25 DE NOVIEMBRE - VIERNES
34ª - SEMANA DEL T.O.-C
Santa Catalina de Alejandría
Evangelio
según san Lucas 21, 29-33
En aquel tiempo, expuso Jesús
una parábola a sus discípulos:
"Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan
brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca.
Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca
el Reino de Dios.
Os aseguro que antes que pase esta generación todo esto se
cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán".
1. Por
los evangelios sinópticos, sabemos que las comunidades primitivas pusieron en
boca de Jesús afirmaciones contundentes en el sentido de que "algo
importante" iba a suceder y por eso los cristianos vivían en una
apremiante expectación (Mc 9, 1; Mt 10, 23; Lc 21, 32-33).
¿A qué se referían en concreto tales
expectativas?
Por más
que no nos sea posible saberlo con seguridad (cf. J. A. Fitzmyer), no es menos
cierto que aquellas primeras comunidades de creyentes en Jesús
vivían en el convencimiento de que un cambio muy profundo se estaba gestando. Un cambio que
afectaría a toda la historia siguiente de la humanidad.
¿Qué cambio podría ser este?
2. Por
lo menos, es seguro que el gran
acontecimiento que aquella generación vivió fue el mismo acontecimiento de
Jesús, el Crucificado y el Resucitado, que fue el origen y el punto de partida,
no solo ni principalmente, de una nueva era, sino por encima de todo lo demás,
el arranque de un proceso lento, largo e imparable de la humanización.
En Jesús, Dios se humanizó. Y la humanización
de Dios, en aquel judío enteramente y singular, es el inicio de la creciente
superación de la deshumanización que a todos nos sigue causando tantos
sufrimientos y tanta degradación.
Es este un tema capital que la teología
cristiana no ha desentrañado debidamente.
Quizá hemos necesitado mucho tiempo para empezar
a vislumbrar las consecuencias que lleva consigo la realidad que estamos
viviendo.
3. En
todo caso, nuestra esperanza no se derrumba. Se mantiene firme, no obstante
toda la deshumanización que a estas alturas de la historia nos sigue acosando.
Jesús lo dijo: "el cielo y la tierra
pasarán, mis palabras no pasarán". Así es: la palabra y la promesa de
Jesús sigue adelante en la historia. Es la palabra y la promesa de una
creciente humanización que, al hacernos más humanos, por eso mismo nos hace más divinos.
Es decir, nos hace alcanzar la anhelada meta
de un mundo más humano. Y de una
esperanza firme en que la vida tiene sentido. Porque tiene futuro.
El futuro definitivo del Trascendente que nos
espera para siempre. Vamos dejando atrás tiempos de asombrosas desigualdades.
De manera que, casi sin darnos cuenta, las nuevas generaciones tienen una
sensibilidad para exigir los derechos humanos, la igualdad entre los pueblos y
los mortales, la dignidad y el valor de la vida, el derecho que todos tenemos
al goce y al disfrute de la existencia humana, que no se habían generalizado
como ahora son ya patrimonio de la humanidad. Lo cual quiere
decir que la causa de Jesús sigue adelante.
Es sencillamente imparable.
Santa Catalina de Alejandría
Santa Catalina, mártir, que, según la tradición, fue una virgen de
Alejandría dotada tanto de agudo ingenio y sabiduría como de fortaleza de
ánimo. Su cuerpo se venera piadosamente en el célebre monasterio del monte Sinaí.
Nada sabemos con certeza histórica del lugar y fecha de su
nacimiento. La historia nos tiene velado el nombre de sus padres. Los datos de
su muerte, según la "passio", son tardíos y están pletóricos de
elementos espureos. Por esto, algún historiador ha llegado a pensar que quizá
esta santa nunca haya existido. Así, Catalina de Alejandría sería un personaje
aleccionador salido de la literatura para ilustrar la vida de los cristianos y
estimularles en su fidelidad a la fe. De todos modos, es seguro que la fantasía
ha rellenado los huecos en el curso del tiempo.
Se la presenta como una joven de extremada belleza y aún mayor
inteligencia. Perteneciente a una familia noble. Residente en Alejandría.
Versada en los conocimientos filosóficos de la época y buscadora incansable de
la verdad. Movida por la fe cristiana, se bautiza. Su vida está enmarcada en el
siglo IV, cuando Maximino Daia se ha hecho Augusto del Imperio de Oriente. Sí,
le ha tocado compartir el tiempo con este "hombre semibárbaro, fiera
salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del
Oriente", según lo describe el padre Urbel, o, con términos de Lactancio,
"el mundo para él era un juguete". Recrimina al emperador su conducta
y lo enmudece con sus rectos razonamientos. Enfrentada con los sabios del
imperio, descubre sus sofismas e incluso se convierten después de la dialéctica
bizantina. Aparece como vencedora en la palestra de la razón y vencida por la
fuerza de las armas en el martirio de rueda con cuchillas que llegan a saltar
hiriendo a sus propios verdugos y por la espada que corta su cabeza de un tajo.
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