cumplimiento de otras obligaciones.
Llevaba además dos cilicios: una túnica interna de lana entretejida con cerdas
de caballo y una cadena ceñida, posiblemente de hierro.
Su preocupación por los pobres fue notable. Se sabe que los desvalidos lo
esperaban en la portería para que los curase de sus enfermedades o les diera de
comer. Martín trataba de no exhibirse y hacerlo en la mayor privacidad. La
caridad de Martín no se circunscribía a las personas, sino que también se
proyectaba a los animales, sobre todo cuando los veía heridos o faltos de
alimentos. Tenía separada en la casa de su hermana un lugar donde albergaba a
gatos y perros sarnosos, llagados y enfermos. Parece que los animales le
obedecían por particular privilegio de Dios. Uno de los episodios más conocidos
de su vida es que hizo comer del mismo plato a un perro, un perico y un gato.
Como se dice de otros santos de la época, Martín también sufrió las
apariciones y tentaciones del demonio. Se cuenta que en cierta ocasión bajaba
por las escaleras de la enfermería dispuesto a auxiliar a uno de sus hermanos
cuando se encontró con el demonio debajo de la escalera. Martín tuvo que sacar
el cinto que llevaba y comenzó a azotar al demonio para que se fuera del
convento. También se le atribuyó el don de lenguas, el don de agilidad y el don
de volar. Sus compañeros, que lo vigilaban continuamente, veían cómo su cuerpo
se iluminaba. Se contó de él que podía estar en dos lugares a la vez y penetrar
en los cuerpos sin mayor resistencia.
Hacia 1619 comenzó a sufrir de cuartanas, fiebres muy elevadas que se
presentaban cada cuatro días; este mal se le fue agudizando, aunque continuó
cumpliendo con sus obligaciones. Con el correr del tiempo, Martín fue ganando
no sólo fama, sino que empezó a ser temido. La imaginería popular se
desconcertaba ante sucesos sobrenaturales, algunos de ellos no presenciados
pero conocidos de oídas. Por ejemplo, cierto ensamblador llegó a asustarse
porque con mucha frecuencia se aparecía sin ser visto. Comenzaron a correr
rumores de que deambulaba por el claustro por las noches, rodeado de luces y
resplandores. También causaban miedo sus apariciones inesperadas y sus
desapariciones inexplicables.
En octubre de 1639, Martín de Porres cayó enfermo de tabardillo
pestilencial. Murió el 3 de noviembre de ese año. Hubo gran conmoción entre la
gente, doblaron las campanas en su nombre y la devoción popular se mostró tan
excesiva que obligó a hacer un rápido entierro. A pesar de la biografía ejemplar
del mulato Martín de Porres, convertido en devoción fundamental de las castas y
gentes de color, la sociedad colonial no lo llevaría a los altares. Su proceso
de beatificación terminó en 1962, bajo el papado de Pablo VI.
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