11 DE MAYO - JUEVES
4ª - SEMANA DE PASCUA
Evangelio según san Juan 13, 16-20
Cuando Jesús acabó de lavar los pies a sus discípulos, les dijo:
"Os aseguro: el criado no es más que su
amo, ni el enviado es más que el que lo envía.
Puesto que sabéis esto,
dichosos vosotros si lo ponéis en práctica. No lo digo por todos vosotros; yo
sé bien a quiénes he elegido, pero tiene que cumplirse la Escritura:
"El que compartía mi pan me ha traicionado".
Os lo digo ahora, antes de que suceda, para
que cuando suceda creáis que yo soy.
Os lo aseguro:
El que recibe a mi
enviado, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, recibe al que me ha
enviado".
1. Al lavar los pies a los discípulos, Jesús no
se limitó a hacer un acto de humildad.
Lo que hizo Jesús, con aquel gesto, tiene un alcance que seguramente no imaginamos.
Lavar los pies era tarea de esclavos y mujeres, es decir, lo propio de quienes
carecían de derechos. Era, pues, oficio
de los últimos de este mundo. Y eso justamente es lo que Jesús les dice a los discípulos que
tienen que hacer ellos también: ir por la vida sin pretender jamás ser los
primeros, ni estar por encima de nadie, ni gozar de privilegios que otros no
tienen.
Todo lo contrario: el
discípulo de Jesús se tiene que caracterizar por vivir y portarse como un
sirviente, más aún, como un esclavo.
2. Se trata, por tanto, de un proyecto de vida que
resulta duro. De ahí que Jesús lo justifica echando mano del argumento más
fuerte que tenía a mano. Jesús repite
aquí un razonamiento que ya estaba recogido en los evangelios sinópticos:
"El que a vosotros recibe, acoge o escucha, a mí me recibe y, en
definitiva, a Dios".
Los textos, en este
sentido, son coincidentes:
1) El que acoge a un
niño, acoge a Jesús y, en definitiva, a Dios (Mc 9, 37; Mt 18, 5).
2) El que escucha a
los discípulos, escucha a Jesús y, en definitiva, a Dios (Lc 10, 16; 9, 48).
3) El que recibe a
uno cualquiera, recibe a Jesús y, en definitiva, a Dios (Jn 13, 20).
En estos textos se
utilizan los verbos acoger, rechazar, recibir, escuchar, que indican la
secuencia de identificación: Dios = Jesús = ser humano (J.
M.
Castillo).
3. En consecuencia, lo que Jesús les dice a los
discípulos, después de hacer con ellos el oficio de esclavo, es que, si van por
la vida haciendo eso, en
definitiva irán haciendo lo que hizo Jesús.
Pero no solo eso.
Porque, además, se trata de que el comportamiento que tengan, con cualquier ser
humano, será el comportamiento que van a tener con Jesús y con Dios.
Se confirma así que,
efectivamente, Dios (por medio de Jesús) se ha fundido con todo ser humano.
4. Seguramente la consecuencia práctica y más
concreta, que se puede deducir de este evangelio, consiste en comprender y
practicar una cosa sencilla y sumamente exigente: nadie ve a Dios, ni oye a
Dios, ni puede saber si Dios está o no está contento con mi vida y mi conducta.
Pero lo que, sin duda alguna, vemos, oímos y sabemos es cómo se sienten los
demás con mi comportamiento.
Lo estamos experimentando y palpando a todas
horas. Las personas que me conocen y
que conviven conmigo,
¿cómo se sienten por causa
de lo que yo hago y digo?
Pues así se siente
Dios conmigo.
SAN FRANCISCO GERONIMO,
presbítero
San
Francisco nació en Grottaglie, cerca de Taranto, el 17 de diciembre de 1642.
Este
elocuente misionero jesuita se distinguió por su ilimitado celo en favor de la
conversión de los pecadores y por su amor a los pobres, los enfermos y los
oprimidos. Los habitantes de las dos Sicilias le veneran como «el apóstol de Nápoles».
Francisco era el mayor de siete hermanos; había nacido en Grottaglie, cerca de
Taranto, en 1642. Después de hacer su primera comunión, a los doce años,
ingresó en la casa de unos sacerdotes diocesanos de la localidad que vivían en
comunidad. Los buenos padres cayeron pronto en la cuenta de que Francisco no
era un niño ordinario; primero le confiaron el cuidado de la iglesia, después
le dedicaron a la catequesis y, finalmente, le concedieron la tonsura a los
dieciséis años de edad. Francisco fue a Nápoles a estudiar derecho civil y
canónico, acompañado por su hermano, que iba a estudiar pintura. En 1666,
recibió Francisco la ordenación sacerdotal; para ello hubo de obtener una
dispensa, pues aún no había cumplido los veinticuatro años. Durante los cinco
años siguientes, enseñó en el «Collegio dei Nobili», que los jesuitas tenían en
Nápoles. La mejor prueba de la veneración que le profesaban sus discípulos es
que le llamaban «el santo sacerdote». A los veintiocho años, Francisco
consiguió vencer la oposición de sus padres e ingresó en la Compañía de Jesús.
En el
primer año de su noviciado, los superiores le sometieron a pruebas
excepcionales; en ellas dio tales muestras de virtud que, en cuanto terminó el
noviciado, le enviaron a ayudar al célebre predicador Agnello Bruno en su
trabajo misional. De 1671 a 1674, los dos misioneros trabajaron
infatigablemente; el éxito que tuvieron entre los campesinos de Otranto fue
enorme. A Francisco se le envió entonces a terminar sus estudios de teología,
al término de los cuales hizo la profesión. Los superiores le nombraron
predicador en la iglesia del Gesú Nuovo, de Nápoles. Francisco se ofreció para
ir al Japón, pues se hablaba entonces de enviar un contingente de misioneros al
Extremo Oriente, donde se había exterminado a todos los predicadores del
Evangelio; pero sus superiores le respondieron que Nápoles era para él un
verdadero Japón. En efecto, la ciudad iba a ser el escenario de la incansable
labor del santo, hasta su muerte, durante los cuarenta años que Dios le iba a
conceder todavía en este mundo.
Desde el
primer momento, la predicación de Francisco le conquistó gran popularidad. Los
resultados que obtuvo fueron tan notables, que pronto empezó a preparar a otros
misioneros para la tarea. Predicó por lo menos cien misiones en las regiones de
los alrededores, pero los habitantes de Nápoles no le dejaban ausentarse por
mucho tiempo. A donde quiera que iba, su confesionario y las iglesias en que
predicaba estaban siempre llenos. Se
dice que por lo menos cuatrocientos pecadores endurecidos se reconciliaban
anualmente con la Iglesia, gracias a sus esfuerzos. Francisco visitaba las
prisiones, los hospitales y aun las galeras; en una de ellas, que pertenecía a
la flota española, convirtió a veinte prisioneros turcos. Ni siquiera vacilaba
en seguir a los pecadores hasta los antros del vicio, donde algunas veces fue
brutalmente maltratado. Con frecuencia predicaba en las calles, según la
inspiración del momento. En cierta ocasión, en medio de una furiosa tempestad
que se desató durante la noche, se sintió irresistiblemente movido a salir a
predicar en un barrio aparentemente desierto. Al día siguiente, se presentó en
su confesionario una joven de mala vida que se había sentido tocada por la
gracia al oír, desde su ventana, la conmovedora predicación de san Francisco.
Sus penitentes pertenecían a todas las clases sociales. Tal vez la más notable
de ellas era una francesa llamada María Elvira Cassier, quien había asesinado a
su padre y había servido en el ejército español, disfrazada de hombre. El santo
la movió a penitencia y, con su dirección, la condujo a un alto grado de
perfección.
A la
elocuencia de san Francisco se añadía la fama de sus milagros; pero él negaba
siempre que Dios le hubiese concedido poderes sobrenaturales y atribuía todos
sus milagros a la intercesión de san Ciro (31 de enero), de quien era muy
devoto. San Francisco murió a los setenta y cuatro años de edad, al cabo de una
penosa enfermedad. Fue sepultado en la iglesia de los jesuitas de Nápoles,
donde se hallan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1839. Se
conserva todavía el interesante documento que el santo escribió a sus
superiores para darles cuenta de las extraordinarias manifestaciones de la
gracia que había visto en sus cincuenta años de misionero.
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