21 DE FEBRERO – VIERNES –
6ª – SEMANA DEL T. O. – A –
Lectura
de la carta del apóstol Santiago (2,14-24.26):
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene
fe, si no tiene obras?
¿Es que esa fe lo podrá salvar?
Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del
alimento diario, y que uno de vosotros les dice:
«Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo
necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene
obras, por sí sola está muerta.
Alguno dirá:
«Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las
obras, te probaré mi fe.»
Tú crees que hay un solo Dios; muy bien, pero eso lo creen también los
demonios, y los hace temblar.
¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil? ¿No quedó
justificado Abrahán, nuestro padre, por sus obras, por ofrecer a su hijo Isaac en
el altar?
Ya ves que la fe actuaba en sus obras, y que por las obras la fe llegó a su
madurez.
Así se cumplió lo que dice aquel pasaje de la Escritura:
«Abrahán creyó a Dios, y esto le valió la justificación.» Y en otro pasaje
se le llama «amigo de Dios.»
Veis que el hombre queda justificado por las obras, y no por la fe sólo.
Por lo tanto, lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, también la fe
sin obras es un cadáver.
Palabra de Dios
Salmo:
111,1-2.3-4.5-6
R/.
Dichoso quien ama de corazón los mandatos del Señor
Dichoso quien teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita. R/.
En su casa habrá riquezas y abundancia,
su caridad es constante, sin falta.
En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo. R/.
Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos.
El justo jamás vacilará,
su recuerdo será perpetuo. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (8,34–9,1):
En aquel tiempo, Jesús llamó a la gente y a sus
discípulos, y les dijo:
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga.
Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida
por mí y por el Evangelio la salvará.
Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?
¿O qué podrá dar uno para recobrarla?
Quien se avergüence de mí y de mis palabras, en esta generación descreída y
malvada, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga con la
gloria de su Padre entre los santos ángeles.»
Y añadió:
«Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto
llegar el reino de Dios en toda su potencia.»
Palabra del Señor
1. El Imperio Romano controlaba con tanto esmero como
fuerza sus dominios. Por eso las legiones de Roma se empleaban a fondo para
mantener sujetos y sumisos a los pueblos en los que mandaban. Se sabe que, en
tiempo de Jesús, el hecho de morir colgado en una cruz era una posibilidad, más
aún una probabilidad, para las gentes que vivían sometidas por Roma, sobre todo
en los territorios dominados por el Imperio y en los que el malestar social y
los agitadores subversivos provocaban
movimientos de masas insatisfechas bajo el
yugo imperial.
Es conocido el dicho de Epicteto: "Si quieres ser
crucificado, espera, y vendrá la cruz".
Cosa nada extraña en la Palestina de entonces, en la
que "hacía mucho tiempo que los judíos conocían las ejecuciones en cruz
practicadas
por el poder militar romano" (J. Gnilka).
Vivir en la Galilea de entonces era peligroso, sobre
todo para un profeta itinerante que atraía a las multitudes.
2. Jesús afirma que, para seguirle, es necesario
que cada uno "renuncie a sí mismo" (aparnesástho eautón) y
"cargue con su cruz". Esta afirmación entraña un peligro: interpretar
esta propuesta de Jesús como un llamamiento a asumir una vida de sufrimiento.
Una forma de vida, basada en la mentalidad según la
cual "lo humano" es enemigo de "lo divino". Y una fe
centrada en un Dios que necesita sufrimiento y sangre para perdonar los pecados
(Heb 9, 22).
Por eso es necesario tener muy claro que el
sufrimiento, por sí mismo, no solo es inútil, sino que sobre todo es la cosa
que más desagrada a Dios.
Es verdad que hay sufrimientos que son inevitables. En
esos casos, saber aceptar la situación, soportarla y ver en ella una ocasión
para abrir el corazón a la comprensión, a la bondad son actitudes que nos
enriquecen y nos humanizan. El dolor es humano. Y Jesús fue un ser humano.
3. En todo caso, lo mejor es tener siempre muy
claro por qué mataron a Jesús en una cruz.
Tal forma de morir tuvo unas causas y unos ejecutores.
Aquello no fue un hecho inevitable. Jesús lo tuvo que soportar como
consecuencia
de
su conducta.
Jesús fue un hombre libre frente a la religión
establecida y frente al sistema dominante. Su libertad no fue una manifestación
de rebeldía sin causa. La libertad de Jesús fue una libertad al servicio de la
misericordia.
A Jesús lo mataron porque antepuso la felicidad de las
personas a todo lo demás, incluidas las amenazas de la religión. Y las
crueldades de los legionarios romanos.
Tener esa actitud en la vida ante el dolor de los
demás, eso es cargar con la cruz.
SAN PEDRO DAMIÁN, Obispo y doctor
Doctor de la Iglesia (año 1072).
Damián significa: el que doma su cuerpo. Domador de sí mismo.
San Pedro Damián fue un hombre austero y rígido que Dios envió a la
Iglesia Católica en un tiempo en el que la relajación de costumbres era muy
grande y se necesitaban predicadores que tuvieran el valor de corregir los
vicios con sus palabras y con sus buenos ejemplos. Nació en Ravena (Italia) el
año 1007.
Quedó huérfano muy pequeñito y un hermano suyo lo humilló
terriblemente y lo dedicó a cuidar cerdos y lo trataba como al más vil de los
esclavos. Pero de pronto un sacerdote, el Padre Damián, se compadeció de él y
se lo llevó a la ciudad y le costeó los estudios. En honor a su protector, en
adelante nuestro santo se llamó siempre Pedro Damián.
El antiguo cuidador de cerdos resultó tener una inteligencia
privilegiada y obtuvo las mejores calificaciones en los estudios y a los 25
años ya era profesor de universidad. Pero no se sentía satisfecho de vivir en
un ambiente tan mundano y corrompido, y dispuso hacerse religioso.
Estaba meditando cómo entrarse a un convento, cuando recibió la
visita de dos monjes benedictinos, de la comunidad fundada por el austero San
Romualdo, y al oírlos narrar lo seriamente que en su convento se vivía la vida
religiosa, se fue con ellos. Y pronto resultó ser el más exacto cumplidor de
los severísimos reglamentos de su convento.
Pedro, para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo
de su camisa correas con espinas (cilicio, se llama esa penitencia) y se daba
azotes, y se dedicó a ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que no
estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el
insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que
no le dejaba hacer nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben ser
tan exageradas, y que la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que
Dios permite que nos lleguen, y que una muy buena penitencia es dedicarse a
cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo
empeño.
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad después al dirigir
espiritualmente a otros, pues a muchos les fue enseñando que, en vez de hacer
enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, lo que hay que hacer es hacerlo
trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.
En sus años de monje, Pedro Damián aprovechó aquel ambiente de
silencio y soledad para dedicarse a estudiar muy profundamente la Sagrada
Biblia y los escritos de los santos antiguos. Esto le servirá después
enormemente para redactar sus propios libros y sus cartas que se hicieron
famosas por la gran sabiduría con la que fueron compuestas.
En los ratos en que no estaba rezando o estudiando, se dedicaba a
labores de carpintería, y con los pequeños muebles que construía ayudaba a la
economía del convento.
Al morir el superior del convento, los monjes nombraron su abad a
Pedro Damián. Este se oponía porque se creía indigno, pero entre todos lo
lograron convencer de que debía aceptar. Era el más humilde de todos, y pedía
perdón en público por cualquier falta que cometía. Y su superiorato produjo tan
buenos resultados que de su convento se formaron otros cinco conventos, y dos
de sus dirigidos fueron declarados santos por el Sumo Pontífice (Santo Domingo
Loricato y San Juan de Lodi. Este último escribió la vida de San Pedro Damián).
Muchísimas personas pedían la dirección espiritual de San Pedro
Damián. A cuatro Sumos Pontífices les dirigió cartas muy serias recomendándoles
que hicieran todo lo posible para que la relajación y las malas costumbres no
se apoderaran de la Iglesia y de los sacerdotes. Criticaba fuertemente a los
que son muy amigos de pasear mucho, pues decía que el que mucho pasea, muy
difícilmente llega a la santidad.
A un obispo que en vez de dedicarse a enseñar catecismo y a
preparar sermones pasaba las tardes jugando ajedrez, le puso como penitencia
rezar tres veces todos los salmos de la Biblia (que son 150), lavarles los pies
a doce pobres y regalarle a cada uno una moneda de oro. La penitencia era
fuerte, pero el obispo se dio cuenta de que sí se la merecía, y la cumplió y se
enmendó.
Los dos peores vicios de la Iglesia en aquellos años mil, eran la
impureza y la simonía. Muchos sacerdotes eran descuidados en cumplir su
celibato, o sea ese juramento solemne que han hecho de esforzarse por ser
puros, y además la simonía era muy frecuente en todas partes. Y contra estos
dos defectos se propuso luchar Pedro Damián.
Varios Sumos Pontífices, sabiendo la gran sabiduría y la admirable
santidad del Padre Pedro Damián, le confiaron misiones delicadísimas. El Papa
Esteban IX lo nombró Cardenal y Obispo de Ostia (que es el puerto de Roma). El
humilde sacerdote no quería aceptar estos cargos, pero el Papa lo amenazó con
graves castigos si no lo aceptaba. Y allí, con esos oficios, obró con admirable
prudencia. Porque al que es obediente consigue victorias.
Resultó que el joven emperador Enrique IV quería divorciarse, y su
arzobispo, por temor, se lo iba a permitir. Entonces el Papa envió a Pedro
Damián a Alemania, el cual reunió a todos los obispos alemanes, y
valientemente, delante de ellos le pidió al emperador que no fuera a dar ese
mal ejemplo tan dañoso a todos sus súbditos, y Enrique desistió de su idea de
divorciarse.
Sus sermones eran escuchados con mucha emoción y sabiduría, y sus
libros eran leídos con gran provecho espiritual. Así, por ejemplo, uno que se
llama "Libro Gomorriano", en contra de las costumbres de su tiempo.
(Gomorriano, en recuerdo de Gomorra, una de las cinco ciudades que Dios
destruyó con una lluvia de fuego porque allí se cometían muchos pecados de
impureza). A los Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentes cartas
pidiéndoles que trataran de acabar con la Simonía, o sea con aquel vicio que
consiste en llegar a los altos puestos de la Iglesia comprando el cargo con
dinero (y no mereciéndolo con el buen comportamiento). Este vicio tomó el
nombre de Simón el Mago, un tipo que le propuso a San Pedro apóstol que le
vendiera el poder de hacer milagros. En aquel siglo del año mil era muy
frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta obispo,
porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían para
ese cargo. Y esto traía terribles males a la Iglesia Católica porque llegaban a
altos puestos unos hombres totalmente indignos que no iban a hacer nada bien
sino mucho mal. Afortunadamente, el Papa que fue nombrado al año siguiente de
la muerte de San Pedro Damián, y que era su gran amigo, el Papa Gregorio VII,
se propuso luchar fuertemente contra ese vicio y tratar de acabarlo.
La gente decía: el Padre Damián es fuerte en el hablar, pero es santo
en el obrar, y eso hace que le hagamos caso con gusto a sus llamadas de
atención.
Lo que más le agradaba era retirarse a la soledad a rezar y a
meditar. Y sentía una santa envidia por los religiosos que tienen todo su
tiempo para dedicarse a la oración y a la meditación. Otra labor que le
agradaba muchísimo era el ayudar a los pobres. Todo el dinero que le llegaba lo
repartía entre la gente más necesitada. Era mortificadísimo en comer y dormir,
pero sumamente generosos en repartir limosnas y ayudas a cuantos más podía.
El Sumo Pontífice lo envió a Ravena a tratar de lograr que esa ciudad
hiciera las paces con el Papa. Lo consiguió, y al volver de su importante
misión, al llegar al convento sintió una gran fiebre y murió santamente. Era el
21 de febrero del año 1072. Inmediatamente la gente empezó a considerarlo como
un gran santo y a conseguir favores de Dios por su intercesión.
El Papa lo canonizó y lo declaró Doctor de la Iglesia por los
elocuentes sermones que compuso y por los libros tan sabios que escribió.
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