30 de MAYO - MARTES
7ª - SEMANA DE PASCUA – A
Evangelio según san Juan 17, 1-11a
En aquel
tiempo, Jesús levantando los ojos al cielo, dijo:
"Padre,
ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y,
por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que
le confiaste.
Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Yo te he
glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora,
Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes
que el mundo existiese.
He manifestado tu Nombre a los hombres que me
diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado
tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti; porque
yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y
han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has
enviado.
Te ruego
por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste y son tuyos.
Sí, todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no
voy a estar en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras que yo voy a
ti".
1. Esta profunda y prolongada oración, que el
evangelio de Juan pone en boca de Jesús inmediatamente antes de la pasión y
muerte del Señor, es ante todo una profunda y firme afirmación de la
identificación de Jesús con el
Padre. De forma que se advierte claramente la
intención del evangelista de repetir, insistir y remachar la idea capital que
recorre todo el IV evangelio: la idea que afirma y deja clara la presencia de
Dios en Jesús.
Lo que hacía y decía Jesús
es lo que Dios hace y dice. En Jesús vemos y oímos a Dios. En Jesús palpamos lo
que Dios quiere y espera de nosotros.
2. Esto ha de suponer, para los discípulos, un
sentimiento constante y una experiencia honda de seguridad, de paz, de
esperanza, con la consiguiente motivación de seguir el camino trazado por Jesús
y mantenerse firme en él.
Esto es capital. Porque
la fe es un acto libre. Y si es libre, eso significa que no depende de la evidencia,
sino de la aceptación del creyente.
Pero, al ser una aceptación
libre, es igualmente una aceptación que siempre llevará una fuerte carga de
inseguridad.
No tengamos miedo a las
dudas y a las oscuridades en la vida de fe. Eso también es constitutivo de la
existencia de la persona creyente
en Jesús
y en Dios.
3. Por el contrario, la plegaria de Jesús marca
las diferencias: mientras que sitúa a los discípulos en su misma hoja de ruta, el
"mundo", el sistema establecido, el "orden" presente, todo
eso es algo que le interesa tan poco a Jesús, que ni pide a Dios por ello. Todo
eso no tiene arreglo. No vale la pena pedir que eso cambie o se mejore. Lo que
hay que hacer es desentenderse de semejante camino de perversión,
deshumanización y maldad.
SAN FERNANDO – III, Rey
(1198-1252)
San Fernando (1198? - 1252) es, sin hipérbole,
el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el
XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la
más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos
que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los
injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales
en los dones y virtudes humanos.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de
Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en
todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes
a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo
terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas
de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de
Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores
tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una
primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando
planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras
mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en
su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue
tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos.
Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de
guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de
franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados.
Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como
lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico,
literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de
su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados.
Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de
doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; más prescindió de válidos.
Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los
caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política
nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de
Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor
de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de
legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar
las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la
negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio
atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en
los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña
Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles
que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de
sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida
cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció
la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que
necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de
desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal,
ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno,
enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de
corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado
caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo
que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los
guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de
sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de logar que algunos
príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada
parecido hemos leído de reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del
Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con
sentido político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A
sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban
antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo
XLI «el santo et bienauenturado rey Don Fernando».
* * *
Más que el consorcio de un rey y un santo en
una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un
hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue mortificado y penitente, como todos los
santos; pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda
finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica; es el relato
documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada
al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y
sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los
historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales.
Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para
dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto,
sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos
de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos
veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero
gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por
misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un
matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio
III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso
VIII, el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una
hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los
cronistas describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta» (optima,
pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico
Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a
casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En
medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le
aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el
segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla,
madre de San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar
si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de
León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres),
habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso
lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de
los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.
* * *
Santo seglar lleno además de atractivos
humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual
retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador.
Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad
del hogar y de la corte.
San Fernando era lo que hoy llamaríamos un
deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador.
Buen jugador a las damas y al ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era buen cantor. Todo
esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo.
Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música
rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la
parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el
infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos
suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen
algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición
poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien
nos dice: «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey
Fernando».
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia
de porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de
conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento.
Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo.
El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores
catedrales.
A un género superior de elegancia pertenece la
menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable,
debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de
a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los
caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por
los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su
rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del
alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y
caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los
automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un
Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a
lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la
Corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el
ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de
virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de
noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las
Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada
que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel
novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al
matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres
modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también
caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos
que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al
que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran
señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran,
dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.
* * *
De su reinado queda la fama de las conquistas,
que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la
guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el
Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones
o «cabalgadas» de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el
país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las
coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las
grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el
ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los
plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No
lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus
relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las
recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión
de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su
administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades
conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su
protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente
ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún ilustre
historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero
a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. «San
Fernando –dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico– practica
desde el comienzo una política de lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una
política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par». Lo
subraya en su puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la reconquista
patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su
aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá
en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se
presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey
de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y
bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre
cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No
sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones
con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un
legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el África una faz
distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte,
se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de
Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones
de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas
Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado «atleta de Cristo» y «campeón
invicto de Jesucristo». Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado
de la cristiandad y al espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura que ha
robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede
asegurar con toda verdad –se aventura a decir el mesurado Feijoo– que en otra
nación alguna non est inventus similis illi [no se ha encontrado ninguno
semejante a él].
Efectivamente, parece puesto en la historia
para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de
depresión espiritual.
Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando
bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio
de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?
Cuando, guardando luto en Benavente por la
muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto
nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba,
levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando,
como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir
delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: «irruit... Domini Spiritus in
rege». Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad
santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo
heredero ni al conocer la muerte de su madre.
Diligencia significa literalmente amor, y
negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro
modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad
operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello,
ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el
fondo tan elocuente como éste: «no conoció el vicio ni el ocio».
Esa diligencia estaba alimentada por su
espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar
la ayuda de Dios sobre su pueblo. «Si yo no velo –replicaba a los que le pedían
descansase–, ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de
todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y
a la Virgen María.
A imitación de los caballeros de su tiempo,
que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por
una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la
venerable «Virgen de las Batallas» que se guarda en Sevilla. En campaña rezaba
el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen
patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante
el asedio de Sevilla; es la «Virgen de los Reyes», que preside hoy una
espléndida capilla en la catedral sevillana. Renunciando a entrar como vencedor
en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el
cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su
devoción mariana. Florida y regalada herencia.
La muerte de San Fernando es una de las más
conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello,
pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus
deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias.
Con razón dice Menéndez Pelayo: «El tránsito de San Fernando oscureció y dejó
pequeñas todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal fue la vida exterior
del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría
hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales
coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y
anunciaron sus victorias?»
San Fernando quiso que no se le hiciera
estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y
hebreo este epitafio impresionante:
«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor
de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de
Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más
verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más
granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el
que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos,
é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que
es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era
de mil et CC et noventa años.»
Que San Fernando sea perpetuo modelo de
gobernantes e interceda porque el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente
santificado en nuestra Patria.
José M.ª Sánchez de Muniáin,
San Fernando III de Castilla y León,
en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184),
1959, pp. 523- 531.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario