7 DE FEBRERO – DOMINGO
–
5ª – SEMANA DEL T.O. –
B –
San Ricardo, padre de familia
Lectura del libro de Job (7,1-4.6-7):
Habló Job, diciendo:
«El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un
jornalero; Como el esclavo, suspira por la sombra, como el jornalero, aguarda
el salario. Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al
acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar
vueltas hasta el alba.
Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza. Recuerda
que mi vida es un soplo, y que mis ojos no verán más la dicha.»
Salmo 146,1-2.3-4.5-6
R/. Alabad al Señor,
que sana los corazones destrozados
Alabad al Señor, que la música es buena;
nuestro Dios merece una alabanza
armoniosa.
El Señor reconstruye Jerusalén,
reúne a los deportados de
Israel. R/.
Él sana los corazones destrozados,
venda sus heridas.
Cuenta el número de las estrellas,
a cada una la llama por su
nombre. R/.
Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría no tiene medida.
El Señor sostiene a los humildes,
humilla hasta el polvo a los
malvados. R/.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios
(9,16-19.22-23):
El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio
y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo
hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la
paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar
el derecho que me da la predicación del Evangelio. Porque, siendo libre como
soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho
débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para
ganar, sea como sea, a algunos. Y hago todo esto por el Evangelio, para
participar yo también de sus bienes.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,29-39):
En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago
y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre,
y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó
la fiebre y se puso a servirles.
Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y
endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos
enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo
conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al
descampado y allí se puso a orar.
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron:
«Todo el mundo te busca.»
Él les respondió:
«Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí;
que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los
demonios.
La utopía del Reino y
la realidad de la
pandemia.
El evangelio del
domingo pasado contaba el asombro causado por la predicación de Jesús y por su
poder sobre los espíritus inmundos. Todo eso ocurrió un sábado en la sinagoga
de Cafarnaúm. El evangelio de este domingo nos cuenta cómo terminó ese sábado y
qué ocurrió en los días siguientes.
En la primera parte se subraya el enorme poder de
Jesús sobre las más diversas enfermedades, desde la fiebre de la suegra de
Pedro hasta las manifestaciones de los endemoniados. Es una descripción
maravillosa, que simboliza y anticipa el futuro Reino de Dios, cuando no habrá
enfermedad, sufrimiento, llanto ni muerte.
El contraste es enorme con lo que estamos viviendo a
propósito del covid-19, con millones de víctimas y la angustia de no saber cómo
evolucionará. Los breves pasajes del evangelio de este domingo nos obligan a
pensar en tantos enfermos y a tenerlos presentes en nuestra oración. También
nos descubren a los continuadores de la actividad de Jesús, que no son
principalmente los obispos y sacerdotes, sino los miles de personas
relacionadas con el ámbito de la salud: científicos, médicos, enfermeras y
enfermeros, auxiliares, farmacéuticos… No tienen la facilidad de Jesús para
curar. Atienden a los enfermos en circunstancias difíciles y exigentes, sufren
con los que no pueden salvar. Para ellos, el Reino de Dios es algo que todavía
se espera y se pide: «Venga a nosotros tu Reino». Merecen nuestro
agradecimiento y nuestra oración.
Elementos de un
relato de milagro
Un relato de milagro
consta generalmente de los siguientes elementos:
a) se
presenta al enfermo, subrayando a veces la gravedad de la enfermedad;
b) el
interesado u otra persona pide su curación;
c) Jesús
lo cura, a veces con solo su palabra, a veces con algún tipo de acción;
d) el enfermo
demuestra que ha sido curado; p. ej., el paralítico carga con su camilla, el
cojo da saltos.
Curación de la suegra de
Pedro (Mc 1,29-31)
En este caso, el
relato es extraordinariamente breve y todo se cuenta con rapidez.
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago
y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con
fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano
y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.
Quien lee este relato
de Marcos no presta atención al hecho de que la curación tiene lugar en sábado.
Pero cuando se conocen los otros evangelios, y se sabe que una de las acusaciones
más fuertes contra Jesús fue la de curar en sábado, el detalle adquiere mayor
importancia.
La fiebre de la
enferma no es de escasa importancia, le obliga a guardar cama. Y el hecho de
que se lo cuenten a Jesús significa que le preocupa a la familia. Él no dice
una palabra, se limita a tomarla de la mano y levantarla. Para demostrar que se
ha curado plenamente, se pone a servirlos.
Una feminista radical estadounidense dedujo de este detalle
final que ni siquiera el evangelio libera a la mujer de su situación de
esclavitud a los varones. Pero es una visión demasiado estadounidense y actual
del relato. Lo que quiere decir Marcos no es que la mujer cristiana deba estar
al servicio del varón, sino que la suegra se curó plenamente.
Curaciones al atardecer
(Mc 1,32-34)
Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los
enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a
muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los
demonios lo conocían, no les permitía hablar.
Al ponerse el sol
termina el descanso sabático. La gente puede caminar, comprar, etc., y
aprovecha la ocasión para llevar ante Jesús a todos los enfermos y
endemoniados. En este contexto dice Marcos, casi de pasada, que Jesús «expulsó
muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Esta
idea, que ya apareció en el relato del endemoniado y que se repetirá en otros
momentos, la presentó Wilhelm Wrede en 1901 como «el secreto mesiánico». Jesús
no quiere que la gente sepa desde el principio su verdadera identidad, tienen
que irla descubriendo poco a poco, escuchándolo y viéndolo actuar.
No se dice cuánto
tiempo dedicó a curar a muchos de ellos. Se supone que hasta tarde. En Israel,
como en todo el Mediterráneo, la noche no cae de repente. Tampoco se dice dónde
cenan Jesús y sus discípulos, ni dónde se quedan a dormir. Los evangelios no
son biografías ni se detienen en detalles que consideran secundarios.
Jesús y sus
colaboradores siguen proclamando el Reino (1,35-39)
Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un
lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su
busca y, al encontrarlo, le dijeron:
̶ Todo el mundo te busca.
Él les responde:
̶ Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar
también allí; que para eso he salido.
Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y
expulsando los demonios.
La conducta de Jesús,
levantándose de madrugada para rezar, trae a la mente las palabras del Salmo
63: «¡Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo!». Estamos al comienzo del
evangelio, y Marcos indica algo que será una constante en la vida de Jesús: su
oración, el contacto diario e intenso con el Padre, del que saca fuerzas para llevar
adelante su misión.
Esta misión no se
caracteriza por elegir lo cómodo y fácil. En Cafarnaúm toda la gente pregunta
por él, quiere verlo y escucharlo. Sin embargo, él decide recorrer de nuevo
toda Galilea. Ya lo había hecho solo, cuando metieron a Juan en la cárcel.
Ahora lo hace acompañado de los cuatro discípulos. Y no solo predica, también
expulsa demonios.
El demonio de la depresión (Job 7,1-4.6-7)
La primera lectura,
tomada del libro de Job, ha sido elegida pensando en los enfermos a los que
cura Jesús. Job pertenece al grupo de los endemoniados, pero en sentido
moderno. No se trata de que esté poseído por un espíritu inmundo, sino de que
se halla sumido en una profunda depresión. No le encuentra sentido a la vida,
la ve como una carga insoportable, una noche que no se acaba, un futuro sin
esperanza. La solución le vendrá por un duro enfrentamiento con Dios, que le
obligará a salir de sí mismo, a abrir la ventana y contemplar las maravillas
que lo rodean, hasta terminar reconociendo humildemente que no puede discutir
con Dios ni culparlo de lo que le ocurre.
Relacionando esta
lectura con el evangelio, parece sugerir al deprimido: acude a Jesús, o que
alguien te lleve a él. No te hablará duramente, como Dios a Job, pero quizá te
ayude a salir de ti mismo y a superar tu depresión. Porque, como dice el Salmo
de hoy: «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas» (Sal 146,3).
«Alabad al Señor, que
sana los corazones destrozados (Sal 146,1)
En las
diversas y numerosas curaciones que ha contado el evangelio, resulta extraño
que nadie dé las gracias a Jesús. Ni la suegra de Simón, ni su familia, ni los
que acuden al ponerse el sol, ni los enfermos de toda Galilea. Pasa haciendo el
bien sin esperar recompensa.
Por eso es
bueno que el Salmo nos invite a alabar al Señor, reconociendo todo el bien que
nos ha hecho. Este himno recoge motivos muy diversos para alabar a Dios:
empieza por la reconstrucción de Jerusalén y la vuelta de los deportados, pero
no pierde de vista a cada individuo, vendando las heridas de los que tienen el
corazón destrozado y sosteniendo a los humildes.
San Ricardo, padre de familia
Elogio:
En Wrexham, en el País de Gales, san Ricardo Gwyn,
mártir, que, siendo padre de familia y maestro de escuela, devoto de la fe
católica, le encarcelaron bajo la acusación de animar a otras personas a la
conversión, y tras repetidas torturas, manteniéndose en su fe, fue ahorcado y,
mientras aun respiraba, descuartizado.
Durante cuarenta años a partir de la disolución de los
monasterios, Gales conservó su intenso catolicismo, ya que la mayoría de las
principales familias y de la gente del pueblo, permanecieron fieles a la fe.
Pero, cuando los misioneros católicos empezaron a pasar del continente europeo
a Inglaterra, la reina Isabel y sus ministros se propusieron desarraigar el
catolicismo, cortando los canales de la gracia sacramental y silenciando las
voces que predicaban la palabra de Dios. En Gales, la primera víctima de esa
campaña fue un laico llamado Ricardo Gwyn (alias White). Nació en Llanidlos, en
el Montgomeryshire, en 1537, y fue educado en el protestantismo. Después de
hacer sus estudios en el Colegio de San Juan, de Oxford, abrió una escuela en Overton,
de Flintshire. Poco después se convirtió al catolicismo. Cuando su ausencia de
los servicios protestatantes despertó sospechas, Ricardo se transladó a
Erbistock con su familia. En 1579, mientras se hallaba en Wrexham, fue
reconocido por un apóstata, quien le denunció a las autoridades. Ricardo fue
arrestado, pero consiguió escapar.
En junio de 1580, el consejo de la reina ordenó a los
obispos protestantes que tratasen más enérgicamente a los católicos que se
negaban a prestar el juramento de fidelidad, especialmente a «todos los
maestros de escuela, así públicos como privados». De acuerdo con las
instrucciones, los obispos mandaron arrestar, un mes después, a Ricardo Gwyn, a
quien el juez envió a la prisión de Ruthin. Compareció nuevamente ante el juez
alrededor del día de San Miguel, pero, como se negó a prestar el juramento de
fidelidad, fue devuelto a la prisión. En mayo del año siguiente, el juez ordenó
que se le condujese por fuerza a una iglesia protestante. Ricardo aprovechó la
ocasión para interrumpir al predicador con el ruido ensordecedor de sus
cadenas. En castigo, se le puso en el cepo desde las 10 de la mañana hasta las
8 de la noche, «en tanto que una turba de ministros protestantes le molestaba».
Uno de ellos afirmaba que él poseía el poder de atar y desatar, exactamente lo
mismo que san Pedro. Como aquel ministro tenía la nariz tan colorada como la de
un bebedor, Ricardo le respondió exasperado: «La diferencia es que, en tanto
que san Pedro recibió las llaves del Reino de los Cielos, vos habéis recibido,
según parece, las llaves de la bodega». El juez le condenó a pagar una multa de
800 libras por haber causado desorden en la iglesia. En septiembre, se le
impuso una multa de 1680 libras (con el valor de 1960) por no haber asistido a
los servicios protestantes en todo el tiempo que llevaba en la prisión. El juez
le preguntó cómo iba a pagar esas multas tan elevadas. Ricardo respondió:
«Tengo algún dinero». «¿Cuánto?», preguntó el juez: «Seis peniques», replicó el
santo sonriendo. Después de ser juzgado otras tres veces, fue enviado con otros
tres laicos y el sacerdote jesuita Juan Bennet ante el consejo de las Marcas.
Los mártires fueron torturados en Bewdley, Ludlow y Bridgnorth, para que
revelasen los nombres de otros católicos.
En octubre de 1584, san Ricardo fue juzgado por octava
vez, en Wrexham, junto con otros dos católicos, Hughes y Morris. Se le acusaba
de haber tratado de reconciliar con la Iglesia de Roma a un tal Luis Gronow y
de haber sostenido la soberanía pontificia. Ricardo respondió que jamás había
cruzado una palabra con Gronow. Este último declaró más tarde, públicamente,
que el vicario de Wrexham y otro fanático le habían pagado a él y a otras dos
personas cierta suma para que levantasen falso testimonio. Como los miembros del
jurado se negaron a asistir al juicio, el juez formó de improviso otro jurado,
cuyos miembros tuvieron la ingenuidad de preguntarle, ¡a quiénes debían
absolver y a quiénes debían condenar!, Ricardo Gwyn y Hughes fueron
sentenciados a muerte, y Morris recobró la libertad. (Hughes fue después
indultado). El juez mandó llamar a la esposa de Ricardo, quien se presentó con
su hijito en los brazos y la exhortó a no imitar a su marido. Ella replicó: «Si
lo que queréis es sangre, podéis quitarme la vida junto con la de mi esposo.
Basta con que deis un poco de dinero a los testigos e inmediatamente declararán
contra mí».
San Ricardo fue ejecutado en Wrexham (que es
actualmente la cabecera de la diócesis de Mynwyn), el 15 de octubre de 1584.
Era un día lluvioso. La multitud gritó que le dejasen morir antes de
desentrañarlo, pero el alcalde, que era un apóstata, se negó a conceder esa
gracia. El mártir gritó en la tortura: «¡Dios mío! ¿Qué es esto?» «Una
ejecución que se lleva a cabo por orden de Su Majestad», replicó uno de los
esbirros. «¡Jesús, ten misericordia de mí!», exclamó el santo. Unos instantes
después, su cabeza rodaba por el suelo.
Durante sus cuatro años de prisión, el santo escribió
en galés una serie de poemas religiosos, en los que exhortaba a sus compatriotas
a permanecer fieles a la Santa Madre Iglesia y describía, con una violencia
comprensible en sus circunstancias, a la nueva religión y sus ministros. Fue
beatificado en 1929 y canonizado en 1970 por SS Pablo VI.
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