28 de Noviembre – Lunes
1ª – Semana de Adviento – A
Santa Catalina Labouré
Evangelio
según san Mateo 8, 5-11
En aquel tiempo al entrar Jesús en Cafarnaúm,
un centurión se le acercó diciéndole:
"Señor, tengo en casa un criado que está en cama
paralítico".
Jesús le contestó:
"Voy yo a curarlo".
Pero el centurión le replicó:
"Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta
que lo digas de palabra y mi criado quedará sano.
Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis
órdenes: y le digo a uno 've', y va; al otro, 'ven' y viene; a mi criado 'haz
esto' y lo hace'.
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:
"Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta
fe.
Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán
con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos".
1. Lo más llamativo, incluso lo más
revolucionario, que se encuentra en este relato es lo que Jesús afirma sobre la
fe.
Según
el evangelio de Mateo, y el paralelo de Lucas (7, 1-10), resulta que, para
Jesús, un militar romano tenía más fe que cualquier israelita.
No es el único caso en que Jesús elogia la fe
de personas que no tenían las mismas creencias religiosas que los
ortodoxos fieles a la Biblia. Así, en el caso de la mujer cananea o
siro-fenicia (Mt 15, 21-28; Mc 7, 24-30) y también en el relato del samaritano
leproso (Lc 17, 11-19).
Estas personas, que no pertenecían a la religión verdadera, son
elogiadas por Jesús
como creyentes ejemplares. Lo cual quiere decir obviamente que,
para Jesús, la fe más ejemplar no está vinculada a la pertenencia a una
determinada religión, por más que, según los criterios de la Biblia, se trate
de la única religión verdadera del único Dios verdadero.
2. En el caso del militar romano, este hecho
es más sorprendente. Porque, como es sabido, los militares del ejército imperial
hacían un juramento religioso de fidelidad (sacramentum) al emperador. Este
juramento era el fundamento de la condición de soldado (P. Grimal).
La fe del centurión estaba, pues, ya
comprometida con su emperador y con la
religión que este representaba y de la que era el "Sumo Pontífice"
(Pontifex Maximus) (E. Cortese).
3. Por
más extraño que pueda parecer, la fe no es para Jesús un "acto religioso",
sino un "comportamiento de
humanidad".
Es la profunda humanidad de un cargo militar que no puede soportar
ver que sufre un "esclavo" (doúlos) (Lc 7, 2. 3. 8 b). Por eso va a
suplicar a Jesús que lo sane. Y no se considera digno de que Jesús entre en su
casa.
La fe, en este caso, es la postura de un
hombre, de poder y mando, que antepone la felicidad del último al rango del
primero.
Jesús no encuentra la fe en la fidelidad a las doctrinas y
prácticas religiosas, sino en la bondad de un hombre importante al que el cargo
no se le subió a la cabeza.
Ocurre, quizá más de lo que imaginamos, que
aquellos a los que consideramos "infieles", para Jesús, son los más
"fieles".
Jesús modificó la fe, las creencias, el
corazón mismo de la religión. Porque la esencia de la religión no está en
aceptar unas verdades, sino asumir y hacer propia una forma de vida. Cuando lo
que manda en nuestra vida es la bondad
y la lucha contra el sufrimiento, entonces es cuando empezamos a ser creyentes en Jesús y su Evangelio.
Santa Catalina Labouré
En París, en Francia, santa Catalina Labouré, virgen, de las Hijas de
la Caridad, que de manera singular honró a la Inmaculada y brilló por la simplicidad,
caridad y paciencia.
Esta fue la santa que tuvo el honor de que la Sma. Virgen se le
apareciera para recomendarle que hiciera la Medalla Milagrosa.
Santa Catalina Labouré, llamada Zoe en familia, nació en Bretaña,
Francia, el 1806. Sus padres eran agricultores. Al quedar huérfana de madre a
los 8 años le encomendó a la Santísima Virgen que le sirviera de madre, y la
Madre de Dios le aceptó su petición.
Como su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que
quedarse al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su
padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.
A los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a
un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa,
no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto
deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le
decía: "Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". La imagen de ese
sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria.
Al fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la
hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de
San Vicente de Paúl y se dio cuenta de que ese era el sacerdote que había visto
en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día
se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en
la comunidad.
Siendo Catalina una joven monjita, tuvo unas apariciones que la han
hecho célebre en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando en el
dormitorio sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo siguió
hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima. Nuestra Señora
le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a suceder en la Iglesia
Católica y le recomendó que el mes de Mayo fuera celebrado con mayor fervor en
honor de la Madre de Dios. Catalina creyó siempre que el niño que la había
guiado era su ángel de la guarda.
Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830.
Estando por la noche en la capilla, de pronto vio que la Stma. Virgen se le
aparecía totalmente resplandeciente, derramando de sus manos hermosos rayos de
luz hacia la tierra. Y le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora,
así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por
un lado las iniciales de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase "Oh
María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti". Y le
prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa
oración.
Catalina le contó a su confesor esta aparición, pero él no le creyó.
Sin embargo, el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita era
sumamente santa, y se fue donde el Sr. Arzobispo a consultarle el caso. El Sr.
Arzobispo le dio permiso para que hicieran las medallas, y entonces empezaron
los milagros.
Las gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la
medalla con devoción y rezaban la oración "Oh María sin pecado concebida,
ruega por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían favores formidables, y
todo el mundo comenzó a pedir la medalla y a llevarla. Hasta el emperador de
Francia la llevaba y sus altos empleados también.
En París había un masón muy alejado de la religión. La hija de este
hombre obtuvo que él aceptara colocarse al cuello la Medalla de la Virgen
Milagrosa, y al poco tiempo el masón pidió que lo visitara un sacerdote,
renunció a sus errores masónicos y terminó sus días como creyente católico.
Catalina le preguntó a la Stma. Virgen por qué de los rayos luminosos
que salen de sus manos, algunos quedan como cortados y no caen en la tierra.
Ella le respondió: "Esos rayos que no caen a la tierra representan los
muchos favores y gracias que yo quisiera conceder a las personas, pero se
quedan sin ser concedidos porque las gentes no los piden". Y añadió:
"Muchas gracias y ayudas celestiales no se obtienen porque no se
piden".
Después de las apariciones de la Stma. Virgen, la joven Catalina
vivió el resto de sus años como una cenicienta escondida y desconocida de
todos. Muchísimas personas fueron informadas de las apariciones y mensajes que
la Virgen Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de 130.000
medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito narrando lo
que la Virgen Santísima había venido a decir y prometer, pero sin revelar el
nombre de la monjita que había recibido estos mensajes, porque ella le había
hecho prometer que no diría a quién se le había aparecido. Y así mientras esta
devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento
barriendo, lavando, cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más
humilde e ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente
maltratos y humillaciones.
En 1842 sucedió un caso que hizo mucho más popular la Medalla
Milagrosa y sucedió de la siguiente manera: el rico judío Ratisbona, fue
hospedado muy amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único
pago de sus muchas atenciones, le pidió que llevara por un tiempo al cuello la
medalla de la Virgen Milagrosa. Él aceptó esto como un detalle de cariño hacia
sus amigos, y se fue a visitar como turista el templo, y allí de pronto frente
a un altar de Nuestra Señora vio que se le aparecía la Virgen Santísima y le
sonreía. Con esto le bastó para convertirse al catolicismo y dedicar todo el
resto de su vida a propagar la religión católica y la devoción a la Madre de
Dios. Esta admirable conversión fue conocida y admirada en todo el mundo y
contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también la
Medalla de Nuestra Señora (lo que consigue favores de Dios no es la medalla,
que es un metal muerto, sino nuestra fe y la demostración de cariño que le
hacemos a la Virgen Santa, llevando su sagrada imagen).
Desde 1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, fecha de su muerte,
Catalina estuvo en el convento sin que nadie se le ocurriera que ella era a la
que se le había aparecido la Virgen María para recomendarle la Medalla
Milagrosa. En los últimos años obtuvo que se pusiera una imagen de la Virgen
Milagrosa en el sitio donde se le había aparecido (y al verla, aunque es una
imagen hermosa, ella exclamó: "Oh, la Virgencita es muchísimo más hermosa
que esta imagen").
Al fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo
confesor, Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo
detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la Virgen.
Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó a sus funerales (quien se
humilla será enaltecido).
Poco tiempo después de la muerte de Catalina, fue llevado un niño de
11 años, inválido de nacimiento, y al acercarlo al sepulcro de la santa, quedó
instantáneamente curado.
En 1947 el santo Padre Pío XII declaró santa a Catalina Labouré, y
con esa declaración quedó también confirmado que lo que ella contó acerca de
las apariciones de la Virgen sí era Verdad.
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