7 DE NOVIEMBRE – LUNES
32 – SEMANA DEL T. O.-C
SAN LÁZARO, confesor
Evangelio según san Lucas 17, 1-6
En
aquel tiempo, Jesús dijo a sus
discípulos:
"Es inevitable que sucedan escándalos;
pero, ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos
pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y
lo arrojasen al mar.
Tened cuidado. Si tu hermano
te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en
un día, y siete veces vuelve a decirte: "lo siento", lo
perdonas".
Los apóstoles le pidieron al Señor: "Auméntanos
la fe".
El Señor contestó:
"Si tuvierais fe como un granito de
mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar",
y os obedecería'.
1.
Estas palabras de Jesús recogen tres temas importantes. El
primero, es el escándalo. Jesús censura con severidad a los
que "escandalizan".
El verbo griego skandalizein, cuya raíz
significa en Aristóteles "el resorte de una ratonera", pasó a tener este
sentido: ser "causa de ruina para alguien" (G. Stáhlin).
Pero Jesús concreta más. Y ve la máxima
gravedad en quienes escandalizan a los
"pequeños".
En el Reino de Dios, los privilegiados son
los "pequeños" ("mikroi"), a los que Dios prefiere sobre
los "grandes", los poderosos
(Nt 11, 11 par; Lc 7, 28; 9, 48). Así debería ser en la Iglesia.
Pero sabemos que eso no es así. Porque en ella, con frecuencia, precisamente
los "grandes" son los
responsables de la pérdida de la fe para los "pequeños", los insignificantes.
Jesús no tolera eso.
2.
El segundo tema es el perdón
mutuo. Jesús les pide a sus discípulos que siempre,
absolutamente siempre y pase lo que
pase, tienen que estar dispuestos a perdonar.
Perdonar no es hacerse insensible ante
las ofensas de los demás. Perdonar es no
desea mal alguno a nadie. Y no hacer daño a nadie. Ahora es frecuente oír, a quienes
han sufrido alguna agresión, que hay que exigir justicia, porque el ofendido no
olvida ni perdona la ofensa recibida. Escuchar palabras de generoso perdón es, más bien, cosa poco
frecuente. Porque los criterios del Evangelio ya no impregnan el tejido social. Ni el Evangelio
suele ser el distintivo de quienes, por otra parte, decimos que somos "creyentes
en Jesucristo".
Ocurre
que se puede "creer en
Nuestro
Señor
Jesucristo", pero "no creer en Jesús", el inquietante Jesús del
Evangelio.
3.
El tercer tema es la fe. Para Jesús, la fe no consiste en aceptar
las ideas de un "credo".
La fe de los evangelios es la
"seguridad-confianza" en la fuerza que tiene el Evangelio.
¿Para qué? Los textos paralelos de
Marcos y Mateo hablan de la fe para trasladar a "esa
colina" (Mc 11, 22-23; Mt 21, 21). Jesús se refería a una colina concreta ("esa").
¿De qué colina hablaba Jesús? Si, como
parece lo más seguro, Jesús dijo estas palabras
al pie de la colina donde estaba el Templo de Jerusalén, la afirmación de Jesús
es terrible. Porque viene a decir: "si tuvierais fe de verdad, la fe
acabaría con todo este solemne tinglado del Templo, sus ceremonias, rituales y
funcionarios".
O sea, la fe que enseña Jesús, cuando
es auténtica, derriba el gran tinglado que utiliza
la religión, no para
lograr que la gente sea más "honrada", sino más "sumisa" a
los oscuros intereses de este tipo de religión y sus dirigentes.
SAN LÁZARO, confesor
patronazgo:
patrono de pintores.
Lázaro,
natural de Armenia, llegó desde muy joven a Constantinopla, donde se hizo
monje. Aparte de practicar todos los ejercicios de la vida monástica, aprendió
la pintura, un arte que era motivo de alto honor en los claustros, sobre todo
después de que los iconoclastas declararan la guerra a las imágenes de santos.
La reputación que adquirió Lázaro en su oficio motivó la persecución de que fue
objeto. En el 829, el emperador Teófilo había sucedido a su padre, Miguel el Tartamudo;
desde el comienzo de su reinado, decretó la pena de muerte para todos los
pintores cristianos que se negasen a romper, desgarrar o pisotear las pinturas
de los santos. Al poco tiempo, hizo traer a su presencia al monje Lázaro para
obligarle a ejecutar su mandato; al principio creyó poderlo convencer con
buenas maneras, pero como no obtuvo ningún resultado, echó mano de los métodos
violentos. Los tormentos infligidos a Lázaro fueron particularmente crueles y
se creyó que iba a expirar por la violencia de los suplicios. Con el cuerpo
desgarrado, cubierto de llagas y quemaduras, fue arrojado a una charca inmunda,
y abandonado allí para que muriese; pero al poco tiempo se anunció a Teófilo
que el monje había recuperado las fuerzas y había reanudado su tarea de pintar
cuadros religiosos. El emperador Teófilo mandó entonces que le quemaran las
palmas de las manos con hierros candentes, Lázaro soportó este nuevo tormento,
sin dar muestras de dolor o de impaciencia; sin embargo, cuando el calor había
consumido la carne de sus manos hasta los huesos, cayó al suelo y pareció
desmayado. La emperatriz Teodora, cuyas virtudes se pusieron a prueba por la
impiedad de su marido, aprovechó esta circunstancia para hacer que dejaran en
libertad a Lázaro. Ella misma ocultó al monje en la iglesia de San Juan
Bautista y se preocupó de que le curaran las heridas. Al cabo de algún tiempo,
Lázaro quedó nuevamente restablecido y, como una muestra de su agradecimiento
pintó un hermoso cuadro con la imagen del santo Precursor; esa pintura, muy
estimada, fue el instrumento de que Dios se valió para obrar muchos milagros.
Al morir Teófilo, en el 842, la
emperatriz Teodora y su hijo, el emperador Miguel III, restablecieron el culto
a las santas imágenes, hicieron volver del exilio y salir de la prisión a todos
los que habían sufrido castigos por esta causa. Lázaro pintó la imagen del
Salvador y la expuso a la veneración pública y, después, ya no pensó más que en
santificarse en el retiro de su monasterio y en ejercer su ministerio de sacerdote,
sacramento que le fue conferido por entonces. Teodora le visitó para pedirle
que perdonara a su difunto marido y le recomendó que lo tuviese presente en sus
oraciones; parece que el santo monje Lázaro respondió que ya era demasiado
tarde para cambiar las decisiones de la justicia divina en favor del
infortunado emperador.
En el año 856, el emperador
Miguel III sacó a Lázaro de su claustro y lo envió como embajador ante el papa
Benedicto III, luego de cargarle con ricos presentes para el Pontífice
recientemente elegido. Al tiempo que cumplía con su misión, san Lázaro hacía
gestiones ante el Papa para buscar los medios de afirmar la fe católica, hacer
que desaparecieran los restos de las herejías y propiciar la unión de las
Iglesias. Las otras actividades de este santo monje no fueron registradas; el
resto de su existencia transcurrió en la quietud del claustro. Se dice que
hacia el año 867 fue enviado a Roma por segunda vez y que murió en el camino,
sin que se pueda precisar la fecha.
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