14 de MAYO – MARTES –
4ª – SEMANA DE PASCUA – C –
Lectura
del libro de los Hechos de los apóstoles (11,19-26):
EN aquellos días, los que
se habían dispersado en la persecución provocada por lo de Esteban llegaron
hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la palabra más que a los
judíos. Pero algunos, naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía,
se pusieron a hablar también a los griegos, anunciándoles la Buena Nueva del
Señor Jesús. Como la mano del Señor estaba con ellos, gran número creyó y se
convirtió al Señor.
Llegó
la noticia a oídos de la Iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé a
Antioquía; al llegar y ver la acción de la gracia de Dios, se alegró y
exhortaba a todos a seguir unidos al Señor con todo empeño, porque era un
hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Y una multitud considerable se
adhirió al Señor.
Bernabé
salió para Tarso en busca de Saulo; cuando lo encontró, se lo llevó a
Antioquía. Durante todo un año estuvieron juntos en aquella Iglesia e
instruyeron a muchos. Fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos
fueron llamados cristianos.
Palabra
de Dios
Salmo:
86,1-3.4-5.6-7
R/.
Alabad al Señor, todas las naciones
Él la ha cimentado sobre
el monte santo;
y el Señor prefiere las
puertas de Sión
a todas las moradas de
Jacob.
¡Qué pregón tan glorioso
para ti,
ciudad de Dios! R/.
«Contaré a Egipto y a Babilonia
entre mis fieles;
filisteos, tirios y
etíopes
han nacido allí».
Se dirá de Sión: «Uno
por uno
todos han nacido en
ella;
el Altísimo en persona
la ha fundado». R/.
El Señor escribirá en el
registro de los pueblos:
«Éste ha nacido allí».
Y cantarán mientras
danzan:
«Todas mis fuentes están
en ti». R/.
Lectura
del evangelio según san Juan (10,22-30):
SE celebraba en Jerusalén
la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el
templo por el pórtico de Salomón.
Los
judíos, rodeándolo, le preguntaban:
«¿Hasta
cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente».
Jesús
les respondió:
«Os
lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan
testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis
ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la
vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo
que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar
nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
Palabra
del Señor
1.
Los dirigentes judíos le piden a Jesús que les hable claramente y les
diga,
de una vez, si él es el Mesías. Jesús no
responde ni con un "sí" ni con un "no".
La respuesta de Jesús es decirles que se fijen
en las "obras" que él hace. El
signo de autenticidad y la prueba de
credibilidad, que da Jesús, no nos remite
a sus "títulos", ni a
"argumentos", ni a una "teología" bien argumentada. El
signo de autenticidad y verdad de Jesús son
sus "obras". O sea, su "conducta".
Les viene a decir: "Mirad lo que
yo hago". Eso es lo que demuestra "quién soy".
2.
Este criterio de Jesús tiene que seguir valiendo hoy. Lo cual quiere
decir
que los "hombres de Iglesia", los
pastores de la comunidad son verdaderamente tales solo cuando lo demuestran con
"sus obras" y mediante "su conducta". Nunca apelando a títulos, dignidades y nombramientos. Todo eso supone una
concepción "jurídica", no una mentalidad "evangélica".
3.
De lo dicho se sigue una consecuencia muy fuerte: el ministerio pastoral
lo tendrían que ejercer en la Iglesia quienes acrediten que están preparados
para eso "por sus obras", es decir, por "su conducta"
evangélica. Y eso solo lo pueden decir quienes los conocen de verdad.
De ahí la necesidad de que las diócesis sean mucho más pequeñas, para
que los fieles conozcan a quién pueden elegir y aceptar como pastor de la
comunidad. Así, se podría recuperar la práctica democrática que se vivió en la
Iglesia durante los primeros mil años de su existencia, hasta bien entrado el
s. XI. La Iglesia se renovará el día que funcione así.
San Matías apóstol
Fue el apóstol póstumo de Jesús, incorporado al
colegio apostólico cuando Jesús estaba ya en el cielo.
Es un apóstol al que se cita
siempre en segundo lugar, puesto humilde que se puede comprobar sin más que
abrir el misal romano por el canon. Al principio de este, en la oración de
comunión con los santos, se nombra uno por uno a los apóstoles, pero en esa lista
falta precisamente Matías, aunque se nombra a otros doce santos no apóstoles, y
se cita a Pablo juntamente con Pedro, siendo también Pablo apóstol posterior,
que no perteneció al grupo de los doce. Si queremos hallar una mención de
Matías en el canon, tenemos que buscarlo, como escondido y de incógnito,
después de Juan Bautista y Esteban Protomártir, entre una lista de santos y
santas. Un título más para que nos acordemos de este trabajador evangélico que,
al contrario que otros santos, se vio exaltado en vida y se ve humillado
después de su muerte.
Cuando se intenta trazar la
semblanza histórica de este apóstol singular, hay que limitarse a lo poco que
de él nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y lo poco que nos dicen es
contarnos su elección. Ni siquiera lo vuelven a nombrar más. Lo que de él nos
dicen escritos posteriores, aunque sean de autores calificados, no ofrece
garantías de historicidad. Y las biografías apócrifas se han encargado de
rellenar con aventuras de viajes y de milagros ese silencio de los Hechos de
los Apóstoles.
Contentémonos, pues, con abrir
por su primera página ese libro de los Hechos. Los discípulos de Jesús,
inmediatamente después de la ascensión, regresaron del monte de los Olivos a
Jerusalén. Jesús se había despedido de ellos, pero ellos creían que hasta
pronto. Tenía que volver para instaurar el reino de Israel. Hacía unos momentos
nada más que ellos le habían preguntado si era entonces cuando iba a inaugurar
su reinado, y Él se había limitado a aconsejarles que no intentasen averiguar
la hora señalada por Dios. Jesús no les había dicho que fuese a tardar mucho en
volver, y dos mensajeros celestiales les habían asegurado que, así como lo
habían visto subir al cielo, así lo verían bajar otra vez.
Con esta mentalidad, encendida de
esperanza, regresaron los discípulos a la ciudad. Pronto llegaron, pues el
monte de los Olivos no está lejos. Y cuando entraron en la capital del judaísmo
se dirigieron a una casa frecuentada por ellos y se concentraron en su cámara
alta. Jesús les había dicho que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen
allí una prodigiosa manifestación del cielo, una efusión maravillosa del
Espíritu Santo, que quizá confundieron ellos entonces con el mismo regreso de
Jesús, triunfador y glorioso, como príncipe de Israel. Y allí quedaron todos,
esperando en viva tensión el acontecimiento. Los apóstoles, once después de la
apostasía de Judas Iscariote, y las mujeres galileas que heroicamente habían
seguido a Jesús en sus correrías evangélicas. Y los parientes de Jesús, que,
por fin y gracias a la resurrección, creían ya en él; y su misma madre, María.
Y numerosos discípulos, hasta completar el número de ciento veinte, el número
que se exigía a una comunidad para que pudiese tener sinagoga propia,
Qué se hacía en aquella primera
concentración de los primeros cristianos, nos lo dice claramente el texto
sagrado: Orar. Todos perseveraban unánimes en la oración. Iban a ser los
protagonistas de un episodio decisivo para Israel. Dios iba a realizar por fin
lo tantas veces anunciado por los profetas. Pero entonces surgió una dificultad
en el mismo seno del colegio apostólico. Y a la mente de todos vino un nombre:
Judas Iscariote.
Porque Jesús había escogido doce
hombres para que fuesen sus enviados especiales, ya lo habían sido por las
aldeas galileas, y ahora no eran doce sino once. Judas se había pasado al
enemigo. Y los apóstoles tenían que ser doce cuando volviese Jesús. Él les
había dicho que, a su regreso glorioso, los doce se sentarían sobre doce tronos
para regir las doce tribus de Israel, y ahora faltaba un hombre para un trono.
El primer problema con que se enfrentó la Iglesia, apenas desaparecido Jesús,
fue buscar un sustituto del apóstata. Dentro de unos cuantos años, cuando muera
mártir el apóstol Jacobo, hijo de Zebedeo, no se planteará este problema.
Jacobo habrá cumplido hasta el fin su misión de apóstol, y Jesús se encargará
de resucitarlo cuando regrese. Pero Judas no ha cumplido su misión, y hace
falta un hombre que ocupe su puesto y la cumpla fielmente.
Los Hechos de los Apóstoles nos
ofrecen la primera alocución pontificia del primer Papa. Pedro, que siempre fue
el portavoz del pensamiento de los demás apóstoles, se levantó en medio de la
comunidad y dijo:
—Hermanos, era necesario se
cumpliese la Escritura, lo que el Espíritu Santo, por boca de David, había
predicho de Judas, que habiéndose contado entre nosotros y habiendo tenido
parte en nuestra misión, se hizo guía de los que prendieron a Jesús.
Pedro, al hablar de Judas con
tanta delicadeza, parece tener presente la advertencia de Jesús: "No
juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados". Pedro
no llama a Judas ladrón ni traidor, no lo llama deicida ni suicida, no dice que
Satanás se había apoderado de él. Y, sin embargo, Judas era el hombre a quien
Pedro podía odiar más, y Pedro era impetuoso como pocos. Pero Jesús había
enseñado la caridad fraterna que se extiende a todos, como la misericordia
divina, lo mismo a los amigos que a los enemigos, y Pedro, viviendo esa
doctrina del Evangelio, dijo solamente que "Judas se hizo guía de los que
prendieron a Jesús".
Pero no necesitaba contar a su
auditorio el desgraciado final de Judas y se abstuvo de hacer el menor
comentario, ni a título de ejemplaridad y escarmiento. Pero el autor de esta
página de los Hechos, que escribe años después para quienes quizá no recuerden
lo que sucedió, añade, como intercalando un paréntesis en las palabras de
Pedro, que Judas había adquirido un campo con el precio de su crimen, y,
habiendo caído de cabeza, reventó por medio y todas sus entrañas se
esparcieron. Y añade el escritor que el hecho fue conocido de todos los
habitantes de Jerusalén, de manera que el campo se llamó en su lengua
Jakal-Dema, es decir, Campo de Sangre, haciendo esta traducción para los
lectores de lengua griega.
El primero de los apóstoles
continuó su breve discurso diciendo:
—En el libro de los Salmos está
escrito: "Que su campamento quede desierto y no haya nadie que lo
habite". Y también: "Que otro ocupe su cargo".
Estas palabras de Pedro citando
el Salterio son versículos de dos salmos, el 69 y el 109 según la numeración
hebrea. Aunque Pedro debió hablar entonces en arameo, el escritor no pone estas
palabras en labios de Pedro según el texto hebreo, sino según la versión
griega, y con ligeras modificaciones para acomodarlas mejor al episodio, según
la costumbre que había entonces de citar la Biblia. Los dos salmos pertenecen a
la serie de los imprecatorios, maldiciones dirigidas, cuando aún no existía la
caridad cristiana, contra los enemigos del rey David. Interpretando esos
versículos como profecías, la primera se ha cumplido ya con la muerte de Judas.
Es necesario que la segunda se cumpla también, y para ello hay que proceder al
nombramiento del que le haya de sustituir en el colegio apostólico. Y Pedro
enuncia las condiciones previas para poder aspirar a ese cargo de apóstol de
Jesús. El discurso prosigue así:
—Es menester que de todos estos
hombres que se han asociado a nosotros durante todo el tiempo que con nosotros
vivió el Señor Jesús —a partir del bautismo por Juan hasta el día en que fue
separado de nosotros—, haya uno que llegue a ser, juntamente con nosotros,
testigo de su resurrección.
Para ser apóstol, dice Pedro,
hace falta haber acompañado a Jesús durante toda su vida pública, desde el
bautismo hasta la ascensión. No basta haberlo seguido en una larga serie de
jornadas evangélicas, ni haber vivido algún tiempo en intimidad con Él, ni
haber sido enviado por Él a predicar, ni siquiera haberlo visto resucitado. Un
apóstol es un testigo de Jesús, y hace falta haberle acompañado durante toda su
predicación para poder atestiguar sobre toda su doctrina, como hace falta
haberlo visto resucitado después de la crucifixión para poder ser testigo de la
legación divina de Jesús.
Puestas las condiciones, en aquel
centenar de personas se encontraron dos hombres que parecían con iguales
méritos para aspirar al apostolado. Uno era José Bar-Schabba, llamado Justos
—sobrenombre que se suele traducir equivocadamente por "el justo"—, y
el otro era Matatías, o, abreviadamente, Matías. Como el llamamiento al apostolado
no es cosa de hombres sino de Dios, Dios tendría que elegir entre aquellos dos
discípulos que parecían iguales en méritos. Y aquella incipiente comunidad
cristiana oró confiadamente: "Tú, Señor, que conoces el corazón de todos
los hombres, muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el
ministerio del apostolado el puesto que ha dejado Judas al ir a su lagar".
En esta primera súplica de la Iglesia hay una nueva muestra de la delicadeza y
caridad que hemos visto ya en Pedro. La expresión "ir a su lugar" no
significa la condenación del criminal: es una expresión acostumbrada, eufemismo
arameo, para decir simplemente que un hombre murió.
Para conocer la voluntad divina,
sin exigir de Dios una aparición ni una revelación —aun tratándose de algo tan
importante para toda la naciente Iglesia de Jesús—, decidieron echar suertes.
Es algo que hoy nos puede extrañar, pero que entonces se acostumbraba. Se
apelaba a las suertes para decidirse entre dos soluciones aparentemente
equivalentes, y en la providencia ordinaria de Dios, que decidía la suerte, se
veía la voluntad de Dios. Aquello no era fiarse de una casualidad física, sino
confiarse a la causalidad divina. Cada semana, en el templo de Jerusalén, los
sacerdotes echaban suertes para repartirse los oficios. Y el último caso que
registra la Biblia de una elección religiosa señalada por la suerte, es esta
designación de Matías como apóstol de Jesús, con idéntica categoría que los
otros once. "Y la suerte señaló a Matías, y fue uno de los doce apóstoles."
Así termina, en el libro de los
Hechos, la historia de San Matías. Nada más se vuelve a saber de él en
particular. Con esta sencillez aparece y desaparece en la documentación
histórica este apóstol póstumo, puesto siempre en segundo lugar, que ni el
canon cita entre los apóstoles ni tiene en el martirologio un día fijo para su
fiesta.
De la literatura apócrifa que
pretende narrarnos su vida, citemos solamente una frase, puesta en sus labios,
que merece salvarse por su positivo sabor evangélico. Dice así: "Si peca
el vecino de un elegido, pecó también el elegido, porque si éste se hubiera
portado según aconseja el Verbo, el vecino se hubiera avergonzado también de su
propia vida, y así no hubiera pecado".
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