23 DE MAYO
- MARTES –
6ª -SEMANA DE
PASCUA – A
Evangelio
según san Juan 16,5-11
En aquel tiempo, dijo Jesús a
sus discípulos:
"Me
voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿a dónde vas?' Sino
que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo,
lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando
venga, dejará convicto al mundo por ¡aprueba de un pecado, de una justicia, de
una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me
voy al Padre y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo
está condenado".
1. Jesús se ha despedido de los discípulos, sus
amigos entrañables, casi lo único que le quedaba en este mundo. Y casi lo único
también que ellos tenían. Por eso se comprende que "la tristeza llenara el
corazón" de aquellos hombres. Una
tristeza tan honda, que los dejó sin habla. Hasta el extremo de que ni siquiera
tuvieron la libertad o el atrevimiento de preguntarle "¿a dónde vas?"
Por eso Jesús sale al
paso de aquella embarazosa situación. Y aclara las cosas con una afirmación
sorprendente.
2. En efecto, Jesús les dice: "os conviene
que yo me vaya". Es decir, Jesús les asegura que, no solo era bueno que él
se quitara de en medio, sino que, además, eso era lo que les convenía. ¿Por
qué?
El propio Jesús
responde: "si me voy, os lo enviaré".
¿Qué les iba a
enviar?
Al Espíritu de Dios,
el Defensor que
estaría siempre con ellos y los sabría conducir
por la vida.
En efecto, cuando el
evangelio de Juan relata la muerte de Jesús, o sea, el momento en que se
va de este mundo, ese momento se describe diciendo
que Jesús, "inclinando la cabeza, entregó el Espíritu" (klínas ten
kephalén parédoken to pneúma) (Jn 19, 30 b).
Es decir, justamente
en el momento de irse de este mundo, Jesús entregó el Espíritu a los suyos, a
la Iglesia, al mundo.
3. Por lo tanto, el evangelio de Juan adelanta
el acontecimiento de Pentecostés. Para este evangelio, en efecto, la venida del
Espíritu se produjo el mismo Viernes Santo, en el instante mismo de la muerte.
Porque, en realidad, fue el fruto de la muerte. Ya que la muerte de Cristo no
consistió simplemente en que "exhaló el último aliento", sino en que
"entregó el espíritu".
Un Espíritu que se ha
de transcribir con mayúscula. Porque no fue entregar solamente el
aliento de "su" vida, sino darnos a
todos el aliento y la fuerza de toda vida: la vida en su plenitud, en su
totalidad; la vida sin límites.
La vida que todo lo
invade y todo lo llena. Eso es el Espíritu de Dios.
Verdaderamente, nos
convenía que Jesús se fuera. Porque, al irse, nos entregó esta fuerza inmensa
de vida.
4. En definitiva, Jesús viene a decir que lo
mejor, para sus discípulos y seguidores, es que nuestra vida sea guiada,
acompañada, orientada por el Espíritu. Y esto es cierto hasta tal punto, que la
presencia del Espíritu es mejor, más conveniente, más importante y más
determinante, que la presencia de Jesús. ¿Por qué?
Porque Jesús estaría
presente en un sitio determinado, pero no podría en todo el mundo, en todo ser
humano, en todas las situaciones... Tenemos, pues, el recuerdo (la memoria) de
Jesús. Y la presencia del Espíritu. Así, la memoria de Jesús y la fuerza del
Espíritu, he ahí los dos pilares de nuestra existencia y nuestra eficacia.
SAN LUCIO
Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
En la persecución arriana del emperador
Constancio, Andrianópolis. 349. San Lucio fue elevado a la sede de Adrianópolis
en Mancedonia, después de la muerte de San Eutropio, que había sido desterrado
a la antigua Galia (Francia) por predicar contra los arríanos.
Lucio no fue menos valeroso que su predecesor en
defender la divinidad de Nuestro Señor y también lo desterraron. Regresó a su
sede, donde encontró que le habían levantado vergonzosas calumnias y volvió a
ser expulsado. Fue a Roma para defender su inocencia y allí encontró a San
Pablo, obispo de Constantinopla, y al gran San Atanasio, ambos desterrados como
él.
Murió en la prisión a causa del trato que había
recibido. La suerte de su amigo hizo gran impresión en San Atanasio, quien, en
más de uno de sus escritos, trata de la constancia y valor de San Lucio y de
los otros mártires de Adrianópolis.
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