lunes, 22 de mayo de 2017

Párate un momento: El Evangelio del dia 23 DE MAYO - MARTES – 6ª -SEMANA DE PASCUA – A SAN LUCIO Y COMPAÑEROS MÁRTIRES





23  DE MAYO  -  MARTES –
6ª -SEMANA   DE  PASCUA – A

Evangelio según san Juan 16,5-11
       En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
"Me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿a dónde vas?' Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando venga, dejará convicto al mundo por ¡aprueba de un pecado, de una justicia, de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo está condenado".

1.  Jesús se ha despedido de los discípulos, sus amigos entrañables, casi lo único que le quedaba en este mundo. Y casi lo único también que ellos tenían. Por eso se comprende que "la tristeza llenara el corazón" de aquellos hombres.  Una tristeza tan honda, que los dejó sin habla. Hasta el extremo de que ni siquiera tuvieron la libertad o el atrevimiento de preguntarle "¿a dónde vas?"
Por eso Jesús sale al paso de aquella embarazosa situación. Y aclara las cosas con una afirmación sorprendente.

2.  En efecto, Jesús les dice: "os conviene que yo me vaya". Es decir, Jesús les asegura que, no solo era bueno que él se quitara de en medio, sino que, además, eso era lo que les convenía. ¿Por qué?
El propio Jesús responde: "si me voy, os lo enviaré".
¿Qué les iba a enviar?
Al Espíritu de Dios, el Defensor que
estaría siempre con ellos y los sabría conducir por la vida.
En efecto, cuando el evangelio de Juan relata la muerte de Jesús, o sea, el momento en que se
va de este mundo, ese momento se describe diciendo que Jesús, "inclinando la cabeza, entregó el Espíritu" (klínas ten kephalén parédoken to pneúma) (Jn 19, 30 b).
Es decir, justamente en el momento de irse de este mundo, Jesús entregó el Espíritu a los suyos, a la Iglesia, al mundo.

3.  Por lo tanto, el evangelio de Juan adelanta el acontecimiento de Pentecostés. Para este evangelio, en efecto, la venida del Espíritu se produjo el mismo Viernes Santo, en el instante mismo de la muerte. Porque, en realidad, fue el fruto de la muerte. Ya que la muerte de Cristo no consistió simplemente en que "exhaló el último aliento", sino en que "entregó el espíritu".
Un Espíritu que se ha de transcribir con mayúscula. Porque no fue entregar solamente  el
aliento de "su" vida, sino darnos a todos el aliento y la fuerza de toda vida: la vida en su plenitud, en su totalidad; la vida sin límites.
La vida que todo lo invade y todo lo llena. Eso es el Espíritu de Dios.
Verdaderamente, nos convenía que Jesús se fuera. Porque, al irse, nos entregó esta fuerza inmensa de vida.

4.  En definitiva, Jesús viene a decir que lo mejor, para sus discípulos y seguidores, es que nuestra vida sea guiada, acompañada, orientada por el Espíritu. Y esto es cierto hasta tal punto, que la presencia del Espíritu es mejor, más conveniente, más importante y más determinante, que la presencia de Jesús. ¿Por qué?
Porque Jesús estaría presente en un sitio determinado, pero no podría en todo el mundo, en todo ser humano, en todas las situaciones... Tenemos, pues, el recuerdo (la memoria) de Jesús. Y la presencia del Espíritu. Así, la memoria de Jesús y la fuerza del Espíritu, he ahí los dos pilares de nuestra existencia y nuestra eficacia.

SAN  LUCIO  Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
En la persecución arriana del emperador Constancio, Andrianópolis. 349. San Lucio fue elevado a la sede de Adrianópolis en Mancedonia, después de la muerte de San Eutropio, que había sido desterrado a la antigua Galia (Francia) por predicar contra los arríanos.
Lucio no fue menos valeroso que su predecesor en defender la divinidad de Nuestro Señor y también lo desterraron. Regresó a su sede, donde encontró que le habían levantado vergonzosas calumnias y volvió a ser expulsado. Fue a Roma para defender su inocencia y allí encontró a San Pablo, obispo de Constantinopla, y al gran San Atanasio, ambos desterrados como él.
Murió en la prisión a causa del trato que había recibido. La suerte de su amigo hizo gran impresión en San Atanasio, quien, en más de uno de sus escritos, trata de la constancia y valor de San Lucio y de los otros mártires de Adrianópolis.








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